Por la causa / Miguel Tapia Alcaraz

Hombres decididos como yo, eso era lo que necesitaban. Lo decía la convocatoria publicada en la segunda página del diario, la misma que antes ocupaban fotos a color de las refinerías del golfo. Redactado con el estilo sobrio de quien posee la verdad, el desplegado fue la revelación que esperaba: Voz de la Tierra se disponía a realizar las promesas que la habían llevado al poder. Decidí presentarme al día siguiente.
     Debí soportar las réplicas de amigos y las súplicas familiares, que pretendían disuadirme echándome a cuestas sus temores abyectos. En ellos se revolvía la bajeza de los rebaños reaccionarios, indignados desde que previeron el fin de su mundo de mentiras y falsos privilegios. Lo único que consiguieron fue reforzar mi convicción. Mis hermanos se envilecían ante su desayuno sintético cuando salí sin despedirme. Mi padre cavilaba junto a ellos en silencio, la mirada perdida en el enorme caracol rebajado a cenicero sobre la mesa. Sólo sentí compasión cuando mi madre lloró bajo la puerta, pálida contra el marco de pino podrido.
     En el cuartel, una enorme fila crecía bajo el letrero de las Brigadas por la Recuperación de la Vida Natural. Me llevaron ante un general, un viejo malencarado y de cabello erizo. Con firmeza le dije que estaba dispuesto a todo por la causa. Su rostro de piedra consultó el dossier que tenía frente a él, luego me miró con abulia. Ordenó a un subalterno que me cargara de trabajo hasta que suplicara clemencia. Quince días después mi boca seguía muda como una ostra dormida en el fondo marino. La siguiente vez que me llevaron ante él me anunció, sin siquiera mirarme, que estaba admitido.
     Me llevaron al centro de capacitación, al pie de la montaña. Ahí comenzó un intensivo entrenamiento físico y teórico, pero sobre todo ético. Se nos sometió a un estricto régimen alimentario a base de algas y follajes rescatados del olvido, engendrados en campos que eran bosques inaccesibles trabajados por nosotros mismos. El hombre nuevo no producía, no cultivaba, no criaba: engendraba. Abrazaba la naturaleza y ofrecía las condiciones óptimas en que ella misma, siguiendo ese curso que nunca debimos haber tocado, desplegaría su inagotable riqueza. En nosotros se materializó por primera vez la nueva forma de vida que pronto se expandiría por todo el país. Éramos un grupo de elegidos.
     Mis compañeros se preparaban en un ambiente de inmejorable motivación. Los espíritus brillaban exaltados, como pistilos erguidos en el rocío de la mañana. Gómez, un voluntario algo más joven que yo, me dijo que había esperado esa oportunidad toda su vida. Cuando hablaba de nuestro futuro bajo el nuevo orden, orgulloso en su purísimo uniforme, Gómez lloraba de emoción.
     La diana sonaba antes del amanecer. Nos poníamos de pie con un salto, tras una noche fatigosa pero anhelante de la mañana. El entrenamiento era riguroso; los instructores, implacables. Sin embargo nadie se quejaba. Teníamos la fuerza mineral, la animal determinación. Si alguien se desvanecía de cansancio, se le consideraba un héroe por no renunciar antes que su cuerpo. Los castigos eran durísimos, pero asumidos con orgullo. Había, desde luego, algunas fallas. En caso necesario, un elemento podía ser dado de baja. No se le volvía a ver ni a mencionar. Era doloroso, pero más importante era la mejora del grupo al librarse del elemento corruptor. Así debía ser. Las heridas debían también librar sus propias batallas. La ayuda se reducía, en caso extremo, a la aplicación de plantas medicinales. Enfermábamos y sanábamos como un mismo cuerpo incorruptible.
     Un día recibí una carta de mi padre. Me pedía reflexionar y mencionaba la memoria de mi abuelo, muerto en su vulcanizadora, buscando una mejor vida para sus herederos. Pedía pensar en mi madre, que había caído enferma tras mi partida. Lo imaginé en el comedor ahumado, las manos manchadas de grasa, mesándose los cabellos como un pusilánime, incapaz de decisión alguna. ¿De verdad esperaba que volviera al taller mecánico, a ensangrentarme las manos con las entrañas de la Tierra? Sentí vergüenza, sentí asco. Pedí a mi capitán que no me transmitieran correspondencia. Si llegaban más cartas, irían al área de reciclado para hacer con ellas circulares del ejército. Una noche soñé que las transformaban en papel sanitario, pero al despertar me sentí indigno: en un mundo sano y natural ese producto de la decadencia no tenía lugar.
     Aprendimos los beneficios de las tácticas de la ecoguerra. En el largo plazo ganaría la misma naturaleza. El arma: la selección natural. Sólo debíamos seguir el designio de nuestros genes, convertirnos en mejores especímenes. El entrenamiento rindió frutos impresionantes y en pocos meses estuvimos listos para entrar en acción. Yo me sentía fuerte, lúcido. Estaba preparado.
     El día de entrada en vigor de la Ley Anticontaminantes nos apostamos desde el amanecer en decenas de puntos estratégicos por toda la ciudad. Fuego a discreción, fueron las instrucciones. El primer día se suprimieron cuarenta y siete focos de corrupción por nicotina. Una fecha memorable. En los días siguientes las calles se despoblaron, lucieron más limpias y seguras. Las cifras de eliminación de contaminadores cayeron drásticamente. Aun así, apoyado por la puntería y discreción de Gómez, lideré cada día el récord de objetivos alcanzados.
     Con la ayuda de Inteligencia localizábamos garitos clandestinos donde se violaba la ley. Bajo la oscuridad del toque de queda esperábamos la aparición de las asquerosas luciérnagas rojas que delataban a los criminales a la salida de sus guaridas. La contaminación auditiva en el interior de aquellos antros, y la intoxicación extrema de sus ocupantes, les impedían darse cuenta de nada. La justicia verde los alcanzaba apenas dejaban el lugar, a veces a sólo unos pasos de
la puerta, que ellos creían clandestina. Unos segundos después, los servicios
de limpieza se deshacían de los residuos. De esta manera los traidores nunca supieron lo que sucedía. Sólo fueron desapareciendo poco a poco en la ignorancia y la podredumbre.
     Ante estos resultados, pronto mi habilidad y motivación me valieron el reconocimiento de mis superiores. Sin alterar su expresión de fastidio, el general me felicitó públicamente y me entregó una medalla por mi valor y patriotismo. En la ceremonia me hizo permanecer a su izquierda para rendir honores a la bandera, de la que el hórrido color rojo había por fin desaparecido. Erguido y orgulloso, pude ver que Gómez dejaba escapar una lágrima, conmovido entre las filas.
     Mi carrera siguió adelante como un meteoro contra el cielo puro. Al poco tiempo fui asignado a las Unidades de Élite para Intervenciones Especiales. Nuestros líderes distinguían entre las misiones de orientación de las masas, descontroladas ante la reducción de tóxicos en la dieta y en el aire, y el combate a la oposición organizada, que buscaba desequilibrar al régimen. Recibimos entrenamiento en técnicas antiterroristas en Moscú y Jerusalén, y en tácticas contra infiltraciones civiles en Texas y Arizona. En tan sólo dos meses me había convertido en una máquina al servicio de la Vida. Ante la pregunta expresa del general, sugerí a Gómez para integrarse a mi unidad. Cuando Gómez lo supo, lloró apretando la mandíbula y me hizo un enérgico saludo militar.
     El país estaba en ebullición. Se creó un nuevo programa educativo, se exigió mayor compromiso a las llamadas organizaciones «ecologistas», esos timoratos que con su timidez permitieron la vejación del planeta. Se hizo volver a científicos del extranjero, se desarrolló una nueva tecnología para la defensa de la soberanía biológica. La economía se centraría ahora en el equilibrio de bienes naturales. Una nueva visión de la patria estaba surgiendo. Seríamos el país más sano y limpio del mundo. Nuestro grupo de élite recibió recursos ilimitados. Estábamos listos para dar el golpe final a la lacra que aún se oponía al cambio definitivo.
     Nuestra intervención más delicada fue en el mismo Palacio de Congresos, en la capital. Se sabía de pasajes escondidos entre los muros, en los que altos funcionarios, representantes de influyentes reaccionarios, conspiraban y violaban la Ley Anticontaminantes. De este grupo dependían numerosas células que aún sobrevivían en el interior del territorio. Debíamos decapitar la red en una sola noche. Me asignaron al mando de un grupo de cuatro agentes, Gómez entre ellos, sobre la azotea del Hotel Terranova, frente al Palacio. Desde ahí dominábamos gran parte de los ventanales que daban al interior del salón principal, en donde se llevaba a cabo el evento. Con ciertas dificultades, a causa de las instalaciones de seguridad del Hotel, nos colocamos en el borde de la azotea. Con nuestros fusiles de alta precisión contra el hombro y los telehusmeadores de nicotina encendidos, esperamos la orden de entrar en acción. Cuando se nos previno que los objetivos estaban por entrar en nuestro campo visual, nos movimos hacia la posición de tiro, avanzando entre un filoso alambrado. Nuestros detectores mostraban los objetivos que habían tenido contacto con la nicotina. Las sombras rojizas se movían confiadas en las pantallas. Teníamos a nuestro alcance cuatro fuentes contaminantes. Asigné, con las señales correspondientes, una de ellas a cada elemento a mi cargo. Alcé el brazo izquierdo para dar la señal de fuego, y en ese momento una púa rasgó la tela sobre mi hombro, descubriendo el parche adherido a la piel.
     Gómez, a mi izquierda, fue el único que lo vio. Me observó con un solo ojo, inexpresivo. Di la señal de fuego. Cuatro disparos sonaron al unísono, agudos, silenciados. Un instante después escuché uno, dos, tres más, mientras me precipitaba sobre la cornisa, edificio abajo, sabiendo que Gómez me disparaba con lágrimas en los ojos, tras haber eliminado a su objetivo, como el gran soldado que era.
     Los alambres de púas, el ingenio humano y el destino mismo me salvaron. Ahora dirijo la Rebelión Democrática por un Mundo Libre. Sobre mis piernas artificiales, que la ciencia rebelde me proporcionó, hago fusilar a cuanto verde cae en mis manos. Gómez, como el buen soldado que es, no se ha dejado atrapar. Pero no le queda mucho tiempo. El pueblo está de mi lado y nada podrá detenerme. La tiranía no tiene lugar en un mundo de hombres libres.
     Por las noches arengo a mis tropas. Desde los subterráneos, donde se gesta el futuro de la humanidad, dirijo su entrenamiento. Mi figura es temida y respetada en el mundo entero. Se han vuelto simbólicos mi boina, mi chaqueta de nylon y mi puro. Porque también volví a fumar. Cinco habanos diarios.

 

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