El proceso del artrópodo / Andrés Vargas Reynoso

Yo debí morir poco después de haber nacido. Mi cráneo estaba soldado —no tenía mollera, pues— y el cerebro pronto dejaría de crecer. La operación era riesgosa, pero la libré a pesar, incluso, de que a mis diez meses de nacido, de noche en la cuna, me rascara la herida de 32 puntadas con ahínco bestial porque el iódex (esa argamasa púrpura y olorosa) me daba comezón. Ése, puedo asegurar, fue mi primer acto involuntario de rebeldía. La parca me tenía en su lista, pero terminó pelándose la dentadura (por decirlo de alguna manera).
     Mi primer acto voluntario de insurrección tuvo momento a mis seis años cuando, en una posada, para contrarrestar el poder de los adultos que no nos dejaban romper las piñatas de una buena vez, organicé una bravata al estilo pirata, incendiándolas con una bengala. Papel maché, cartón y fruta reducidos a cenizas. A pesar del escándalo, la cosa salió mal: nadie supo quién fue ni el porqué de semejante burrada. Todo aquel festín de llamas y humo fue tomado como un accidente y no como un acto de rebeldía pura. Mi mensaje de bravuconería se perdió entre las cenizas. En ese momento tuve, también, mi primer desencanto.
     La primera vez que escuché la palabra «rebelde» fue en boca de mi abuela al referirse al hijo de una vecina que no conocía los límites: «Ese chamaco es un rebelde. No te juntes con él, porque es mala gente». Le siguió «rebelión» en el guión de Star Wars, y mi padre tuvo a bien demostrarme que, generalmente, los rebeldes (en este caso Luke Skywalker y sus huestes) son los buenos y tienen la razón. Ahí debió haberse torcido la enseñanza. Me dediqué a ser un rebelde, aunque pocas veces se me reconocía. Mis padres son rojos, de cepa. Ya imaginarán ustedes mi educación, siempre orientada hacia la defensa de los oprimidos. Durante la secundaria y la preparatoria abusé un poco de ello. Por desgracia, fuera de casa, lejos de las sobremesas en donde mi padre hablaba maravillas de Fidel Castro y el Che Guevara, mientras escuchábamos a Mejía Godoy y Óscar Chávez, o comentábamos los vericuetos de Miguel Litín para entrar a Chile disfrazado, no hallaba eco para mis atribuciones sediciosas. Aun así me alcanzó para organizar una huelga de estudiantes en contra de los malos tratos de la profesora de Química, lo que nos valió exentar la materia. Un logro, al fin. Ingresar a la Universidad Autónoma Metropolitana, en la carrera de Sociología, era un paso natural, así como enlistarme en la avanzada sediciosa que intentaba cambiar la sociedad. Estaba encantado. Más aún si sumamos que me enamoré de una anarquista que amaba a los Sex Pistols tanto como a la ropa de diseño. Y fue esa mujer la que me abrió las puertas de la cordura, porque tardaba horas en vestirse de manera adecuada para ir a marchar a Insurgentes en protesta de lo que fuera.              Camiseta del ezln combinada con los Converse de lona, y a juego con la pañoleta con que ataba sus rulos rubios. Fue mi última marcha. No le hallé sentido a caminar gritando consignas demasiado masticadas en otros tiempos, a la vez que cuidaba de mi peinado. Para entonces ya escribía y, paulatinamente, tras el acoso de un comando judicial que no veía con buenos ojos que un estudiante de Sociología fuera novio de la hija de un activista chiapaneco con pasamontañas y todo, fui relegándome hacia una tribuna menos expuesta. La cosa, como decíamos antes, se calentó un poco, y dio pie a mi siguiente acto de rebeldía (aunque más bien fue un reflejo de supervivencia): me fui a vivir a Los Ángeles con la susodicha. En la soledad californiana, presa del homesick y de una banda de salvadoreños que criticaba mi posición rojilla cuchillo en mano, me pregunté por qué me gustaba siempre andar a salto de mata. Una pregunta legítima, cuya respuesta debía ser igual de contundente. Volví de Los Ángeles derrotado, por la puerta de atrás, con mi relación a punto del desplome, sacudiéndome las rebabas revolucionarias, y me dediqué a escribir, sin dejar de rumiar aquella pregunta decisiva pero sin perder el nervio.
      Suponía que lo traía en la sangre, porque, por más que intentaba controlarme, no me callaba. Fastidié varias comidas con amigos y familiares que veían con buenos ojos el triunfo de la derecha y la inutilidad de las medidas a favor de Chiapas («pinches indios, de qué se quejan») y, lo peor para las buenas conciencias, contaminé a mi hermanita, que se volvió fanática de Durito de la Lacandona y ostentaba playera zapatista.
      Entonces murió mi abuela, la madre de mi padre, y viajamos al pueblo a dar la noticia. Y ahí, entre milpas, burros y licor de pasa, hallé la respuesta. Mi abuela fue una indígena de la sierra poblana, trenzuda y canosa, correosa y arrugada como un árbol sabio, que parió diez hijos y soportó las bravuconerías del abuelo con un estoicismo bárbaro, legitimando el sentido de aquella frase cíclica: «Hasta que la muerte los separe». El abuelo se fue primero, cuando yo tenía dos años, y ella resguardó su memoria hasta que el émbolo devastador le nubló la visión. Y un hombre del pueblo, primo de la abuela, nos contó, en petit comité, la razón de nuestra existencia y de ese gen rebelde y cabrón que nos corroe las entrañas, un origen que nos dejó con la boca abierta y unas ganas bárbaras de coronar la charla con una borrachera de corte vikingo.
      «Oh, tu abuela se casó. Tuvo una boda hermosa, ella toda de blanco con un vestido hecho por las mujeres del pueblo, con sus dos trenzas y el semblante alegre. Y tras la misa, el guarapo y las cazuelas de mole y arroz. Una fiesta que prometía tocar el amanecer. Y la orquesta de Tío Lico tocando y tocando, y las gentes bailando y bebiendo y las mujeres llorando. Qué chula que se veía tu abuela». ¿Y el abuelo?, se oye que pregunto, porque hasta entonces no me decía nada del viejo saxofonista y yo quería saber si iba de corbata o qué. «Oh», dijo el tío Ricardo bebiendo un poco de guarapo y ajustándose la canana del cincho, al tiempo que aferraba la carabina con la culata clavada en la tierra, «él estaba con nosotros en la sierra, arriba del pasajuego, desde donde se veía la fiesta. Éramos Pasta y Chindo, tu abuelo y Balo y yo, ensillando, calculando mientras la Serrana bendecía la herramienta», y se calló; yo seguía sin entender, pendejo de mí, a diferencia de mi padre que abría su bocaza sin decir nada y mi madre que se llevaba las manos a la boca. ¿Y luego?, se oye otra vez que pregunto sin darme cuenta de que su pausa era más bien teatral. «Pos luego bajamos por ella, raspando pezuñas, tirando, azuzando a la gente, bajando a la guardia del marido de mi prima, que era terrateniente y socio del ingenio. Caían como monos de feria. Cuidando la retaguardia de tu abuelo en lo que tu abuela se posicionaba en el centro del terregal y se dejaba alzar por él, cayendo bien sentada sobre las grupas del Pinto, aferrando al viejo por la cintura y desapareciendo en la sierra con las trenzas al vuelo».
     No hubo más. Mi abuela se casó, sí, cumpliendo con el trato, pero sin dejar de amar a su hombre con el que huyó y generó la descendencia que me tiene hoy aquí, transcribiendo lo que me dicta mi memoria. Ese acto de rebeldía que, de no ocurrir, habría frenado la existencia de mi padre y la mía y la de mi hijo. Todos vástagos de las ganas de no seguir las reglas, de no formar parte de un acto montado, y, aunque suene cursi, todos producto de un acto de amor verdadero.     
      Hoy, mi hijo de cinco años es un rebelde, cosido a base de semejantes genes, pero eso, a estas alturas, ya no me sorprende.
    
    

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