Bonobos. Fichero telegráfico / Jorge Esquinca

Wide Screen. Pocas veces se diseña un libro para establecer un diálogo con su contenido. Un formato que recuerda una pantalla de cine. Fondos blancos o negros. Rectángulos de tinta sobre los que se cala una tipografía. El movimiento es permanente: ninguna página es igual. Cinco películas de Jim Jarmusch. Cinco secciones en el libro de Víctor Cabrera. ¿Una misma búsqueda? «Todo adquiere la condición de un símbolo aparente». En el mejor de los casos, la penetración de una mirada. Y el azoro de aquello que aparece detrás de las apariencias. Los otros escenarios, los fotogramas que recrea el espectador, los derroteros posibles de cada historia. El sitio donde sucede el pensamiento es también una pantalla de cine. Hermandad súbita del filme zen con el western metafísico. William Blake es un pistolero del wild west. Un samurái vive en un palomar de Nueva Jersey. Víctor Cabrera cierra los ojos para inventar estas imágenes.

Litane. «Si una palabra cambiara el mundo», pero no. O quizás. Una palabra puede hacer que un mundo nazca: Fiat. Habría que desmenuzar la andadura teológica en este libro de Alejandro Tarrab, su vocación de abismo. La familia como dínamo generador de una averiguación esencial. Un pulso que desconoce la extensión de la órbita que genera. Una escritura que deviene trayectoria, deriva que se contempla en el espejo de su propia imantación. Se comienza por el apellido o por la denuncia. Marcas, pasajes, pastiches. Wittgenstein. Lucifer. Disueltos en el éxtasis de Teresa. Fotografías como la huella o la concreción de algo que está siendo cifrado por la escritura. Puntos de tensión que alternativamente se iluminan, se oscurecen. Pecios. Escritura de imágenes-vórtice. Y la plegaria ramificándose, hundiendo raíces, alimentándose de un cielo otro. El abierto delirio. Una ejemplar vocación de abismo.

Pastilla camaleón. De la historia personal a la historia patria. El sueño de un domador de caballos. Montado en el pura sangre del poema. Los caballos se arrojan por la borda, como en aquella versión de El aro. Y Julián Herbert se tira con ellos. Los monta a pelo. ¿Los amansa? El centauro es aquí centella. Relincho. La fusta y la carrera a contraviento. Cada pezuña se encaja y marca, registros del habla rescatados en la polvareda. Cruzas de lo nimio con lo arcano. San Francisco en Atlixco: una voluntad de consunción. Y la Dueña de África: «cómo te llamas cuando dejas de leer». Giros en un eje móvil. Caracoleos. Salidas de emergencia que desembocan en el precipicio doméstico. Aterrizajes en la línea fronteriza. Del cuchitril a los regios aposentos. «Vine a América porque me dijeron que acá había mucha plata». El insuperable arte del camuflaje. Como quien abre de un solo golpe de gong todas las recámaras de la realidad.

Minoica. El toro de Minos. ¿Cabeza humana y cuerpo de bestia? Así lo vio Dante.
En todo caso: un híbrido: este libro.
Un linaje perdido. Cómo emanciparse de un linaje perdido. Cómo sabotear un palacio en ruinas. Del pánico a la carcajada. No se hallará aquí un manual de instrucciones. Cada quien en lo suyo: Eduardo Padilla (Serpens Kaput) escribe su propio obituario «purificándolo de toda ficción». El fuego evocativo es el juego de la insolencia teledirigida. Apunta. Dispara. Da en el blanco o se desvía. Lo que importa es el disparo, la velocidad de la bala. Ángel Ortuño (Ilécebra) talla esculturas de hielo con un bisturí. Para ver a través. ¿Hay ahí un corazón? Mejor aún: su néctar. Desde el lomo escamoso de Godzilla contempla la lepra de la santidad. «Es de hierro y de hule el alfabeto que calzará los gritos». Dice, con certidumbre que pasma. Con la serenidad de quien ha visto al pulpo agazaparse. Ahí, en el tibio mar de una boca.

 

 

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