La chica del uhf / Patricia Esteban Erlés

Eran tan pequeñas. Eso fue lo primero que pensó Antonio Puñales cuando por fin se atrevió a retirar la sabanita rosada que cubría sus dos cuerpos enmarañados. La sombra que había oscurecido el rostro pelirrojo de Puñales en cuanto entró por la puerta de la funeraria aquella mañana y le dieron el aviso se hizo más intensa. Había que preparar para el entierro a un par de siamesas sin nombre y unidas por el tórax a las que no se había podido reanimar después del parto, le dijo su jefe, Marcelo Limón, «Deben estar listas para las doce». Antonio Puñales no contestó, tragó saliva y se dirigió al taller con los ojos vidriosos del insomne que sigue viendo de día los mismos horrores que le acompañan por la noche, hacia la camilla infantil que estaba colocada ya en el centro de la sala, bajo el potente foco de luz blanca. Se detuvo junto a ella y contempló el sudario rosa, temiendo ya el mínimo bulto de aquellos dos bebés enredados en un abrazo vegetal. Pensó que la pieza de tela afelpada aún olía a nuevo y sin duda formaba parte del ajuar infantil que las niñas nunca estrenarían. Tiró de la manta con los ojos cerrados. Todavía tardó un rato en abrirlos, en atreverse a mirarlas.
    Eran tan pequeñas.
    Una de las gemelas aún se chupaba el pulgar, la otra sonreía con los ojos entrecerrados y la carita apoyada en el hombro de su hermana. Daba la sensación de que estaban soñando algo tan agradable en su anterior mundo líquido que no les había apetecido despertarse, y Antonio Puñales se sintió un profanador de acuarios mientras les aplicaba el fijador de pupilas y peinaba con colonia el remolino oscuro de sus cabellos tiesos. Tenía que intentar vestirlas también, con las prendas que alguien, una mujer sin duda, quizás la madre, o la madre de la madre, había dejado en la funeraria, dentro de una bolsa de unos grandes almacenes. Desplegó sobre la mesa dos vestidos mullidos de angelote, con sus etiquetas aún puestas. Idénticos pero en distinto color, uno rosa, el otro celeste, seguramente comprados, como el resto de su ropa, con la idea de que sirvieran para identificar a cada niña durante los primeros meses de vida.
    Incluso aquellos trajes de muñeca les quedaban grandes.
    No pudo probar bocado a mediodía, y casi vomitó el desayuno sobre la mesa del despacho de su jefe cuando, al presentarle un borrador del presupuesto para que diera el visto bueno, Marcelo Limón se limitó a negar con la cabeza sin levantar sus ojos mezquinos del papel y le ordenó que multiplicara por dos el coste total. «Que no, Puñales, que no, da igual que ocupen un solo ataúd, los monstruitos se cobran al doble».

***

El recuerdo de las siamesas persistió durante horas y acompañó a Antonio Puñales en el vagón de metro, de vuelta a casa. Allá donde miraba veía la mantita de cuna, bajo la que se adivinaba la silueta falsa de mariposa de aquellas dos niñas que no habían llegado a respirar. Ya en su desangelado piso, colgó el abrigo en el solitario perchero de la entrada y descolgó la bata de cuadros rojos y verdes que solía ponerse para estar por casa, casi en un solo movimiento. Después, con los gestos maquinales del que arrastra una misma rutina, comenzó a prepararse el sándwich de atún con mantequilla de cada noche. Absorto, y siguiendo el orden exacto de todos los días, Antonio Puñales sacó el paquete de pan de molde y una lata redonda de conserva de uno de los armarios de la cocina. Encendió la tostadora y dejó que se calentara mientras buscaba un tomate y el envase de margarina en la nevera. Y ya casi estaba a punto de colocar la loncha amarillenta de pan sobre las dos rodajas de tomate cuando las vio allí, tan juntas y redondas como las cabezas de las siamesas. El olor aceitoso del atún en escabeche le dio náuseas y el sándwich entero le pareció un cadáver más, inmóvil en el centro del plato. Comprendió que no iba a comérselo y lo cubrió con un trozo de papel de aluminio antes de meterlo en el frigorífico, pensando que en realidad toda su vida olía a formol y estaba iluminada a medias por el parpadeo mortecino de un fluorescente de tanatorio.
    Después marchó al salón y, como cada noche, se dejó caer en el viejo sofá de skay que el anterior inquilino había abandonado allí al mudarse. Era la hora en que Antonio Puñales tomaba el mando del televisor y pulsaba mecánicamente el segundo botón, para sintonizar una vieja cadena estatal desahuciada por los espectadores, que tenía por costumbre emitir hasta las tantas documentales de animales salvajes. Las horas empezaron a deslizarse firmes hacia la madrugada mientras Antonio Puñales se quejaba para sus adentros, sin hacer caso a la pareja de erizos negros que en la pantalla cruzaban sin prisas la suntuosa superficie desértica del Gobi.     Recordó sus tiempos de estudiante, cuando tan feliz le hacía restaurar cabezas de plástico en la academia, ensayar la reconstrucción de un maxilar destrozado por herida de bala o borrar las huellas de una enfermedad degenerativa en un bello rostro de mujer consumido por la quimio. «Pero qué va, los muertos son otra cosa», masculló ahora Antonio Puñales, viéndose a sí mismo atravesar la puerta de su taller con ese miedo de mercurio lastrando cada paso, adivinando al fondo de aquel sótano, alargado y estrecho como un ataúd, el bulto de un cadáver tendido sobre la camilla, bajo una de esas sábanas de hospital que dejan al descubierto los pies, un par de pies descalzos, de muerto, que hacían que a él, sólo de verlos, le entraran escalofríos.
    Los dos erizos se perdieron a lo lejos y la estepa helada se adueñó de toda la imagen. Ni siquiera se escuchaba la voz en off del documentalista. Durante un buen rato no pasó nada, no se oyó nada que no fuera el silbido de un viento fantasmal, que barría las tenues huellas de un camello pretérito, devolviéndole al desierto su eternidad de papel en blanco. Pero Antonio Puñales no prestaba atención. Se lamentaba de que todo había cambiado mucho en los últimos años. La verdad es que el día en que enmarcó un diploma lleno de sellos que certificaba su extraordinario potencial como técnico en pompas fúnebres no podía figurarse lo desgraciado que llegaría a sentirse por culpa de su trabajo. Cómo iba a saber entonces, o cuando recibió la primera llamada citándole para una entrevista, que su jefe iba a ser alguien tan despreciable como el dueño de la funeraria Os Sea Leve, Marcelo Limón, un tipo nervudo, con ojos de comadreja, a quien llegaría a odiar con una rabia aguda y profunda de bisturí. Trabajar con muertos no era bocado de gusto, no señor, y Antonio Puñales lamentaba que nadie le hubiera avisado del miedo atroz y la pena que iban a agarrotarle los dedos cada vez que una viuda inconsolable le suplicara entre sollozos «Por favor, señor, mire de ponerle a mi marido los ojos y la nariz en el mismo lugar donde los tenía esta mañana, antes de coger el coche. Que los niños no le vean así».
    Nadie, nadie había estado allí para avisarle que cada día iba a sentirse como el veterinario vocacional que gasea mascotas en la perrera, y Antonio Puñales, el mejor artista funerario de la ciudad, sufría tanto por ello que apenas lograba conciliar el sueño. De hecho, hacía tiempo que padecía de insomnio crónico y ya ni se molestaba en acostarse en su habitación. «Para qué», se decía él, «si los muertos no me dejan tranquilo, y me tiran de la manga del pijama cada vez que intento cerrar los ojos».
    Eran tan pequeñas, repitió una vez más aquella noche, abatido frente al televisor, arrebujándose en su vieja bata de cuadros. Tan pequeñas.
    No se percató de que justo entonces, a pocos centímetros de su sofá, el desierto del Gobi era engullido por una nebulosa de interferencias. La oscuridad se adueñó de la pantalla y, si Puñales se sobresaltó, no fue por aquella negrura de cuenca de calavera, a la que ya se había acostumbrado, de tanto encontrársela cada día en las pupilas yertas de sus clientes, sino porque un segundo después, allí, al otro lado, fue surgiendo líquida, igual que en un espejo mágico, la imagen de una chica con el pelo verde como un mar resacoso, mirándole con los ojos muy abiertos.

***

Al principio Antonio Puñales parpadeó, sin entender muy bien qué hacía una muchacha ahí adentro. Por instinto, se echó hacia atrás en el sofá replegando las piernas, y en una fracción de segundo le pasó por la mente que quizás la intrusa era una de cientos de clientas a las que él había atendido en el tanatorio a lo largo de los últimos años y que ahora regresaba de ultratumba, cómodamente instalada en una mecedora y dispuesta a atormentarle vía satélite. Pero enseguida descartó tal posibilidad. Antonio Puñales no sabía olvidar a un cadáver, y ése era su principal problema, por eso podía poner la mano en el fuego y afirmar que nunca antes había visto a aquella chica de cabellera verdosa. «Además», se dijo, estudiando con ojos de experto disecador sus rasgos, «me temo que aunque quisiera sería imposible olvidar un rostro como éste». Porque la desconocida tenía una cara ciertamente irrepetible. Era, se dijo Antonio Puñales, «como si un adulto se hubiera propuesto divertir a un niño dibujándole un personaje mágico, una chica pez con enormes ojos abovedados, de color gris ballena», que él siguió mirando, hipnotizado y sin decir palabra, hasta que escuchó el sonido de una suave voz femenina, proveniente del interior del aparato.
    —Hola, ¿quién eres?
    Contra todo pronóstico, la hermosa alienígena hablaba un perfecto castellano y le sonreía afable con la cabeza ladeada, esperando una respuesta.
    —Me llamo Antonio, Antonio Puñales.
    —Pues yo soy Tuula. Qué cosa tan rara ha pasado, estaba viendo una película del Oeste y de pronto has aparecido ahí…

***

A Tuula le sorprendió que aquel chico pelirrojo de la bata escocesa se expresara en perfecto finés, y le alegró mucho poder hablar con alguien después de llevar tanto tiempo sola en su cabaña de madera. Tuula era la última habitante de Runäehiemi, un pueblo abandonado al norte de Finlandia, desde que su padre saliera a pescar salmones la primera noche boreal de hacía dos veranos.    Afuera soplaba un viento enloquecido y todo estaba tan oscuro que Tuula se limitó a esperar pacientemente asomada al cristal helado de la ventana, pero su padre no apareció. Cuando después de diez semanas de negrura abisal pudo aventurarse al exterior, encontró un gorro forrado de piel de oso que le resultaba muy familiar sobresaliendo en la nieve, a pocos pasos del río helado, y comprendió que aquello era la muerte.
    Por lo demás, Tuula era feliz. Solía sonreír por casi todo, sin necesidad de que hubiera alguien cerca para verlo, como hacen, en definitiva, las personas que son realmente felices. Le gustaba el collar de vértebras de bacalao que había heredado de su madre. También que un enorme reno blanco se acercara a la cabaña cada amanecer y olisqueara el cristal de la ventana como para darle los buenos días. Era aficionada a hacer figuras en la nieve, a cocinar pastelitos de arroz y salmón y a tejer jerseys blancos, siempre blancos, de lana. Pero desde luego, lo que realmente encantaba a Tuula, lo que más le gustaba en el mundo, era ver viejas películas del Oeste.
    —Sí, es que desde la cabaña sólo sintonizo un canal donde ponen westerns las 24 horas. Me gusta ver a esa gente que lleva la ropa cubierta de polvo, los cactus y, sobre todo, esos cielos rojos y rosas, como incendiados, que salen en las películas de John Ford.
Mentiría quien dijese que, a partir de su primera noche con la finlandesa, la vida de Antonio Puñales no fue un poco más feliz. Por las mañanas procuraba marchar al trabajo con la cabeza bien llena de nieve y de viento polar, para que no se le crisparan los nervios cada vez que el cetrino Marcelo Limón entraba en las pompas fúnebres con sus eternas hojas de estadísticas en la mano, despotricando de la poca gente que se muere en estos tiempos, «…si es que los hospitales están llenos de abuelos de cien años, coño, a quién se le ocurre vivir un siglo, la culpa es de los médicos, tanto cuidado paliativo y tanta gaita…». Antonio Puñales ya no pensaba tanto en el pavor que le daban los muertos mientras tallaba sus narices o dulcificaba el rictus de sus cejas, porque había decidido ahorrar todo el dinero que pudiese para viajar cuanto antes a Finlandia y conocer a Tuula, la chica verdirrubia que hablaba castellano. Cada día de trabajo era un día menos en la cuenta atrás, y a Antonio Puñales le gustaba planteárselo así, en términos positivos. Desde que Tuula apareció todo era más bello, mucho más luminoso. Le bastaba recordar fragmentos sueltos de sus largas conversaciones de madrugada para sentir que ahora su vida tenía un sentido.
    —Iré a verte.
    —Te esperaré.
    Tuula y su sonrisa boreal. Antonio Puñales pensaba en ella, en su carita de pez bondadoso y su pelo con reflejos verde manzana, de camino al trabajo en el vagón de metro, mientras calculaba el precio del billete de avión a Helsinki y del largo viaje en trineo que debería hacer después, acompañado con un guía sami, para llegar al pueblo de Tuula. Tuula con su collar de huesos de bacalao y sus jerseys blancos como la nieve. «Aquí no existe otro color, por eso me gustan los cuadros de tu bata», solía decirle ella, melosa.
Tuula, ay, el amor.
    Realmente, ninguno de los dos hubiera podido imaginar por entonces que el mismo destino que había decidido ponerlos en contacto a partir de una simple interferencia de señales televisivas, ese destino caprichoso que hasta les había hecho de traductor para que pudieran entenderse, tenía previsto separarles así, de cualquier modo, igual que puede destrozarse de una simple patada el muñeco de nieve más sonriente. Y es que ni Tuula ni Antonio Puñales contaban con lo que sucedió esa mañana de lunes, en apariencia tan triste y nublada como todas las mañanas de lunes.
    —Ésta de aquí es Dulce. A partir de ahora te ayudará con el pelo de los fiambres —le dijo Marcelo Limón al presentársela—. Así practica para cuando abra su propio negocio y de paso deja un poco presentable al personal, que falta le hace. Dile tú dónde puede dejar sus cosas, Puñales.
    Marcelo Limón salió del taller y los dejó a solas, parados frente a frente. A Antonio Puñales no le hizo ninguna gracia tener que compartir su espacio con la hija del jefe, que además seguro que era tan desagradable como él, pero supo que no le quedaba más remedio. Saludó con un frío movimiento de cabeza a Dulce Limón, que ya llevaba puesta su bata impoluta de peluquera, y le indicó con un gesto el armario en el que podía colocar el maletín de los peines y sus secadores de pelo. Dulce Limón le dio las gracias con voz de azúcar y sonrió al pasar a su lado, dejando en el aire un ligero aroma a jabón de almendras. Aquella mañana estuvo trabajando incansablemente, y Antonio Puñales se sorprendió varias veces mirándola maniobrar con sus tijeras y la plancha alisadora.     Dulce era morena, llevaba el pelo corto como una monjita y tenía cara de corazón. Trataba las cabezas de los muertos con una deferencia exquisita, como si fueran clientes vivos de su peluquería a los que deseara mimar para que volvieran. No dudaba en masajearles el cuero cabelludo con sus dedos regordetes y hasta les aplicaba mascarillas especiales para hidratar sus raíces muertas.     También les cantaba bajito, como acunándolos, al ponerles los rulos, y además olía como los ángeles. No temía a los muertos, podría decirse incluso que le gustaban, y él se sentía a salvo en el taller cuando la tenía cerca. Tal vez por esa razón, después de unos cuantos días, Antonio Puñales se descubrió reconociendo que Dulce Limón no se parecía en nada a su padre.

***

Tal y como había prometido, Tuula continuó esperando noche tras noche, a pesar de que hacía mucho tiempo que aquel español que hablaba con tanta gracia el finés ya no aparecía nunca en la pantalla del televisor. A veces reponían Centauros del desierto o La diligencia en la televisión, y las noches boreales se le hacían un poco más llevaderas. Seguía sonriendo, pero quizás algo menos que antes, porque ya no era tan feliz. Una madrugada, el reno blanco no se acercó hasta la ventana para estampar su hocico en el cristal.     Tuula jugueteó pensativa con una de las vértebras de bacalao del collar de su madre y comprendió, al fin, qué cosa es el olvido.

 

 

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