El encargo / Pablo Montoya

Cuando Cristóbal prendió el carro, flotaba en el aire el rastro de los encapuchados. Poco antes habían salido del bosque de eucaliptos aledaño a la carretera que conduce a Itagüí. Jesús estaba descubierto y fue el único que habló. Cristóbal prendió un cigarrillo y ofreció el paquete a quienes quisieran. Ninguno aceptó. El golpe del bulto en la maleta fue seco. Uno de ellos se frotó las manos con aceleración y varias veces se escupió sobre las palmas. Pesado el hijueputa, exclamó Jesús con una sonrisa portentosa de dientes. Los dos subalternos afirmaron con la cabeza.

Cristóbal tenía que llevarlo hacia el otro extremo de la ciudad. Ondular, con su chevette amarillo, por entre las subidas y bajadas que las montañas del occidente de Medellín propician. Allá en Betania, sentenció Jesús, hay espacio suficiente. Diga que va de parte nuestra y no tendrá problemas. Había pocas horas para efectuar el trabajo: sólo las que iban de la medianoche hasta el amanecer. Pero la temperatura estaba fresca y en el cielo titilaba un prodigio de estrellas.

El chevette era viejo cuando Cristóbal lo compró. Despoblado de ornamentos, pronto fue atiborrado de imágenes de Cristo, de María Auxiliadora y de frases desprendidas de los Evangelios. Ahora era un altar con estrellas fulgurantes, cruces psicodélicas y corazones sangrientos. Cristóbal se encomendaba a él todos los días con fervor. El radio se veía exhausto pero aún sonaba en las emisoras, y al poner los casetes la música tardaba un poco en emerger, coja y desafinada, del pasacintas. Una vez más, miró la misericordia de los corazones rojos, se echó la bendición, pisó el acelerador y el taxi se hundió en la oscuridad.

Fue en el paso por la iglesia de La América que Cristóbal escuchó el silbido. Un viejo compadre, tocayo suyo, le alzaba la mano desde la otra orilla de la calle. Trabaron un saludo de sorpresa porque eran muchos los años sin verse. Sucedido el abrazo, no demoraron en precipitarse las anécdotas y supieron encontrar la calidez de la antigua cotidianidad compartida. El nuevo Cristóbal invitó a un par de aguardientes en una caseta cercana. Se aparcó el taxi y la música empezó a sonar. El alcohol favoreció el hambre. Comieron morcilla y papas que acompañaron con un par de copas más. Ante la insistencia de su tocayo, Cristóbal dijo que iba para Betania. Tiene que estar uno muy desocupado para meterse ahora por esas faldas, exclamó la vendedora. Parecía la mamá de las morcillas que se extendían, brillantes y negras, en la cacerola. Cristóbal sonrió y le propuso al otro que lo acompañara.

Mientras cruzaban Belencito, las trompetas de un mariachi gritaron afónicas en el pasacintas. De inmediato, tal vez por el reconocimiento de que nuevamente transitaban calles y casas en medio de la quietud de las madrugadas, se despertó la nostalgia. Hablaron de los años pasados cuando, en Manrique, habían trabajado para una banda de narcotraficantes. Evocaron aventuras surcadas de mujeres, marihuana, cocaína y asesinatos. Rieron con las extravagancias de algunos de sus amigos ya fundidos con la muerte. ¡Qué locura, cierto!, exclamó el segundo Cristóbal. El primero lo miró cómplice y fue cuando relató su conversión. Eran pocas palabras —güevón, encontré a Dios y ahora Él me habita— para decir que su mundo se había tornado no feliz pero sí llevadero. Existían obstáculos económicos, pero el alma estaba por fin protegida de tanta incertidumbre y aceleración. La paz siempre tiene su precio, concluyeron con seguridad.

En Betania se desgajó la lluvia. Las estrellas se habían ocultado poco antes por unos resplandores que provenían del sur. Un solo limpiaparabrisas se movía con un ruido quejumbroso. Cristóbal, mientras iba desempañando con el dulce abrigo el vidrio delantero, contaba su historia. Desintegrada la banda, se largó para Urrao y allí le había sobrevenido también una suerte de conversión. Laboraba desde hacía dos años en la vigilancia privada y se turnaba en las porterías de varias unidades residenciales de El Poblado. En ésas estaba, especificando lo de los horarios de trabajo, cuando el taxi frenó de repente. Un hombre espigado y cubierto con un impermeable se aproximó. Tenía una metralleta y en el casco una linterna. La música se desvaneció y quedó suspendido en la atmósfera el vaivén desacompasado del limpiaparabrisas. Cristóbal dijo a su tocayo que esperara y se bajó.
Los dos hombres se perdieron por un momento del horizonte de la visión. Cristóbal cambió el casete y puso el de vallenatos. Tomó de la cajetilla uno de los cigarrillos. Al dar la primera bocanada se asustó por el golpe de la maleta que se cerró. Enseguida vio el rostro incómodo de su amigo. ¿Qué pasa, compadre?, dijo. Nada, respondió el otro, que tenemos que seguir para arriba. Explicó que en Betania no había espacio y que por los lados del Socorro tenía más probabilidades para que lo atendieran. Todas están llenas, maldita sea, exclamó Cristóbal mientras prendía el carro. El portero sonrió y dijo que no había problema. Aún falta para que amanezca, agregó, y subió el volumen de la música.

Subieron por una carretera llena de huecos. A esa hora de la madrugada, y a tales alturas, empezaron a sentir frío. A Cristóbal, que tenía húmedos los pies, le provocó tomarse otro aguardiente. Ahora los truenos traspasaban con ímpetu sordo las ventanillas del chevette. El tocayo hubiera dicho que no, pero ante el aguacero desatado aceptó parar. Entraron a la Salzamentaria Uribe. Adentro había varios hombres que escuchaban corridos. Todos parecían ensimismados viendo desde las mesas caer la lluvia. La historia de un guerrillero y un paramilitar, que habían sido grandes amigos y que al final de la canción se destrozaban en una cantina, parecía suceder en un universo distante. Y ustedes para dónde van, dijo uno que estaba armado. Cristóbal se acercó y, mientras se secaba la cabeza con las manos, dijo que se trataba de una diligencia. Pronunció el nombre de Jesús y se alivió la prevención. La lluvia, afuera, no amainaba. Arremetía a través de ráfagas intermitentes, como si alguien desde arriba maniobrara una inmensa arma invisible. El cielo se nos va a venir encima, dijo el viejo que atendía tras el mostrador. Los relámpagos iluminaban de vez en cuando una intemperie de arbustos y casuchas que aguantaban las sacudidas del viento y los latigazos del agua.

Hace días que estamos copados, dijo el militar. Cristóbal frunció el ceño con impaciencia. Entonces, dijo, me lo llevo para la casa o qué. El hombre levantó los hombros, se encaró con el taxista y le susurró al oído: Es problema suyo. Lléveselo si quiere y ábrale un hueco debajo de su cama. Luego regresó a su silla, apoyó la frente contra la culata de la metralleta y volvió a mirar con indolencia el rencor del aguacero. El viejo sirvió las copas. Tenía un temblor en las manos. Su voz fue pedregosa cuando comentó que por los lados de Santa Rosa de Lima no había tanta congestión. Ayer nomás alguien como usted estaba en las mismas y por allá lo desembalaron. Los dos Cristóbal se hicieron un solo hombre en los destellos de los ojos. Apresuraron los aguardientes y pagaron. Abordaron de nuevo el taxi y, después de patinar en la calle empantanada, se enrumbaron hacia el otro barrio.

La geografía era extraña y la lluvia la tornaba aún más inhóspita. Ninguno de los dos conocía las vías sin pavimentar que formaban el ventisquero de Santa Rosa de Lima. Durante un tramo largo no vieron a nadie. La música también se había difuminado. Afuera, una calma súbita mermaba los torrentes de la lluvia. Sólo caía una garúa que dejaba un vaho en los vidrios del carro. Al portero se le ocurrió lo de la pala. Pero en la maleta del taxi sólo estaba el gato. Ni siquiera tengo linterna, repuso triste el tocayo. De pronto, la calle se interrumpió. Salieron del chevette y comprobaron que más allá del rayo de luz que desplegaban las farolas había un barranco. Fumaron durante un rato y sopesaron las posibilidades que tenían. Ya no alcanzaba el tiempo para cavar una fosa así tuvieran dos palas. A Cristóbal no le sonaba la idea de dejar el encargo tirado en cualquier parte y tomar el camino a Itagüí. La risa de Jesús se le interponía a cada instante y, además, el pago aún no se había realizado.

De súbito, un disparo sonó y su eco cortó el resuello del taxista. El cuerpo de Cristóbal se derrumbó y sus ojos crecieron hasta paralizarse en un gesto impertérrito. Compadre, llamó varias veces el otro. Este último había podido protegerse detrás del taxi. El cigarrillo del taxista todavía estaba suspendido en los dedos y ardía como un brasero diminuto en medio de la llovizna. Otro bombazo se produjo y estalló una de las ventanillas del carro. Y otros más sonaron en la noche mientras Cristóbal desbocaba el taxi, como un tobogán enloquecido, calle abajo.

A lo lejos, en el oriente, surgió el amanecer. Con lentitud, el sol ponía una estela translúcida de amarillos sobre las cimas de las montañas. Cristóbal cuadró el carro en la orilla de la avenida del río y abrió la maleta. El bulto no era muy pesado. Cauteloso, lo acomodó al lado de unos arbustos. El rumor del metro, que pasaba al otro lado del río, apresuró sus pasos. Se lanzó al carro y pisó el acelerador con fuerza. Más tarde, en una calle de Itagüí, descendió. Antes de cerrar la puerta y arrojar las llaves por una alcantarilla, recordó la música y los cigarrillos. Tomó los casetes y el paquete y, con rapidez, abandonó el taxi.

 

 

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