Círculos / José María Merino

Intentando alcanzar el sueño, había imaginado unos seres extraterrestres en forma de enormes pulgas a quienes denominó cúmices. También se le ocurrió otro nombre: surus, pero no sabía a qué ser atribuírselo. ¿Cómo es un surus? ¿Antropomorfo, reptiloide, aviforme? Antes de quedarse dormido, le dio vueltas en su imaginación a las diversas posibilidades: ¿visible, invisible? ¿Orgánico, inorgánico? ¿Hecho solamente de energía?

Se quedó dormido. La medicación le hace soñar mucho, pero es raro que al despertar recuerde los sueños, salvo por el leve poso desasosegante que dejan en él, un sabor agrio, infausto. Pero en esta ocasión soñó tan claramente que parecía materia real, propia de la vigilia:

El eco de un golpe lo despertaba. Algo enorme había caído en la  explanada que hay detrás de su casa, pero en la oscuridad completa de la noche era incapaz de distinguirlo desde la ventana.

El incidente lo desasosegaba tanto que ya no pudo conseguir quedarse dormido otra vez, y cuando empezaba a amanecer se asomó de nuevo a la ventana: junto a la casa había un bulto tirado, con traza humana pero gigantesco.

Bajó, se acercó con precaución y comprobó que se trataba de un cuerpo vestido, al parecer de varón, que mediría cuatro metros de largo y que parecía desvanecido por el golpe. El tamaño del rostro producía espanto, por lo descomunal de los rasgos. Advirtió que, a su lado, había un largo y ancho mango de lo que tenía aspecto de red para cazar mariposas, a la escala del enorme cuerpo.

Su terror ante el hallazgo iba creciendo.

De repente, el gigante salió de su desvanecimiento, se sentó, se frotó los ojos y, sin advertir al parecer su presencia, se levantó, sujetando el mango de la red, echó a correr hacia el monte, y el soñador vio su gigantesco cuerpo alejarse y desaparecer súbitamente en un claro de la espesura, como si hubiese cruzado alguna abertura invisible en el espacio.

Iba recuperando poco a poco el sentido de la realidad, cuando escuchó cierta agitación de hojas y ramajes en un extremo del jardín, y al acercarse descubrió un cuerpo, que le pareció el de un gran pájaro, enredado en un rosal. Pero enseguida comprobó que no era un pájaro, sino una mariposa descomunal: tendría casi sesenta centímetros de extremo a extremo de cada ala.

Invadido por una curiosidad urgente, entró en la casa y buscó una sábana para atrapar a la mariposa, envolviéndola con la tela, y cuando lo consiguió fue con ella a la sala y la dejó libre. La mariposa se quedó posada sobre la mesita, quieta, con un suave vibrar de alas. Era una mariposa negra y naranja con lunares blancos, y desde su gran cabeza parecía contemplarlo con la misma curiosidad que él a ella.

«Un surus», se dijo, incorporando al sueño una de sus elucubraciones de la vigilia.

Pero en pocos momentos comprendió que la mariposa estaba creciendo, haciéndose cada vez más grande, y de nuevo se apoderó de él un gran temor. Abrió el ventanal, para facilitar su marcha, pero la mariposa no se iba.

Cuando la dimensión de su cuerpo era la de un gato grande, y sus alas ocupaban el centro de la sala, extendió de nuevo la sábana y, con enorme esfuerzo, logró envolverla en ella y tomó la determinación de encerrarla, aunque sacarla de la casa y bajar al piso de abajo, donde se encontraba el trastero, le resultó muy dificultoso.

Al fin, envuelto en una nube del polvillo negruzco anaranjado que habían soltado las alas del enorme insecto, con las ropas del todo teñidas por él, cerró a sus espaldas la puerta del trastero y despertó.
La experiencia soñada había sido tan intensa como si la hubiese vivido realmente, y permaneció durante un rato estupefacto, todavía con los nervios alterados por la sensación de horror ante aquella enorme mariposa que no dejaba de crecer.

Decidió olvidarse de los surus, mientras se disponía a levantarse. Sin embargo, no consiguió moverse, y comprendió que todavía estaba sujeto en las redes del sueño. A través de sus párpados entreabiertos vislumbraba la luz del cuarto de baño aclarando levemente el pasillo, pero no era capaz de abrirlos del todo, ni de mover ninguno de sus miembros, atenazado por una parálisis que había experimentado en otras ocasiones, que era la última frontera del sueño, un punto del que sólo podía despegarse mediante un esfuerzo concentrado y repentino o con la ayuda de Mónica.

En otras ocasiones había logrado llamar la atención de Mónica, dormida a su lado, farfullando con mucho trabajo su nombre: «Mónica, por favor, ayúdame a despertarme, por favor», pidió, una y otra vez.

También ahora Mónica se despertó y lo zarandeó suavemente.

—¿Pedro, te pasa algo?

—Que no me podía despertar —dijo él, con la sensación jubilosa de haber podido abandonar el círculo opresivo.

—¿Otra vez?

—Me parece que estoy despierto, pero no consigo moverme, ni abrir los ojos. Y mover los labios para hablar me cuesta un trabajo grandísimo. No te imaginas cuánta angustia se siente.

—Pobre Pedro —musitó ella con voz soñolienta, antes de volver el cuerpo para el otro lado y quedarse dormida de nuevo.
           
Él se levantó, se hizo un zumo de naranja para tomarse sus pastillas y salió de la casa.

En el amanecer había un frescor grato, y la luz lechosa difuminaba el pequeño jardín con un aire también de sueño. Contempló el resplandor del sol naciente sobre las hierbas y las rocas, el firme volumen de los ramajes, que la falta de total claridad hacía más corpulentos, la disposición perfecta de las plantas con sus flores.

Sentía el olor de la mañana estival, oía el jolgorio de los pájaros, y los trances quirúrgicos de la intervención que lo esperaba dentro de pocos días se hacían más acuciosos, más seguros, emborronaban con una sombra añadida el claroscuro del amanecer, hacían arrugarse las imágenes como algo ya reseco y perdido.

Se echó en una de las dos tumbonas, cerró los ojos, se quedó dormido inadvertidamente hasta que lo despertó la voz de Mónica:

—¿Pero te has quedado dormido?

Él se levantó sin decir nada, la siguió, entraron en la casa, comió pausadamente las tostadas, bebió a pequeños sorbos el café. Cuando Mónica hubo terminado también su desayuno, le pidió la llave del trastero.

—¿Es que está cerrado con llave? —preguntó él.

—Pues sí. Y debe de haberse quedado encerrado alguno de los gatos, porque no te imaginas el barullo que hay allí dentro.
           
Bajó apresuradamente. El suelo, en el pequeño vestíbulo en el que se abría la puerta del trastero, estaba cubierto de polvillo negruzco anaranjado, y dentro del cuarto se oía un alboroto, un eco de aleteos, de trastos caídos, de cristales rotos.

Subió otra vez con prisa y entró en la cocina. Mónica, que estaba guardando en el lavaplatos la vajilla del desayuno, se volvió al sentirlo entrar.

—¿Se había quedado dentro algún gato? ¿Han hecho destrozos?

—Mónica, por favor, despiértame. Por favor.

—Pero Pedro, no me mires así, estás despierto, estamos despiertos.

—Por favor, Mónica —reclamó él de nuevo con terror, sintiendo que esta vez estaba a punto de no conseguir despertar.

 

 

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