Pavura / Antonio Ortuño

 ¿Que sean otros los que esperen? Jamás.
Cierro el turno a la hora precisa, confiero el control del escáner corporal a mi relevo, lo dejo entregado al tecleo de las claves kilométricas que debe ingresar al sistema para comprobar su identidad. Hay, siempre, una suerte de aprensión, de duda, al cederle la consola, el escáner, la silla. Mientras me marcho y él toma en su poder los registros, la línea de seguridad que atendemos en el aeropuerto se cierra al tránsito de pasajeros. No es por ese lapso de titubeo (previsto) que temo. No. Lo que me atenaza es el miedo a ceder mi parcela de observación; a dejar de ser, al menos por unas horas, el encargado de tutelar la puerta del país.
Mi esposa, si la desazón me hace despertar en mitad de la noche, recuerda que hay cientos, miles de líneas de seguridad iguales a la mía en decenas de aeropuertos, sin contar con que mi propia trinchera depende de tres guardas diferentes (cada turno se prolonga por ocho horas) y que los fines de semana se hace cargo de las instalaciones una empresa de seguridad distinta, con sus propios turnos y métodos, incomprensibles para mí. Me enfada que vea las cosas de ese modo tan simplón, la poseo furiosamente cada vez que me lo recuerda. Ella parece comprenderlo. No es imposible que lo propicie, incluso.
    ¿Que sean otros los que esperen la llegada? No.
    Cierro mi turno a la hora precisa y entrego el control del escáner corporal a mi relevo. Se detendrá admirando las formas de ciertas mujeres o, arrastrado por una curiosidad temblorosa, de ciertos hombres; descubrirá quién se ha injertado metales o inyectado silicones en la carne; podrá comprobar el desastroso efecto de la inspección de seguridad sobre la lozanía de los miembros masculinos. Me irrita la poca solemnidad con que pulsa en la máquina principal las claves que probarán su identidad. Mientras me retiro, el muy negligente saluda a grandes voces a los guardas de las líneas vecinas, que no son sus compañeros, pues cada línea reemplaza a su controlador cada ocho horas, pero en términos no coincidentes (la mano derecha debe vigilar a la izquierda).     Experimento un malestar indefinido, perpetuo sin embargo: un zumbido de cabeza. Nunca he descubierto, entre los equipajes y seres que cruzan por el alcance visual de mi aparato, nada más sospechoso que un reloj despertador o el vibrador eléctrico de una pareja. Aún así temo. Alguien, en algún momento, una mañana impávida o hastiada noche, penetrará el cerco, nos destruirá. Mi mujer recuerda que hace años que ningún aeroplano es desviado o tomado por malandrines, que es más la gente que se mata, sucede a diario, en las carreteras, y nadie refuerza los controles por ello. Toma las cosas de un modo tan cínico que cierro los ojos, la poseo ferozmente. Ella ríe.
    ¿Que otros esperen a que el rostro señalado, pérfido, del mal, los contemple? Nunca. Soy yo quien debe encararlo.
    Me he acostumbrado a esperar a que mi relevo entre en funciones, al final de mi turno. Lo acompaño durante la primera hora de labor. Lo he orillado a teclear con diligencia y apuro sus claves de identidad, lo he convencido de omitir las cortesías y chanzas para con los colegas, de desmenuzar con el escáner corporal las carnes y entrañas de todo lo que se deslice a través de nuestra línea de seguridad aérea. Imagino que el niño de brazos que portean dos padres risueños puede haber sido atiborrado de algún líquido corrosivo y pernicioso que envenene la atmósfera; concibo posible que la matrona de cabellos nevados transporte un supositorio nuclear metido en el ano; doy por sentado que el turista de ojos sulfurados y pantalones cortos es, apenas, la caracterización de un despiadado cualquiera, uno que espera la señal de un colega, igualmente camuflado, para actuar, para poner en marcha una maniobra de horror incontestable. Antes de que el supervisor alcance nuestra posición y sospeche de mis intenciones (es del todo anómalo permanecer en el puesto más allá de la hora establecida), me retiro. Para justificar el retraso, digo a mi mujer que he decidido caminar a casa para fortalecer tendones y músculos, alistar los reflejos. Ella me invita a comprobárselo en la cama, la prestancia la intoxica. Es, a veces, una aduana más formidable que la que custodio.
    No puede, no debe ser que otros resistan lo que me corresponde a mí.
    Me ha dado por presentarme a trabajar una hora antes de lo necesario, contagio mi angustia inquisidora a quien sea que me anteceda en la línea. Aconsejo segundas revisiones de bolsos y bolsillos; asesoro ángulos insólitos en que las cámaras deban ser inclinadas para obtener distintos panoramas de lo que se escaquea a la mirada; atesoro la ambición de que sea mi línea la de más lento avance entre todos los controles de seguridad del aeropuerto y del país: la que represente un obstáculo insalvable, la que cualquiera que desee contrabandear armas o explosivos sepa que debería evitarse a cualquier costo. Porque, una vez que ese prestigio se asiente de modo incuestionable, los peores miserables del planeta querrán buscarme, darán por pensar que eludirme garantizará el éxito de sus planes. Me provoca tal entusiasmo la idea de que mi línea sea una carnada para los mayores bagres del río que he perdido la claridad mental: no sé ya si el chico que me releva es el mismo de siempre. Lo miro cetrino, hosco, amenazador.     Permanezco a su lado las primeras dos horas de su turno y convenzo a los supervisores que me cercan de que tan sólo espero a que mi mujer venga a buscarme. Me creen, entienden que soy un profesional, un patriota. A mi esposa, en cambio, no hay modo de persuadirla de que la tardanza es normal. Teme a tal grado que le esté siendo infiel que debo revolcarme con ella cada noche y mostrarle que no he prodigado mis energías en las entrañas de otra.
    No: que no sean otros los que esperen.
    Los supervisores han terminado por entender mi lealtad, me han habilitado como instructor de los custodios novatos. Cumplo ahora un turno de ocho horas, extendido una antes y otra después, y los fines de semana acudo a las instalaciones de la empresa, a un par de kilómetros de casa, para charlar con los reclutas e indicarles las mejores tácticas para enfrentar lo inminente. No es infrecuente que, apenas logro agotar a mi mujer por las noches, me dedique a preparar materiales visuales o escritos que puedan resultar útiles para novicios. También he concebido y presentado, para gran júbilo de la empresa, un sistema añadido de seguridad que nos permitirá saber de antemano si alguno de los voluntarios que solicitan empleo es, en realidad, un infame que pretenda infiltrarnos.     Espero lo peor: he conseguido que mi empresa comparta mi postura. Dejo mi rutina diaria, adopto la de un planeador de horrores.     Analizamos los antecedentes raciales, religiosos, familiares, morales, intelectuales y físicos de los solicitantes. Les aplicamos cuestionarios-trampa y pruebas simuladas, les ofrecemos espacios de queja (falsos solicitantes comprensivos los invitan a hablar mal de la empresa o el gobierno) para conocer los resortes de su voluntad. Los obligamos a confesar, lágrimas y vómito por medio, sus pobres secretos y nos apoderamos de ellos: aquel fue incapaz de cursar estudios superiores; aquella otra ha abortado los descuidos de todo un equipo de hockey. De tanto pisarlos y comprimirlos, conseguimos que se conviertan en sabuesos irritados, que olfateen cada culo que pase frente a sus morros como si, necesariamente, ocultara entre sus circunvoluciones el Apocalipsis. Por las noches, mientras me arrellano con mi mujer y nos tocamos, fantaseamos con los experimentos que puedan sugerírseles a los novatos para aplicarles a los pasajeros que lleguen a sus líneas de seguridad. Noches abrasadoras, ésas.
    En otoño, la empresa me comisiona para asistir a una convención nacional de guardas de aeropuerto. Mi salario ha mejorado, puedo comprar un traje azul y una corbata de origen vagamente italiano en el supermercado. Dedico las cinco noches de víspera a afilar una ponencia que deje en claro hacia dónde es necesario que camine nuestra profesión, en dónde habremos de golpear si es que vamos a defender hasta el final las atalayas que nos han sido delegadas. Mi mujer me acompaña a la capital (dormitamos once horas en un autobús) y permanece todo el día en la habitación del hotel, en espera de mi regreso. Soy el penúltimo comisionado que toma la palabra en la clausura. Bramo de manera encendida: estamos hartos y tememos que los colegas que han ocupado provisionalmente nuestros puestos no hayan estado a la altura de la responsabilidad. Resaltan en las ojeras, en ranuras que se marcan en frentes y comisuras el temor de que nuestra reunión (que ha sido comentada por un par de diarios y un show televisivo) propiciara que nuestros repugnantes enemigos acudieran en tropel ante nuestras puertas inermes.
    Subo tanto la voz que no sé si he resultado comprensible, pero veo que mis gritos han despertado la simpatía de los asistentes, que mis propuestas y consejos descienden sobre sus cabezas como un maná precioso. Siembro claridades y cosecho ovaciones. Decenas, cientos de colegas conmovidos me palmotean la espalda y me arrastran al bar del hotel. Hago doscientos brindis. Uno de los más exaltados, funcionario de una empresa multimillonaria (fue oficial en el ejército y sabe lo que hace) me parece digno de acompañarme a mi habitación. El amanecer se acerca. Hermano, me dice golpeándome una y otra vez el hombro, hermano, vamos a levantar esta patria, hermano, hermano. Mi esposa no ha dormido un minuto. Su pecho da un brinco cuando enciendo la luz y descubre que tenemos visitas. Se ha bebido la mitad del minibar, me revela, pronto estamos los tres cómodamente juntos en la alfombra.
    No sólo pasamos la mejor noche de nuestra vida desde la Universidad, sino que el colega, el hermano, me ofrece empleo. Dice, y pide que lo llamemos el capitán, que es raro toparse con una pareja tan genuinamente patriota como nosotros. Dice además que mi claridad para concebir y ejecutar la seguridad aeroportuaria del país debe ser mejor pagada y considerada de lo que ha sido por mi vieja empresa. No un mero guarda de aeropuerto: ahora seré el consejero y supervisor de todos, me promete.
    Recorro el país, muestro a contratistas y capacitadores mis flamantes hallazgos en cuanto a obstaculización del tránsito, exploración, voluntaria o no, de pasajeros, mesmerismo y dominio psicológico del agresor. Mi esposa me acompaña en mis expediciones, en un principio, pero pronto decidimos que debe permanecer en casa (hemos comprado una propiedad rural con alberca y caballos) para atender las necesidades, cada día más volcánicas, del capitán. He encontrado un cierto consuelo para la soledad del éxodo en la buena calidad de los aparatos electrónicos que me acompañan: agendas animadas, teléfonos coloridos, reproductores de películas y canciones.
    Que no sean otros los que esperen.
    Disfruto, sí, de las líneas de seguridad en cada aeropuerto que visito; gozo cuando soy detenido y maltratado, cuando soy orillado a desnudarme, a despojarme de zapatos y calzoncillos frente a los compañeros de fila, cuando mis documentos personales no son tomados por verdaderos, cuando se me escolta a un cuarto cerrado y se me empuja y escupe. Procuro dejarme encima anillos, cadenas, hebillas, todo lo que sea metálico y haga saltar las alarmas. He conseguido un arma y la oculto entre calcetines o camisetas para ver si la descubren. Me distraigo, a veces, seleccionando qué líquidos prohibidos, qué objetos punzocortantes deberé portar en el equipaje para ser más seguramente detenido. Insulto y empujo al negligente que me franquea el paso sin reparar en el peligro que represento. Y aunque bastaría con identificarme y mostrar la credencial que me acredita como asesor en seguridad para que todos los controles se abrieran a mi paso, prefiero demorarme y perfeccionar su inspección.
    Temo, debo confesarlo, volver a casa y encontrar a mi mujer ocupada con el capitán. Temo a los apetitos desmesurados de mi amigo. Por eso recorro el mapa entero, hago saltar los controles de seguridad, recuerdo a todos que el enemigo, el mal, la demencia infinita está ahí, afuera, y pretende colarse a nuestras entrañas. Si dormimos durante la guardia, si parpadeamos siquiera, entrará a nuestra casa. Y se instalará entre nosotros el miedo y no volveremos a dormir. Jamás.
    Espérenlo, esperen siempre la llegada del miedo. Que no sean otros los que esperen.

 

 

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