Asteriscos / Luis Miguel Aguilar

DE UNA MANERA CURIOSA el poeta latino Ausonio, para decir que el más viejo de su casa había muerto en sus noventas sin «envejecerlo» al dar los años con exactitud, dijo que su padre había cumplido 23 Olimpíadas. Quien esto escribe podría exponerlo así, jugando con el apócrifo de Borges Julio Platero Haedo en «Límites»:

    Este verano cumpliré 14 Olimpíadas.
    La muerte me desgasta, incesante.

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CLARO QUE MI EDAD OLÍMPICA empieza a contar en Melbourne 1956, el año en que nací, pero, en efecto, aparte del incesante desgaste de la muerte (y si no es que se cansa de desgastarme, incesante, y simplemente me cesa), en Pekín 2008 tendré 14 Olimpíadas de edad. Ahora: no con menor curiosidad, si las Olimpíadas sirven para hacer cuentas de vejez sin mencionarla, los únicos Juegos Olímpicos memorables son los que transcurrieron cuando uno tenía a lo mucho 4, 5 o 6 Olimpíadas de edad.

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NO ES QUE UNO HAYA DEJADO de «seguir los sucesos olímpicos en la era moderna»; es que sólo en la infancia y en la juventud temprana uno es de veras receptivo a «las justas olímpicas». Habrá nuevos récords y atle-tas mejores; nada como los atletas y los récords de entonces.

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EN MI CASO, nadie correrá los 200 metros femeninos como la pantera Wyomia Tyus; nadie saltará 8.90 metros como Bob Beamont; nadie saltará sobre la barra del salto de altura lanzándose de espaldas como Dick Fosbury —y fue el primero que alguna vez lo hizo. Todo esto en el cuarenta veces remoto México 68.

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OTRA COSA OCURRE con los cuerpos y récords del «atletismo literario». Recuerdo algunos accidentes en la pista donde, por ejemplo, una corredora sudafricana pisó a una corredora norteamericana y la dejó, llorosa, fuera de la competencia. Recuerdo caídas y derrotas tragicómicas en las carreras de relevos. Recuerdo asuntos penosos como el marchista mexicano El Sargento Pedraza vomitando en la pista a su llegada de la caminata de 50 kilómetros. Pero nada más memorable, al respecto, que lo ocurrido en los juegos «paraolímpicos», los juegos en honor a Patroclo, en el libro 23 de la Ilíada, donde el anti-fair-play de la diosa Atenea para proteger a Odiseo, que va rezagado en un competencia de pista, hace que Áyax se resbale en caca de buey, pierda la carrera y acabe con la boñiga hasta en la boca.

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SIEMPRE ME IMAGINÉ cuerpos formidables cada vez que en el atletismo literario se mencionaban esos nombres y esas competencias; en parte, lo reconozco, porque pensaba en Hollywood, en las películas «de romanos» (incluso las de «romanos» italianas, bodrios como Hércules, Sansón, Maciste), aunque fueran de héroes griegos. Un atleta que vendría después, al que también le gustaban las de romanos —perdón, a quien le gustaba la Ilíada—, Alejandro Magno, era dado también a la emulación de las hazañas en campo, pista, lucha, box, etcétera. Siempre lo imaginé con un cuerpo de gran decatlonista. En realidad era un peso mosca. Recuerdo mi desconcierto al saberlo: cuando Alejandro Magno se sentó en el trono del rey Darío luego de conquistar a los persas, las patitas le colgaban al aire.
 

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(NO SÉ CUÁNTO MEDÍAN ni Walt Whitman ni sus pectorales, pero claro que se inventó su personaje deportivo, como un Alejandro Magno en «nuestra imaginación», cuando dice en Song of Myself  —en traducción de alguien ya mencionado, Jorge Luis Borges—:

    Soy el maestro de atletas,
    Quien pecho a pecho prueba la mayor anchura del suyo,
    Prueba que el mío es ancho…

Aw, come on, Walt: que sea menos. Aunque, claro, para un optimista de domingo en la mañana como él, quizá sí se «tomaba a pecho» lo de su capacidad atlética. Quizá Whitman nos habría aceptado más decirle que su personaje poético exageraba un poco al decir «que contenía multitudes» y menos que su pecho no estaba para mediciones atléticas).

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NUNCA VI CORRER descalzo por las calles de Tokio al gran maratonista etíope Abebe Bikila, pero sí en un documental o quizá en una escena que, sin documental mediante, yo mismo me planté en la memoria. En las Olimpíadas de México 68 Abebe Bikila participó, pero le ganó otro etíope más joven y con otro nombre menos mágico pero, lo mismo, de extraña fonía: Mamo Wolde. Yo vi pasar a Wolde —y olí pasar a Wolde: despedía a su paso un tufo «memorable»— por la calle Sonora de la Ciudad de México hacia la avenida Insurgentes, para enfilarse por ahí rumbo al oro y rumbo al Estadio Olímpico México 68 de Ciudad Universitaria. Sin embargo, es más nítido mi no-recuerdo de Abebe Bikila, cuyo nombre asociaba también con Akela, el de Kipling, por esas eufonías de la infancia: Abebe Akela Bikilia, el lobo corredor que va con paso firme y paciente pero sobre todo descalzo a su destino.
 

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UNA MADRUGADA, sin embargo, volví a convertirme en un niño de 12 años. Un insomnio me llevó a prender la tele a las 3:30 de la mañana y de pronto capté el momento: la pesista mexicana Soraya Jiménez había asegurado ya una medalla de bronce. Soraya se puso al pecho, con un gran logro, no de los músculos de las extremidades superiores, sino de las rodillas, no sé cuántos kilos que sobrepasaban por mucho su propio peso. Luego se elevó sobre esas mismas rodillas para mantener la pesa sobre el pecho. Y luego lo más difícil, el envión: levantar las pesas desde el pecho hasta las alturas y sostener ahí los brazos durante cinco segundos, con todo el peso, ya no de las pesas, sino del mundo sobre ella. Medalla de oro para México. Creo que se me botaron algunas lágrimas atribuibles al madrugón insomne o al hecho de que en fin, don Fernando Soler, los viejos (entonces tenía yo 12 Olimpíadas, Sidney 2000) somos así.

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HOY LAS GIMNASTAS son niñas tensas, musculosos cuerpos púberes para librar mejor las barras, caer mejor luego de pegar la marometa sobre el caballo con arzones, cometer menos errores newtonianos en la barra de equilibrio y plantarse sin sobresalto, firmes, al salir en vuelo de las barras paralelas.
Yo tenía, joven adulto, 6 Olimpíadas de edad (Montreal 1976) cuando empezó todo aquello. Se llamaba Nadia Comaneci, la «princesita triste», la núbil de 15 años que representaba a Rumania y ganó muchísimas medallas de oro. Años después supimos que uno de los hijos del dictador Ceauçescu la «procuraba» sexualmente. Esa Nadia posterior se exilió en Estados Unidos. Era, ante las cámaras, una mujer ya con jeans y chamarra de cuero y labios pintados de rojo; había algo de grotesco e injusto en cómo la memoria sobajaba a esta Nadia, con un cuerpo indefinible como de juventud malograda que pasa de modo abrupto y pinchón a la vida adulta de quien fue el cuerpecito macizo y la niña de los dieces en gimnasia.

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CON NADIA, pero antes de Nadia, la gimnasia fue por supuesto el coto de las atletas salidas del «bloque comunista», las atletas «detrás de la cortina de hierro». En México 68, de nuevo, fui testigo de cómo la favorita de todos, la «novia de México» más allá de o junto con Angélica María, empezó siendo la gimnasta rusa de 21 años de edad Natasha Kuchinskaya (una princesa «muy mayor» comparada con Nadia). Pero la Kuchinskaya pasó a ser sólo la Rocío Dúrcal de entonces para dejarle su lugar de «novia de México» a la ganadora última: una gran gimnasta checa de nombre Vera Caslavska, creo que de 29 años o de 7 Olimpíadas y pico de edad. Hubo otro ingrediente: los jueces le dieron a «La Vera» una victoria «política» puesto que la URSS, el país de la más hermosa y grácil Kuchinskaya, había intervenido Checoeslovaquia en ese año. El hecho es que la gente empezó a hablar entonces de la «gimnasia como ballet», como gran arte más allá de la tensión y la base física del cuerpo, y de Vera Caslavska como de la Prima Ballerina de la gimnasia. Lo pienso bien, y me sorprende: hoy sería imposible que en materia de alta competencia en gimnasia olímpica aquellos brazos de carne no muy firme y aquellos muslos celulíticos de la Caslavska hicieran nada, qué digo contra las Kuchinskayas de hoy: contra las breves chinas de 3 Olimpíadas y pico de edad que este verano del 2008 arrasarán con las medallas en su cancha, Pekín.

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DITTO: recuerdo que grandes nadadores como John Nelson de Tokio 64 (no lo vi) y México 68, y sobre todo Mark Spitz en Múnich 72, tenían, pese a su gran fuerza como nadadores, cuerpos, digamos, «normales». Hoy, bestias como Ian Thorpe desplazan —si de nuevo el nadador Borges me permite la hipálage— agua poderosa en las albercas olímpicas como el monstruo marino al que Perseo le hundió varias veces la espada curva para salvar a Andrómeda.
 

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CONSTE QUE con el asterisco previo de ningún modo me propuse tomar parte de la queja previsible que da en decir: «Esto ya no es deporte, qué deshumanización de la competencia, puros cuerpos de laboratorio, etcétera». Al contrario: ¿no convendría que se valiera de todo en materia de potencia para los cuerpos atléticos? Que no hubiera exámenes anti-doping y se permitieran el uso ad libitum del laboratorio y el recurso del bosque químico en busca de cuerpos más «heroicos» y capaces de mayor brutalidad en el desempeño deportivo. Ya sin las pequeñas o grandes hipocresías de hoy. Los «cuerpos en juego» podrían recurrir a los «ólicos» y los «oides» sin escondites ni escándalos posteriores. Porque, a fin de cuentas, Bertolt Brecht tenía razón: después de cierto nivel, todo deporte deja de ser sano.

 

 

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