Desde el teatro de la memoria / Elisa Corona Aguilar

Conocí a Erick Vázquez en el Encuentro de Ensayistas Jóvenes 2008, en Mérida, Yucatán. El evento tuvo como sede el Teatro Mérida y su desconcertante pero llamativa arquitectura art déco a unos cuantos pasos del parque central. No lo sabía entonces, pero dicho teatro había sido abierto en 1949 como cine, y en su inauguración se proyectó Locura de amor, con Sarita Montiel; cincuenta y un años después, al reabrirse luego de estar descuidado algún tiempo por la crisis de los años setenta, se exhibió
la misma película, además de presentarse la obra de teatro Molière por ella misma, de Françoise Thieron, la cual tuve la suerte de ver algunos años antes en un pequeño teatro en Cuernavaca. Tanto la obra como la película coinciden en el tema de la locura, del amor desenfrenado, de las pasiones de dos personajes históricos respectivamente —Juana la Loca y Molière—, y me pareció un gesto inconfundible de romanticismo exacerbado que dicho teatro, en sus estrenos, estuviera ligado a esas obras.
    El Encuentro de Ensayistas en el Teatro Mérida fue para mí la oportunidad de reencontrarme con algunos amigos y de hacer otros nuevos. Recuerdo muy vagamente las participaciones de Erick Vázquez durante el Encuentro, pero lo que sí recuerdo con claridad cinematográfica es un brevísimo espacio-tiempo que nos permitió la casualidad: en el brindis de clausura, en el vestíbulo, uno de los organizadores nos invitó a entrar secretamente al interior del teatro, aún en remodelación. Siempre me ha gustado el espacio alto y silencioso de un teatro vacío, el rojo oscuro de las cortinas y las alfombras, y esa sensación de privilegio que da estar anacrónicamente donde en otro momento sucederá la ficción: un teatro sin actores en el escenario ni público en los asientos es una de mis metáforas favoritas de la intimidad. Recuerdo que subimos a una de las escaleras laterales y desde ahí observábamos el espacio en luz tenue, los palcos vacíos, unos cuantos trabajadores que movían tablas de madera en el escenario: recuerdo el instante exacto en que Vázquez giró la cabeza para mirar hacia arriba, hacia los palcos y el techo, con una sonrisa maravillada, y esa sensación de complicidad, esa intuición de compartir un presente que ya se volvía recuerdo en el silencio amplio del teatro, siendo poco más que extraños. No sabía entonces la fascinación de este ensayista por la arquitectura, ni los gustos afines por Sterne y Virginia Woolf, ni la claridad con que distingue el romanticismo muchas veces oculto detrás de la apatía de la modernidad, ni su obsesión por desenmarañar el entramado poco explorado de las sensaciones cotidianas, ni sus reflexiones sobre la amistad y la memoria que ahora me suenan tan atinadas al recordar esos minutos que compartimos dentro del teatro: «Es cierto que la amistad se va construyendo, pero tiene algo de inmediato. Cuando uno se encuentra con alguien por circunstancias azarosas, se estrechan las manos, se intercambian los nombres y algunas palabras, puede parecer en el instante la cosa menos significativa, la expectativa inexistente, pero el destino sarcástico presencia con el programa de nuestros personajes doblado y firme en su mano».
    En Xalapa, hace apenas unos meses, recordé mucho más su participación: algunas frases entrecortadas, pensamientos que trataban de abarcar atropelladamente los temas del encuentro, anécdotas que comparaban siempre la experiencia intelectual con la experiencia meramente física; supuse que no le gustaba hablar en público y que su train of thoughts, inseparable de su incontenible emotividad, no encontraba distinción entre el gusto por un nuevo libro y el gusto por las manzanas o las flores. «La facultad del gusto es una vía indiscutible de la diferencia, la vía no filosófica de la identidad», escribe Vázquez.
    Qué es la intimidad, se pregunta este escritor en La naturaleza de la memoria, qué es el dolor. Y responde a veces sobre los territorios de la arquitectura, de la botánica, de la historia, sin más distinción que aquélla de la relación fluida y casi onírica de los pensamientos y sus mágicas relaciones: en una anécdota habla de una amiga que intentó salvar un árbol de ser talado y, después de su fracaso, se llevó las ramas a su casa; entonces Vázquez reacciona a esto con una intuición: «Los árboles son injustamente antropomorfos, siempre vemos ahí una pierna doblada y un brazo, una cabellera desaliñada. El árbol está ligado a la genealogía». Se pregunta también por qué ahora es cursi hablar de amor, por qué temer el dolor que éste conlleva, por qué la técnica tiene que ver con el dominio, la decoración con el sonido. Vázquez es capaz de encontrar el sentido oculto entre un cuarto que se resquebraja por la humedad y una manera de entender la muerte; habla igual del muro de Berlín que de las cartas de amor entre uno y otro lado del muro, de las cruzadas y del papel de la mujer en la Edad Media lo mismo que del arte contemporáneo y su aversión por sus orígenes románticos. Su lucidez para entender el presente aventura: «Donde antes era impropio hablar de sexo, ahora es inmoral hablar de amor; ser inmoral es hip, pero ser romántico, dramático, apasionado, hacer una escena es uncool». Y sobre esa gran pregunta que es su libro, se responde con aguda observación: «La pesadez de nuestros sentidos es la embajadora de la persistencia de la memoria, parece que vemos más con los ojos del recuerdo que con el órgano perceptivo, de otra manera no se explica la sorpresa del crecimiento, que un niño se vuelva hombre a pesar de la mirada vigilante de la madre, que el rostro envejezca de un instante a otro a pesar de una continuada confirmación en el espejo». Una reflexión recurrente se convierte en hilo conductor de su libro: «El arte de la memoria se concibió sobre los escombros de una casa en ruinas». Y recuerdo el Teatro Mérida, reconstruyéndose ante nuestros ojos, la memoria de estar presentes y ausentes a la vez, en un espacio que sabía a prohibido, a estar detrás de la escena, donde se ven los hilos, donde se escucha el susurro del apuntador, donde se manejan las luces que iluminan a los actores: ese asiento secreto que está reservado para el que observa, para el testigo, para el escritor.     Y es éste el lugar con el que identifico la escritura de Erick Vázquez, tan esclarecedora, tan profunda en su observación, tan penetrante en su juicio y que no por su intelectualidad abandona la emotividad que conlleva tratar de explicar la naturaleza de la memoria. El libro de Vázquez es, sin duda, una de las más gratas sorpresas literarias que he tenido en mucho tiempo, sorpresa porque, como pocos escritores jóvenes, Vázquez transita entre la narrativa epistolar, el ensayo y, sí, me atrevo a decirlo, la poesía. La razón apasionada, la emotividad intelectual, la complejidad de una ensayística que igual nos lleva por las fiestas de principio de año, las casas y las cocinas de unos cuantos amigos, que por los episodios de entrañables libros de Virginia Woolf, de Edith Warthon, todo en un afán por explicarse las preguntas que todos nos hacemos secreta o abiertamente: ¿qué es el amor?, ¿qué es la intimidad?, ¿qué es la memoria? Erick Vázquez es de esos raros ensayistas que se despojan de toda reglamentación y encuentran así una profunda claridad en su escritura, un orden secreto en su técnica que, de tan natural, parece no deberse a la práctica y al perfeccionamiento sino al talento innato, y en su inconsciente modestia escribe: «Son preguntas bobas para ti, que puedes vivir así sin responder, pero para mí es una manera, el ensayo, de preguntarme cosas aunque nunca las podré revelar de una vez; es una técnica, es decir, una manera de vivir sabiéndose mortal».
    «El arte de la memoria», escribe Vázquez en otro párrafo, «estuvo ligado, por lo menos hasta Shakespeare, con el arte del teatro, con la disposición del escenario y el desarrollo de los parlamentos». Y cuando leo esta afirmación me alegro de que mi recuerdo de este joven autor esté ligado para siempre a un teatro de un romanticismo innegable, a su arquitectura en restauración y sus intimidades secretas, al misterio de la memoria, todo en un recuerdo que —no lo sabía entonces— adquiriría muchos sentidos más un año después, cuando leyera su libro con profunda admiración.

 

* La naturaleza de la memoria, de Erick Vázquez. Fondo Editorial Tierra Adentro, México, 2009

 

 

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