Corazón de pollo / Mario Bellatin

Hace algunos años murió cierto integrante de mi familia. Algunos sospecharon que se trató de un suicidio y otros que su muerte se debió a las ínfimas condiciones materiales en las que se desarrollaba su vida. Era una persona que no realizó nada concreto a lo largo de su existencia. Nunca se casó, no tuvo un trabajo estable ni pareció interesado en ningún aspecto del desarrollo humano. No se sabe tampoco de la existencia de hijos o de una historia de amor que lo hubiera podido salvar de su propia opacidad. Emprendió, de vez en cuando, algunos pequeños negocios. Recuerdo que vendía a domicilio plumas y accesorios de bolígrafos Parker. En otra época, perfumes que llegaban de contrabando al puerto de la ciudad. Cierta vez, y así es como mejor lo recuerdo, instaló una suerte de granja de pollos en una zona marginal. Yo estaba encantado. Mi fascinación por los animales me llevó a admirar unas jaulas repletas de aves de plumas blancas. Recuerdo un experimento que mi tío realizó cierta tarde utilizando una serie de polluelos acabados de nacer. A uno de ellos le amarró una cinta roja en la pata. Luego lo dejó suelto entre la multitud. Bastaron pocos minutos para que los demás acabaran con él a punta de picotazos. Mi tío pareció sonreír. Ahora comprendo que quizá trataba de darme una lección. Yo visitaba su granja algunos fines de semana. Me llevaba mi padre. Debíamos utilizar el transporte suburbano y bajarnos frente a un cerro tomado por infinidad de casas humildes que se ubicaban en calles ascendentes. La granja quedaba casi en la cumbre. Junto a una gigantesca cruz de madera que seguramente había sido colocada allí para bendecir la vida en los alrededores. A la hora del atardecer era frecuente que los dos, mi padre y mi tío, comenzaran a embriagarse. Cuando se hacía de noche me cobijaba en uno de los galpones, y oía desde allí sus confesiones, llantos e improperios. A veces se apasionaban hablando de ciertas mujeres extranjeras que, afirmaban, los vendrían a salvar. Creo que lo que más le agradezco a mi tío es que siempre guardaba para mí algunos de los corazones de los pollos sacrificados. Me los enviaba a la ciudad. Me encantaba sentir en la boca sus texturas. Hacía que los hirvieran y me los iba comiendo uno tras otro. Era también la manera que tenía para recrear, desde mi casa, lo que sucedería en ese instante en la granja. Veía a mi tío solo, rodeado únicamente por sus aves de corral. Oyendo el sonido abstracto y eterno que producían en sus jaulas. Yo sabía que esos animales estaban destinados a la muerte. El negocio no duró mucho tiempo más. Parece que una plaga diezmó de un momento a otro a la población. Mi tío, pese a estar prohibido por las leyes sanitarias, intentó rematar en el mercado de la comunidad algunos ejemplares sobrevivientes. Luego de aquella empresa ya casi no lo volvimos a ver. Lo último que supe de su persona lo oí durante una conversación en que se decía que mi tío dedicaba las tardes de los domingos a contemplar los paseos de las empleadas del servicio doméstico. El resto del tiempo era habitual que se encontrara dentro de alguna cantina, pagando las cuentas con el dinero de sus hermanas, quienes habían tomado la decisión de sobrellevar como una carga la vida de mi tío. Pese a su afición por esos locales, no se le consideraba un alcohólico. Parece que en esas cantinas pasaba buena parte del tiempo mirando fijamente alguna pared. Según sabía, por las historias que me contaban desde la infancia, la madre de mi tío había sido abandonada cuando sus hijos eran aún pequeños. Ella había logrado sacarlos adelante instalando un local ambulante de comida para los trabajadores del puerto. Dispuso dos grandes tablones que servían de mesa y al lado acondicionó una estufa. Las hijas eran quienes atendían a los comensales. Los hijos armaban y desarmaban cada día aquel improvisado local. Con el tiempo, la madre de mi tío se casó con un inmigrante judío. Y años después, uno de sus hijos, ya en la juventud, se arrojó desde un acantilado al mar cuando supo que la tuberculosis que padecía iba a entrar en una fase crítica. Recuerdo la última vez que vi a mi tío, ya instalado, luego del desastre en la granja, nuevamente en la casa familiar. Un terremoto había asolado parte de la ciudad, y mi tío y el resto de su familia habitaban esa casa situada al lado de una iglesia muy antigua que quedó reducida a escombros. Desde una saliente, situada en la parte trasera del segundo piso, era posible apreciar los daños. En efecto, la cúpula estaba partida en dos y las paredes que permanecían en pie mostraban unas rasgaduras impresionantes. Se discutía la necesidad de abandonar de inmediato aquella casa. Pero no tenían adónde ir. Tuvieron que acostumbrarse a vivir con el peligro constante de que los muros vecinos arrasaran en cualquier momento a la familia completa. Pasó un año después del terremoto cuando encontraron a mi tío muerto. Nadie habló del suicidio como una versión oficial. Esa información se expandió como un secreto. Recuerdo que a la madre le ocultaron incluso la muerte de su hijo. Dijeron que había viajado a otro país con el fin de encontrar a una mujer decente. Esa versión, que me impresionó mucho, pues imaginaba a la madre embelesada con la dicha de su hijo, me hizo pensar en las razones que tendrían mi padre y su primo para clamar, durante sus sesiones de embriaguez en la granja, por ciertas mujeres extranjeras.
    Precisamente este relato, quizá uno de los más neutros que haya redactado, tiene una importancia fundamental para entender no sólo
mi escritura sino a mí como persona. Este tío, que se perdió en un universo que parecía incapaz de contener, es uno de los miembros de mi familia que se desplazan en una suerte de no conciencia de lo que realmente sucede a su alrededor. Digo que nunca antes me había atrevido a redactar algo como esto, tan carente de imaginación, precisamente por la presencia forzada que se otorga a lo imaginativo en la creación. Pretendo dejarla atrás, despojarme de ella, para darle paso a una escritura que logre llegar a límites que antes no me tenía permitidos. Para crear un texto que en apariencia no respete ninguna regla. Comparando este relato, el del tío que gustaba de observar a las sirvientas en sus paseos dominicales, con los que he ido publicando anteriormente, encuentro ciertos puntos discordantes y coincidentes. De los tiempos del comienzo de mi escritura recuerdo especialmente una imagen, la primera de todas, que me llevó a escribir el libro Salón de belleza. Representaba a unos peces atrapados en un acuario, suspendidos en un espacio artificial que poco tenía que ver con el entorno donde la pecera se encontraba colocada. En las noches que siguieron a la contemplación de aquella imagen, comencé a despertar presa de ataques de claustrofobia. Permanecía varias horas seguidas, especialmente las previas al amanecer, pensando con terror en el riesgo constante que tenemos todos de quedar encerrados sin posibilidad de salida. Pienso que tal vez la inmensa cruz de madera, instalada en la cima del cerro donde estaba ubicada la granja de pollos, debe de haber producido en mi tío una sensación de angustia similar. Creo que alguna vez le refirió a mi padre que saber de su existencia a tan sólo unos metros de la granja le causaba cierto desasosiego. Sobre todo en las madrugadas, cuando sentía, desde el lugar donde dormía, que algunos fieles acudían a rezar. Aquella cruz dominaba la granja y la infinidad de casas levantadas en medio de la polvareda. Nunca escuché a nadie hablar de la relación que podía existir entre esa cruz y la iglesia que tiempo después se desplomó como consecuencia de un terremoto. Yo sí sé que ambos acontecimientos guardaban relación. La misma que podía tener la imagen de los peces atrapados en la pecera, que me persiguió durante mucho tiempo, con la decisión que tomé de niño de hacer un libro de perros. Estoy seguro de que en el momento mismo en que tomé esa decisión se instaló la culpa dentro de mi escritura. Sé que mi tío debía de sentirse hasta cierto punto culpable del derrumbe de la cúpula de la iglesia vecina. Recuerdo la estupefacción de mi familia cuando me vieron tratando de escribir el libro de perros, seguramente porque advertían que buscaba plantear un ejercicio ajeno a la normalidad de las cosas, entre otras, por ejemplo, las tareas escolares. Surgió también la sospecha de la aparición de un testigo constante de la esencia familiar. Cuando advirtieron que el proyecto avanzaba —conseguí una vieja máquina de escribir, cintas entintadas y algunas hojas de papel— se opusieron abiertamente a que continuara con una idea semejante. Era evidente que no querían tener a nadie con una supuesta imaginación despierta entre los suyos. Supongo que mi familia sospechaba que no iba a estar en condiciones de mantener su normalidad bajo el peligro de una mirada semejante. En ese momento seguramente preveían la presencia en mí del halo del tío que instaló la incipiente granja de pollos. En el imaginario familiar estoy seguro de que ambos personajes, mi tío y yo, estábamos iluminados por la misma luz mortecina. Para evitar mi empeño, la familia comenzó a llevar a la práctica burlas solapadas que se fueron transformando, muchas veces, en verdaderas sesiones de oprobio. Al menos así lo tomaba yo en aquel entonces. Sin embargo, el libro sobre perros logró superar el rechazo. A las pocas semanas quedó listo un ejemplar de historias caninas, ilustrado por mí mismo. Había recortado para tal fin una serie de fotos y dibujos de algunos diarios y revistas. Mi abuela preservó el único ejemplar en su ropero. Nunca lo volví a ver. Cuando ella murió, la vergüenza me impidió solicitarlo. La misma vergüenza que hizo imposible que averiguara, en ese tiempo, si el placer que me producía el sonido que surgía de las teclas de mi máquina se trataba de una sensación válida. Era posible que fuera un gusto semejante al que seguramente experimentaba mi tío mientras visitaba las oficinas del centro para ofrecer sus plumas Parker o sus perfumes de contrabando. O si podía, si tenía el derecho de abstraerme con el olor de la tinta sobre el papel, o de tomar como algo fundamental la lucha que de cuando en cuando establecía contra la cinta bicolor de la máquina de escribir. En ciertas ocasiones me descubrí utilizando mi máquina de escribir para copiar páginas enteras del directorio telefónico o fragmentos de los libros de mis escritores preferidos. Este ejercicio de transcripción de textos de otros autores reapareció tiempo después, en la ciudad de La Habana, donde por razones de escasez mi máquina cumplía con una suerte de servicio público. Era la única disponible en varias cuadras a la redonda. Eso hacía inapropiado negarla cuando llegaba el pedido de quien tenía la necesidad de redactar alguna petición al Comité Central, de pasar en limpio los cuentos que debían ser enviados con urgencia a algún concurso, o de completar la solicitud del permiso necesario para abandonar el país. Fue entonces cuando utilicé una especie de sistema para, de alguna manera, exorcizar a mi máquina de la cantidad de energías que pasaban sobre ella. Igual que durante los primeros tiempos de escritura, comencé a copiar fragmentos enteros de algunos de mis autores preferidos hasta que consideraba que las teclas recobraban la neutralidad necesaria para seguir escribiendo. Que la dejaban en igualdad de condiciones a la máquina de escribir con la que redacté el libro de perros. Haber podido escribir acerca de mi tío hace que comience a dudar de algunas creencias. Que tenga poca confianza, por ejemplo, en quienes declaran tener como meta convertirse en escritores. En quienes se preparan —muchas veces con verdaderos sacrificios— para hacerse de determinado imaginario y de una serie de estratagemas. No puedo concebirme urdiendo tramas, esbozando finales o construyendo perfiles de personajes desde un espacio ajeno a mí mismo. Existe un pudor natural que me impide hacer libros como si estuviese consciente de que los estoy haciendo, y que me imposibilita pensar que lo que se narra pueda ser importante para alguien. No creo tener muchas dudas acerca de que el misterio que acompaña mi vida se encuentra en el punto de origen de mi escritura. Pero de ninguna manera creo que ésta se haya construido desde la imaginación. Sólo ahora, después de tantos años de búsquedas e indagaciones, sé que ese misterio seguirá siendo inaccesible hasta el día de mi muerte. Nunca sabré cuáles pueden haber sido los motivos por los que desde mi infancia he estado empeñado en permanecer sentado durante varias horas seguidas frente a una máquina de escribir. Dispuesto a que esta letanía de escritura sea capaz de, además del gozo o disgusto que me causa apreciar el surgimiento de las letras, construir realidades paralelas a las cotidianas. En algún tiempo supuse que se perfilaba en mí un auténtico mecanógrafo. Un mecanógrafo que se vio impedido de serlo por la aparición constante de la imaginación. Por ese elemento que no me dejó desde un inicio formar parte de aquellos que realizan de manera mecánica sus actividades diarias. Algo parecido a lo que posiblemente le sucedió a la madre de mi tío, a quien el inmigrante judío no le permitió que continuara con su negocio ambulante de comida. La presencia de este tipo de imaginación fue lo que me dificultó también el descubrimiento de ciertos pliegues de la realidad que se desarrollaba a mi alrededor. El saber que la instalación de una granja de pollos o describir un camino escarpado que tiene una cruz en la cima forma parte de lo que realmente siempre quise escribir. No creo que la imaginación tenga ningún sentido si se la ejerce de manera particular, como si de un coto cerrado se tratase. Me parece que se trata, por el contrario, de un bien común, siempre presente, y basta una mirada determinada para descubrirla. De no ser así, jamás hubiera podido capturar en un texto a mi tío, el criador de pollos. Tampoco a su hermano que sufría de tuberculosis —a quien no conocí—, que decidió arrojarse desde un acantilado antes de verse obligado a ingresar a un hospital. Sin embargo, no estoy dispuesto a utilizar ningún elemento imaginativo para llegar a saber quiénes pudieron ser las mujeres extranjeras que tanto añoraban mi padre y mi tío durante los estados de embriaguez en los que acostumbraban sumergirse al atardecer, ni tampoco para desentrañar la incógnita de la prueba de amarrar una cinta roja a la pata de un polluelo para apreciar cómo el resto lo iba destruyendo a picotazos. Quizá quiero guiarme ahora por otro tipo de imaginación. Una parecida a la que despertaba en mí saborear los corazones hervidos de pollo, o tal vez a la dulce remembranza que ante el engaño familiar seguramente experimentó la madre de mi tío, quien después del suicidio imaginaba a su hijo muerto viviendo satisfecho en otro país al lado de una mujer decente.

 

 

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