Algo quizá más triste / Agustín Monsreal

a Beatriz Espejo

Decir viernes es recomenzar. Saber que es viernes lo introduce en la incertidumbre de un laberinto que es idéntico y diferente cada vez, que es otro y es el mismo, como era entonces, como será siempre. Daniela, Daniela. Qué infernalmente amarrado se encuentra todavía a ella. Daniela, insiste su pensamiento con una ternura rencorosa. La sola voluntad no alcanza para el olvido. Agazapado bajo las cobijas, con el pecho apisonado de nostalgia, recibe en la cara el húmedo frescor mañanero que entra a sus anchas por la ventana abierta.
    ¿Por qué Daniela?, lo acomete la pregunta monótona, dolosa, persistente. Si a él le gustaban las mujeres de muslos triunfales, condescendientes, confortables. ¿Por qué Daniela? Si entristecía sólo el mirarla, si su cuerpo era una calamidad inasible, el emblema de una perturbación, de un saqueo, de una devastación; si se encontraban tan vivas, si eran tan contundentes las llagas que la consumían. Recelosa, insegura, y un tanto difusa, un poco insustancial, no encajaba en ninguna de sus prioridades de intimidad. Entonces, ¿por qué? Lástima y curiosidad, en un principio, y asimismo desconcierto, impertinencia, y el desafío de escudriñar en el misterio, en el secreto. (Daniela llorando desolada, llorándose incontenible). Más tarde… No, amor nunca fue. No podía haber sido. Más bien un requerimiento oscuro, una turbia fascinación, una especie de adicción por el abismo. Y el pobre orgullo, la precaria dignidad de haber sido el primer hombre en su vida, y el último.
    ¿De qué color eran tus ojos, Daniela?
    Un timbre de teléfono interrumpe la naciente evocación. Un timbre intolerante que ha empezado a sonar, lejano, apenas audible, semejante a un eco dando tumbos en el recuerdo, a un toque de alerta, un vaticinio. Qué terrible soledad marcada por el naufragio eran los ojos de Daniela. Qué desierto infinito su corazón.
    Faltan quince minutos para las diez de la mañana. Está despierto desde antes de las nueve; pero no quiere levantarse; no espera a nadie ni tiene ningún pendiente; mejor quedarse así, quieto, boca arriba, mirando las vigas del techo, que son doce; mirando la lámpara triangular, el delgado cordón del que pende; mirando la ventana abierta, la puerta gris, Daniela; el retrato sumiso de Daniela en una de las paredes; Daniela que le desbarató tan concluyentemente la serenidad del sueño.
    «La felicidad es otra cosa», solía resabiar ella cuando él, luego de un momento supremo, confiaba en haberla hecho feliz.
    «¿Qué otra cosa?».
    Y ella callaba, obstinada, contemplando, como si no le perteneciera, su propia desnudez. Se encerraba elusivamente en un silencio desgarrador, apretujado de pena, un silencio hundido en el fondo, astilla de mil filos que le despedazaba las entrañas.
    Una mosca —la de aquella noche, la de todos los viernes, quizá— aterriza sobre la colcha, y se pasea en círculos a la altura de sus rodillas; él flexiona una pierna, la quita de ahí; ella, testaruda, vuelve a posarse; hace entonces un movimiento brusco y la minúscula mancha se aleja rumbo a la ventana, se detiene, gira, se desvía como si tuviese prisa por salir pero no pudiera abandonar la habitación, como impedida por una tremenda atadura; duda, regresa, se oculta detrás de la cómoda. Él aguarda a que aparezca de nuevo. Percibe un incipiente hormigueo en las manos, debido acaso a la mala circulación, o a la rigidez de su postura y la ya larga inmovilidad. Para evitar que el escozor avance, abre y cierra las manos con empeño, cruza los brazos sobre el pecho; sus brazos delgados sobre su pecho angosto, plano, lampiño. Concentra su atención y cuenta las vigas del techo: una dos tres, con el ojo izquierdo; cuatro cinco seis, con el derecho; siete ocho nueve, otra vez con el izquierdo; diez once doce, el derecho. Esto resulta un alivio para sufragar el tiempo, a veces; otras, la ansiedad no cede.
    Allá a lo lejos el teléfono continúa sonando. ¿Quién llamará? ¿Quién llamará a quién? ¿Desde dónde? ¿Para decirle qué? Súbitamente enmudece y el callamiento se transforma en profunda oquedad. La mosca suena, merodea, sin asomarse. ¿De qué color eran tus ojos, Daniela? ¿Por qué lo observa desde el retrato con ese semblante de ajenidad, de ausencia? Sus ojos, gotas de niebla.
    «Cuéntame», la exhorta arrebujado entre las sábanas, resbalando sin cautela en los pormenores del recuerdo, «cuéntamelo todo», como si le hablara a una persona a su lado, a Daniela.
    Casi acababan de conocerse; estaban en un café y ella sonrió, tensa, irónica:
    «¿Qué quieres que te cuente? ¿Mi pasado?», la expresión descompuesta, airada, amarga. «¿Quieres hurgar en ese tiradero de basura que es mi pasado?».
    «Tu vida», legitimó él. «Quiero que me cuentes tu vida».
    «Mi libertad», la voz enronquecida, el gesto desafiante, «eso es lo que importa, no mi vida».
    Qué ganas de que la semana fuese de una sola pieza, que fuese sólo un cálido viernes por la mañana, suave, redondo, infinitamente prolongado. Qué ganas de que se inmovilice el tiempo y no llegue la noche, de que no suceda ese terrible impulso desesperado, el fugaz trastorno de la angustia enmarañada, la humillación del odio.
    ¿Por qué la invitó a pasar esa noche con él? ¿Por qué, si lo mortificaba aquella delgadez tan rigurosa y ensombrecida? No obstante, la hizo su mujer. Y supo, no sin estupor, y no sin satisfacción, no sin una furtiva vanidad, que era el primer hombre que se abría camino en ella. Y ella, con una indolencia voluntariosa y altanera, como resentida, como mancillada por la afrenta de la roturación, le confió los motivos por los cuales había permanecido intacta. Su historia, veraz o imaginaria, significaba el augurio de un mal fin. Durante los inocentes años, en el estrecho mundo de mujeres solas que fue la casa de su infancia, le inculcaron un sólido desprecio a la miserable condición masculina; más tarde, en el internado de monjas, aprendió a desmenuzar, guiada por sinuosas exploraciones de manos y labios, los enigmas de su propia piel, las partes sensibles de su carne, las aladas superficies del deseo; cuando abandonó el colegio, su vientre aún sin madurar, su pureza original anulada, persistió en el placer de las pasiones equívocas, las humedades estériles que desembocaron en cansancio y tedio, en sufrimiento, en sordidez. Renunció entonces, con una melancolía huraña, a seguir deslizándose por la pendiente y buscó deshacer los vestigios del pasado, mas al pasado, convertido en verdugo implacable, le dio por hostigarla, infelizarla. Para huir, para resguardarse del acoso, se fugó a una soledad absoluta; luego, a modo de expiación, de sacrificio, se propuso una cercanía distinta que la auxiliara en su lucha contra los estigmas del ayer. El azar la condujo a él. A él le molestó esa confidencia, pero no permitió que lo atormentara. Quiso creer en Daniela, más allá de la ambigua cicatriz que enturbiaba su intimidad. Y construyó la breve esperanza de que podría rescatarla, salvarla de la decepción y el hastío.
    Una semana después trajo sus cosas para quedarse con él. «¿Me aceptas?», pidió con aspecto y entusiasmo de chiquilla. Y él, desprevenido, la guardia baja, no supo decir no, aunque no necesitaba compañía de planta, aunque acceder era renunciar a la tranquilidad de estar solo, de hacer lo que se le diera la gana, no rendir cuentas de sus actos, no depender de nadie ni cargarle la mochila a nadie, nada de muletas, cada quien que se responsabilice de lo suyo, que abreve de su propia fuente, que se cuide las espaldas solo. Él, partidario de la autonomía personal —era parte de su naturaleza—, nunca había admitido el compromiso de compartir de manera permanente su cama y ahora, sin proponérselo —él no eligió, no decidió; fue un simple instrumento—, estaba invadido, enganchado. No le hizo ningún caso a su intuición ni a sus convicciones, no se atrevió a objetar nada, ni a poner límites, y el simulacro de relación resultó un salvoconducto al infierno. Los días a partir de ese dislocado día se hicieron ásperos, turbulentos, siniestros. Daniela, opaca, no intentaba la menor iniciativa encaminada a resolver la situación, ni procuraba ocuparse en algo, para distraerse siquiera, para disiparle sus nubarrones al infortunio. Tapiada de sensatez, saturada de desvaríos, se encontraba allí, impuesta, evidencia de una autoridad irreductible, irrenunciable. Se comportaba con él como si él fuese el culpable de todo cuanto le había ocurrido en la vida, y como si quisiera vengarse en él de la vieja afrenta, exprimir contra él la pus acumulada del oprobio. Los arrebatos que la abatían, la aprensión ruin, constante, las punzantes añoranzas, los espasmos de ferocidad, reflejaban el numeroso trastorno de su conciencia. De improviso se desajustaba de la realidad y saltaba de la fiereza a la resignación, y se quedaba ahí, como si observara un abismo a sus pies, en un letargo que podía durar muchas horas, irremediablemente desamparada. Y él se sentía torpe, cansado, foráneo. Se arrastraba aturdido en las fricciones, las discusiones frecuentes, los pleitos cada vez más alarmantes, más convulsionados de virulencia. Y trataba de conciliar, lastimeramente dividido entre la complicidad y la pena: «Lo que pasó ya no tiene remedio, sucedió y no puedes cambiarlo. No sigas lastimándote con eso, ya olvídalo, perdónate, ya déjate estar en paz». Se convirtió al cabo en un agobio, en un tumor imposible de desarraigar. Una intrusa que lo atemorizaba y le regaba el aliento por los suelos. ¿Cuándo podría reanudar su rutina, la trivialidad de lo cotidiano?
    Zumbando, la mosca resurge ahora de su escondite y comienza a ejecutar una danza muy leve, unos giros tan suaves que dan la impresión de caricias en el aire. De pronto desciende, vertiginosa, y él se incorpora a medias para no perderla de vista. La ha perdido, sin embargo. Desapareció. En su nueva postura puede ver claramente las cruces blancas con que señaló en el suelo los puntos donde crujen las duelas, para no pisarlos, porque el rechinido, irritante, lo saca de quicio. Daniela lo mira desde su esquiva lejanía. Es incomprensible que no recuerde el color de sus ojos, que recuerde nada más su cuerpo insulso, vulnerable, que parecía a punto de quebrarse.
    La mosca continúa escondida en algún paraje cerca de la cama, la oye pero no logra verla. Cada centímetro del cuarto es su territorio, cada rincón, cada escondrijo. Rastreándola, se inclina un poco más y, al hacerlo, ve reflejado su rostro en el espejo de la cómoda. Sí, ése es su rostro, forma parte de él, sólo que no es él. ¿Qué es él, en efecto? ¿Quién? ¿Por qué Daniela lo mira tan tenazmente? «Vivo aterrada, sin poder dormir, sin querer dormir, porque si me aproximo a la frontera del sueño, aparecen ellos, los enviados de Dios, y ahora hasta en la vigilia se presentan, en todas partes, en cualquier instante, basta que deje caer los párpados un segundo, basta un simple pestañeo para que surjan, para que me acosen sus miradas sucias, sus manos sucias, sus lenguas sucias». La cara descompuesta por la aridez de la desolación, convulsa, frustrada, víctima del encono, las visiones nocturnas. «Necesito ser libre, comprende, sentir libremente, encontrarme conmigo misma, saber quién soy en verdad, y para lograrlo es preciso carecer de pasado, olvidarlo todo y volver a nacer, renacer limpia de memoria, y de fantasmas, de perseguidores», de los despiadados depredadores de Dios dispuestos a castigarla y martirizarla, y sin que hubiera tenido la culpa, porque ella qué culpa tuvo, a ella la engañaron, le mintieron, le llenaron la cabeza de horror, le baldaron el cuerpo, convirtieron sus emociones en un brutal campo de batalla, la inhabilitaron por completo para la indulgencia, y para la compasión, para el perdón. «Libre del terror de soñar con esas presencias, libre de la aversión de enfrentar ahí en el sueño esas alucinaciones que no me dejan vivir en calma, que no me dejan vivir, simplemente. A eso es a lo que le llamo libertad, en esa libertad me afano, la libertad única de ser yo, sin pasado, sin Dios trepado en mí, aplastándome, ¿entiendes? Tiene que haber una salida, y tengo que encontrarla. Cuando la encuentre me encontraré, seré libre, y tal vez podré acercarme también a la felicidad». Esas regiones ocultas a las que él no tenía acceso, esas zonas vedadas que le negaban cualquier posibilidad de establecer un vínculo auténtico, más allá del mutuo vasallaje.
    Un amanecer dijo que detestaba aquel departamento, que le parecía asfixiante. Empacó sus cosas y se fue. Pero entonces se entercó en hablarle por teléfono a todas horas para declarar que estaba arrepentida, tú eres mi único consuelo, mi refugio, te necesito tanto, me siento mal, estoy enferma, para pedirle su protección, su amor, tan desvalida, y se le presentaba intempestivamente, hecha una furia maldiciendo porque hacía calor, o viento, o porque llovía. Pasaba la tarde o la noche con él, irritable, fría, hostil, o se quedaba todo el fin de semana, aunque sin hablar, derrumbada en el sofá o sentada junto a la mesa de la cocina, afiebrada, nerviosa, casi animal, y de pronto se ponía fuera de cualquier alcance, en un plano diferente, daba la impresión de que desaparecía, borraba tanto su presencia, se abismaba, se volvía invisible del puro no estar, se confinaba, se aislaba en un tiempo y un espacio exclusivos de ella, apartada de él, escindida de cuanto existía a su alrededor. Luego, de golpe, se levantaba y se iba, y él respiraba a sus anchas, un rato, porque en veinte o treinta minutos empezaba a repiquetear el teléfono y la voz estallaba patética, suplicante, perdóname, ayúdame, los gemidos, los llantos, tienes que ayudarme, para eso te busqué, los reclamos, por eso te permití que me hicieras tu mujer, para que la rescatara, no podía vivir sin él, sálvame, no me sueltes de tu mano, así que regresaba, dócil, dispuesta a modificar su conducta, le solicitaba, le rogaba, le imploraba, le ofrecía te juro que voy a cambiar, ya no tendrás motivos de queja, sólo quiéreme, se iluminaba, se volvía encantadora, seductora, acéptame, soy tuya y no quiero más que ser tuya, complacerte, reía con facilidad, con alegre desenfado, todo va a ser maravilloso, déjame demostrarte que sí puedo hacerte feliz, y prometía plenitudes, hacía planes, ¿habló de casarse, de tener una verdadera noche de bodas?, él estaba distraído, agotado, insomne, ¿de alquilar un departamento más amplio, de viajar alrededor del mundo?, y muy poco después se replegaba y, sin transición, transcurría del tibio sol a la tormenta y lo insultaba, lo maldecía, se negaba a que la tocara, se acostaba vestida y se amortajaba entre las sábanas, ponía almohadas entre los dos, y él aprendió a aborrecerla desde el fondo de su alma. Y un día se le abultaron de llamas los ánimos y le exigió que se largara de una vez por todas, para siempre, ya no la soportaba, no quería perder la razón ni tampoco volver a verla jamás. Ella, desconcertada, sacudida por el asombro, pareció romperse en sus adentros y se puso a temblar, a pujar, a llorar incontrolablemente, y él ablandó su furor, está bien, ya, no pasa nada, atrapado en la telaraña, abrazándola, acariciándola, besándola, hasta que la tranquilizó. Pero se sintió peor que nunca. La escena, acertijo sin descifrar, preludio del desastre, se repitió en múltiples ocasiones, cada vez más insoportable, más violenta, más llena de rencor.
    ¿Por qué no logra acordarse del color de sus ojos? ¿Por qué invariablemente termina en este frenesí, en esta total incertidumbre la imposibilidad de recordar?
    Ahí está la mosca parada casi frente a él; ahora se ve más grande, y más negra; sus alas más luminosas y transparentes. Tiene la aguda sensación de que lo observa, sarcástica, agresiva. Después de un rato de quietud absoluta, se vuelve y comienza a caminar en sentido inverso. Al pasar por uno de los círculos blancos dibujados en la duela, él cree percibir un crujido leve. Es probable que sólo sea su imaginación. No necesita, no debe alterarse. Mejor deja de seguirla y se acuesta de nuevo boca arriba, entrecierra los párpados y repasa las vigas del techo, son doce, la lámpara triangular, el cordón, la ventana de cristales manchados que se abre a un vacío de seis pisos, la puerta atrancada; boca arriba en espera de que el teléfono, a lo lejos, en su memoria, en esa especie de ebriedad implacable que es su memoria, empiece a insistir, infame, atroz, torvamente (alguien que llama a alguien para decirle me urge hablar contigo, espérame, en seguida voy, no vayas a salir).
    Una mosca es inofensiva, a fin de cuentas, y quizá lo que él debería de hacer es atreverse a dejar la cama, darse un regaderazo de agua caliente, vestirse, salir a la calle, irse sin prestarle atención a esa mirada de Daniela en la que se advierte una mezcla de fracaso, de miedo, «y al mismo tiempo la libertad es aterradora porque es lo total desconocido, es la nada, y le tengo pavor, la deseo y la rehúyo, la anhelo y la detesto», y cuando retorne, ella habrá recuperado el ímpetu por vivir, o se habrá ido para no volver (porque él codicia ahora también su propia libertad, liberarse de ella, de su imagen metida a la fuerza en su corazón, en su mente, porque ya no sentía si no era por ella, para ella, porque ella se introdujo a quemarropa en su destino y el sufrimiento pasó a ser parte de él), y las cosas recobrarán su forma de antes, cuando todavía era posible recordar el color de sus ojos, cuando todavía era viernes por la mañana y no había llegado la noche y con la noche el hundimiento, el derrumbe, la ruina, el silencio, ese silencio insólito que sigue a la fatalidad, a la catástrofe, cuando él aún no se había levantado con la garganta amacizada de cólera, harto del zumbido, del trastorno inaguantable de esos gritos zumbando por la habitación, botando en las paredes, escarbándole los oídos, lijándole las vísceras, cuando aún no había perdido los estribos ni había abierto violentamente la ventana para que saliera la mosca, para dejarla volar, para arrastrarla, empujarla, arrojarla con todas sus fuerzas al vacío de su ansiada, su inmunda, su estúpida libertad, cuando aquel ruido sórdido de la caída contra el pavimento intempestivamente apagó la voz de Dios, cuando la voz de Dios calló irremediablemente, para siempre.
    Suelta un quejido y se tapa la cara con las manos. Permanece así hasta que oye el sonido de la cerradura y en seguida la voz cariñosa y juguetona:
    —Hoy es día de visita, y hace una mañana espléndida. Vamos, arriba. Tiene que bañarse y afeitarse para estar muy presentable. La señora Daniela tiene que verlo muy guapo, eh, y muy alegre.

 

 

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