Café Habana / José Landa

Comensales ingieren, sorbo a sorbo, la mañana.
Qué delicia el paladar del aire que apenas se cuela
    en la cafetería
cuando alguien irrumpe en su interior.

Los muchachos, los viejos, discuten un lenguaje de avispas.
Desde la trituradora exhala el café un vaho amargo,
dispuesto a ayuntar con el azúcar su soledad complementaria.

¿Quién dice que es imposible mezclar el silencio
con la vocinglería de la calle?
Cuando alguien abre la puerta, mete su lengua el ruido exterior.
Pero a nadie le importa lo que peatones,
o automóviles, mediten en su ambular ensimismado.

En su mesa dos hombres peinan canas al tiempo,
en tanto una tercia de muchachos como naipes, ríen
    cuando uno de ellos las compara con sirenas.
Al rato, entablan un diálogo de espejos.
De pronto, un muchacho atraviesa desde el fondo
hasta la puerta de la cafetería,
ondula su cabellera larga —cascada que entona himnos al día
en un invierno donde el frío es apenas una nostalgia.

 

 

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