Eneas / Alidia Arreola

Preparatoria  13

Temeroso estaba al volver a una página en blanco. De pronto surgieron las ideas, múltiples ideas llenando la mente con variados temas: hablar del universo sería muy extenso; hablar de política, leyes y reformas… en eso nadie se pone de acuerdo; hablar acerca del amor, involucrando emociones, recuerdos, sueños…
            Sentado ahí, observando todo aquello que me rodeaba, me hice la pregunta: ¿qué se sentirá ser un árbol?: sin sentimientos, sólo creciendo para dar vida al lugar, para tener una hoja de papel donde escribir, para llenarse tanto de hongos que dé lástima y tengan que podarlo.
            –¡Ya sé! –se dijo Eneas–, me convertiré en un árbol. Un árbol cuyas raíces estén fijas en el suelo, cuyas ramas y hojas se mezan libres al ritmo del viento. Los pájaros pasarían muchas horas posados sobre mí, algunos harían sus nidos.
            De repente, Eneas no pudo moverse, sentía que estaba pegado al suelo, no sabía qué hacer, vio todo más pequeño y sintió los pájaros sobre sí. Estaba confundido; ¿acaso soñó que era un humano o simplemente nunca se dio cuenta de que era un árbol?
            Un día, sintió que el brillo de una mirada y de una risa destacaba entre todos los niños de su alrededor. Ella pasó a su lado como quien pasa junto a un semáforo. Se llamaba Alda, tenía diez años y pelo oscuro; la mirada, como un destello verde, y una sonrisa tenue y dulce.
            Eneas ignoraba que los árboles no deben enamorarse de las niñas. ¿Sabe alguien de quién debe enamorarse? Él no lo sabía, así que se enamoró de la niña de mirada verde y de sonrisa dulce. Todos los días Alda visitaba a Eneas en el patio de la escuela, ella lo sentía como un amigo, así que le contaba su día en la escuela y siempre terminaba cantándole una canción.
            –Alda tiene la voz más hermosa –susurraba el árbol, con un suspiro que le ahogaba el pensamiento.
            Eneas estaba enamorado, pero no sabía cómo declararle su amor. En presencia de la niña se sentía torpe, no sabía qué hacer con las ramas para ser más hermoso, ni cómo agitar sus hojas al viento para resultar más atractivo. Por eso, un ahogo de emoción y tristeza le conmovía hasta las raíces. A partir de aquel momento, Eneas consagró toda su vida a la que amaba. Le dedicaba cada nueva hoja y todo el aroma de sus flores. Pero Alda no sabía entender las palabras del árbol ni aquellos suspiros perfumados.
            Cuando todos se sentaban a la sombra, el arbolito enamorado inclinaba su tronco para que la espalda de la niña reposara más cómoda.
            –¡Ash! ¡Alda siempre escoge el mejor sitio! –protestaban todos.
            –¡El que sabe, sabe! –reía Alda.
            Mientras tanto, el árbol soñaba que ella cogía una de sus ramas y juntos echaban a andar por los caminos, por las montañas y por los valles, hasta llegar al mar. Caminaban despacio porque el árbol tropezaba y se caía cada vez que se le enredaban las raíces en los arbustos y las piedras. En eso despertó y se dijo:
            –¡Pero Alda no puede comprender mis palabras, menos aún puede interpretar mis sueños!
            Todo estaba claro, Eneas estaba enamorado de Alda. De pronto, descubrió la forma de declararle su amor: ¡el verde de sus hojas se hizo radiante!
            Como siempre, Alda fue la primera en llegar y, como siempre, colgó su chamarra en una rama. Contuvo la respiración de todas sus hojas, luego, en aquel brote, moldeó la flor más hermosa de toda la primavera.
            Cuando terminó el recreo, Alda descolgó su chamarra de un tirón y sin querer rompió la ramita en la que estaba la flor.
            La niña miró la flor con gesto de sorpresa. El árbol palideció, avergonzado al sentir sobre sus hojas la mirada sorprendida de la niña. Alda contempló de nuevo la flor. Luego volteó su cabeza hacia uno de los niños que estaba tras de ella. Bajó la mirada y exclamó sonriente:
            –Gracias, Juan. Ha sido un detalle muy bonito.
             –¿Juan?  –se extrañó Eneas–. ¡Yo no me llamo Juan!
            Juan no desaprovechó la oportunidad y le tomó la mano a Alda, y enlazados se fueron al salón.
            –¡Soy un imbécil! –protestaba Eneas una y otra vez. Y después de un día de suspiros se le llenaron sus hojas de lágrimas, unas lágrimas amargas, por eso cuando los rayos del sol secaban el rocío de su llanto, una capa de sal apagaba el brillo de sus hojas.
            Alda y Juan se sentaban todos los días en Eneas. Hablaban, reían y se miraban a los ojos. Aquel mismo día, Juan grabó con una navajita en el tronco del árbol: “Juan y Alda”.
            –¡Qué vergüenza! –protestaba el árbol–. Juan-Alda… Juanalda… ¡Suena a pastillas para la tos!
           
El comienzo del otoño trajo silencio y soledad al patio del colegio. Ahogado por aquella herida grabada en el tronco, el árbol sintió que ya no servía para nada y comenzó a cantar:
            –Si los delfines mueren de amores…
            Un día de aquéllos volvieron a inaugurar el colegio, los niños y las niñas trepaban hasta las ramas de Eneas. El árbol se contagiaba de la felicidad de los niños y hacía resplandecer sus hojas y flores.
            Aquel año nombraron nuevo director, quien estableció nuevas normas y severos castigos para quienes no las cumplieran. El director mandó traer armazones metálicos para que los niños treparan a ellos y también ordenó que colgaran un letrero que decía: “Se prohíbe trepar al árbol”. Así que Eneas contemplaba a los niños y las niñas que jugaban entre aquellos armazones como pájaros enjaulados.
            Cada vez que el árbol se sentía triste, una hoja caía de sus ramas como una lágrima. Tantas hojas perdió que, al comenzar las vacaciones de verano, ya no tenía ninguna.
            Sin la protección de sus hojas, aquellos días calurosos eran terribles, pero la calma y el frescor de la noche despertaban su pensamiento y sus sueños.
            En las noches de luna llena jugaba con su sombra a imaginar historias, historias de dragones y guerreros, historias de ríos negros donde se bañaban las princesas y unicornios blancos, historias terroríficas en las que la sombra de sus ramas se extendía por las calles como los inmensos tentáculos de un pulpo para atrapar a todo aquel que caminaba distraído.
            Pero estas últimas historias le espantaban el sueño, así que trataba de encontrarlo contando ovejas, contando niños y niñas que caminaban en filas dentro del salón.
            Y cada vez que soplaba el viento, Eneas movía sus ramas para ensayar nuevos sonidos y nuevas canciones.
            El primer día de clase llegaron los profesores y profesoras, los niños acompañados de sus padres o abuelos, los mayores cargados con mochilas llenas de libros. Todos se le quedaron viendo porque no tenía hojas, no acababan de creer lo que veían.
            –¡¿Qué pasó contigo, árbol?! –gritó uno de los niños.
            –¡Qué triste! –suspiraban los demás.
            –¿Qué vamos a hacer ahora con él? –se preguntaban los padres.
            –Pues… ¡muy sencillo! –dijo el director–: ¡¡cortarlo!!
            De pronto se levantó una oleada de protestas contra la decisión del director. Aquel árbol siempre había estado allí. Los abuelos y los padres conocían a ese árbol desde su infancia, la experiencia de trepar por su tronco, de contemplar el mundo desde sus ramas.
            –¡No permitiremos que lo corten! –gritaban los padres.
            Cuando se presentaron los leñadores que iban a talarlo ni siquiera se pudieron acercar. Los niños y niñas, los padres, las madres y los abuelos, unidos de la mano, formaban un círculo alrededor del árbol. Algunos llevaban pancartas y las gritaban:
            –¡Salvemos nuestro árbol!
            –¡Que nadie corte nuestros recuerdos!
            Cada vez que el árbol oía la palabra cortar, se le hacía un nudo en el tronco. Mientras los leñadores se marchaban protestando, el árbol aprovechó unas ráfagas de viento para entonar una canción que había ensayado durante los días de verano, entonces se desplegó un abanico de sonrisas y de asombro. Todos aplaudieron cuando terminó aquella melodía, por eso una representante de la asociación de padres quitó el cartel que decía: “Se prohíbe trepar al árbol”.
            Eneas se contagió de aquel entusiasmo y deseó volver a ser como antes era. Aprovechando aquellos momentos de euforia intentó despertar el torrente de su savia, pero todos los esfuerzos eran inútiles. Entonces, decidió buscar ayuda y le dijo al Sol:
            –Por favor, tú que eres tan poderoso… ¿puedes darme hojas?
            –Yo no me entretengo en dar hojas a los árboles secos –dijo el Sol–. ¡Ve tú a buscarlas!
            –Sólo puedo caminar en mis sueños… y ahora necesito hojas de verdad –suspiró Eneas.
            Pasó el Viento y el árbol le gritó:
            –¡Tú que eres tan poderoso, dame algunas hojas!
            –Yo sólo sé quitar las hojas de los árboles  –dijo el Viento–, así que no puedo ayudarte.
            Pasó la Lluvia y el árbol le dijo:
            –Señora Lluvia, mis pies están clavados en el suelo, ¿quieres traerme algunas hojas?
            Pero la lluvia le contestó:
            –No puedo dar nada a nadie. Yo sólo sé llorar por las desgracias de los demás.
            Eneas definitivamente no sabía que hacer, ya que nadie lo podía ayudar, y pensó: –Me salvaron de que no me podaran, yo les tengo que agradecer dándoles flores, hojas, pero simplemente nadie me puede ayudar, no queda más remedio que quedarme sin hojas, dando lástima a las personas.
            Pasaron los días y nadie le dio importancia al árbol. Los niños, los padres y hasta los abuelos decidieron podarlo de una vez.
            –¿De qué sirve tener un árbol feo en tus recuerdos? Preferible uno frondoso que te haga recordar las cosas como si hubieran sucedido ayer –dijo el abuelo. Y así fue, Eneas murió decepcionado con la esperanza de que alguien le ayudara, pero no fue así.

 

 

Comparte este texto: