Este frío, este amargo frío / Luis Rodríguez

(fragmento)

Perú Cantú contempló la fila de departamentos de tres pisos que se erguía frente a él, a través de unos párpados angostos y con la boca abierta, como un águila vieja y arrugada. Fijó sus ojos en la ruinosa estructura de un garaje detrás de un bloque de departamentos de piedra gris, de más de cien años de antigüedad, en una parte venida a menos del Humboldt Park de Chicago.
     No se veía que nadie viviera en ese garaje, pero Perú insistió en que era ahí. Squeaky sabía que esa zona era principalmente de negros y puertorriqueños pobres, no de mexicanos, aunque quizás eso era antes, pues los mexicanos se estaban instalando por todos lados en los barrios de Humboldt Park y de Logan Square.
     Squeaky y Perú se metieron al patio enrejado a través de una reja rota y oxidada que daba a un callejón, un helado pasillo que conducía a unos departamentos familiares. Perú se dirigió al garaje y tocó la puerta lateral de metal, cerrada con unas pesadas chapas de seguridad. Continuó tocando unos cinco minutos, sin que apareciera nadie.
     «Vámonos, brother», le pidió Squeaky.
     «No, wait. Oigo algo», le contestó Perú.
     Squeaky tenía miedo de que apareciera algún vecino enfurecido, o peor todavía, algunos pandilleros enfurecidos. Aquí primero disparan y luego se andan con preguntas.
     Al final las cerraduras se abrieron con un escándalo suficiente como para despertar a un muerto. Abrió la puerta una chica negra, guapa, de unos veinte años, metida en una sucia bata azul, arrebujada para protegerse del frío. Squeaky pensó que se veía guapa. Pero cuando habló lo hizo en un tono áspero e impaciente.
     «¿A quién buscas?», ladró.
     «Soy Perú, vengo a ver a Lupillo», dijo Perú, respetuosamente.
     Desde el fondo del garaje llegó una voz arrastrada y con acento.
     «Déjalos pasar, baby, ya sé quiénes son, es un viejo amigo».
     La chica no volteó. Dudó unos segundos antes de abrir los cerrojos. Estaba húmedo y oscuro adentro del garaje. Squeaky pensó que sabía lo que era una residencia desordenada, pero en ésta hasta una rata se habría vomitado. Por todo el suelo había basura, ropa sucia y papeles quemados. En uno de los lados había un pequeño fregadero metálico lleno de platos que llevaban días sin lavarse. Las cucarachas ni se inmutaron cuando entraron los dos hombres. La única ventana estaba cubierta con triplay, y eso lo oscurecía todo. Squeaky se dio cuenta de dónde se hallaba: en la guarida de un drogadicto.
     La chica se acercó a una lámpara inclinada y encendió una luz amarillenta.
     Un hombre de pelo largo y chaleco de cuero se levantó. Había estado echado encima de unas cobijas aventadas sobre un colchón sostenido por unos bloques de concreto, al lado de un pequeño calentador eléctrico. Squeaky volteó a ver a la chica y pudo ver ahora las bolsas debajo de los ojos, la piel demacrada, las marcas de agujas en sus brazos. Seguía estando guapa, pero no le iba a durar mucho.
     El hombre tendría más o menos la edad de Squeaky, rondando los treinta. Era un ranchero mexicano, lo que uno llamaría un cowboy en los Estados Unidos, sólo que éste era un Sinaloa cowboy, un traficante de drogas. Squeaky lo dedujo por la hebilla del cinturón con incrustaciones de diamante, aunque ya sin diamantes, los vaqueros ajustados y el sombrero ranchero de tejido apretado en el suelo. También él era heroinómano. En el pecho desnudo llevaba un viejo y borroso tatuaje, y en el interior de los brazos se le veían unas venas ya colapsadas y otras recién pinchadas.
     Perú ya le había contado a Squeaky que este tipo había sido sicario y que había representado los intereses de una de las principales familias de narcos. Su verdadero nombre era Guadalupe Benítez, pero se hacía llamar «Lupillo», por el famoso cantante mexicano de narcocorridos.
     Años antes, le había dicho Perú, Lupillo tenía fama con las mujeres, con las pandillas y hasta con la policía. Pero se había deteriorado precipitadamente, con el demonio colgado. Antes era un tipo impresionante y temido, y hasta respetado, pero ahora era sólo una piltrafa, quebrado y abatido. Más bien alguien de quien la gente se burlaba.
     Squeaky sabía muy bien qué clase de tipo era.
     «Bueno, al fin me encontraron. Ahora sí que aquí me tienes», balbució Lupillo mientras intentaba darle un desmañado abrazo a Perú.
     «Oye, no te vamos a joder ni nada», afirmó Perú, mientras lo apartaba con delicadeza. «Sólo quiero que hables con un amigo. Acerca de un caso antiguo. No te preocupes, que no se lo vamos a decir a nadie. Sólo queremos saber qué fue lo que sucedió. Te doy mi palabra —y tú sabes que para Perú la palabra es sagrada— de que nada va a salir de estas cuatro paredes».
     «Okay, paisa, no tiene importancia, de hecho ya nada importa», dijo Lupillo, dejándose caer sobre las cobijas, de lo narcotizado que estaba. Squeaky podía ver ahora la aguja, la sonda y el algodón, y las manchas de sangre en las cobijas.
     «Ya sé a qué han venido». Apenas podía balbucir. Squeaky se acercó para escuchar más lo que decía. «Me estoy muriendo. Ya no sirvo para nada. Pero si lo que yo sepa puede ayudar a esos paisas, órale pues…».
     Lupillo paró de hablar y dejó caer la cabeza sobre el pecho, alzándola rápidamente y dejándola caer de nuevo. Entre Perú y la chica lo levantaron y le hicieron dar unos pasos alrededor para que no se fuera a desmayar de una sobredosis ahí en medio de todos.
     No iba a ser fácil, pensó Squeaky, pero lo que este hombre podía
decirles podría marcar la diferencia para cuatro mexicanos inocentes que
esperaban en el corredor de la muerte entre obtener la libertad… o
que los ejecutaran.
    
El encuentro de Squeaky con Lupillo era la culminación de una larga y pesada investigación que, hasta ese día, no había ido para ningún lado.
     La investigación comenzó un mes antes, una mañana en que cayó una inesperada tormenta de nieve en Chicago, oscureciendo rápidamente las cimas y cumbres del intenso perfil de la ciudad. Ya para las nueve de la mañana la dura nevada había cubierto por completo un pequeño y destartalado Honda Civic 1996. Al limpiar la calle y echarle sal al asfalto, los quitanieve echaban todavía más nieve sobre los carros estacionados. Tortas de lodo se mezclaban con las neviscas recién caídas esa mañana.
     Squeaky Amador se asomó por la ventana de su departamento a ver qué tan mal estaba todo. Vio que Simón Torres, el velador puertorriqueño de la lavandería de abajo, ya había terminado de limpiar la banqueta del edificio de ladrillos cafés de la North Avenue, cerca de Rockwell, a unas cuadras de Humboldt Park.
     El Honda era de Squeaky, mitad mexicano y mitad puertorriqueño, dos veces divorciado, antiguo oficial de los Servicios Especiales en la Guerra del Golfo Pérsico, y que trabajaba como investigador privado en Luchinsky, Servicios Privados de Investigación, cerca de ahí, en Wicker Park. Squeaky, enfundado en una ropa térmica, pesadas botas de nieve, gorra calada, guantes negros y chamarra de mezclilla rellena de lana, bajó los tres pisos de su oscuro departamento y salió a la puerta para sopesar qué estrategia iba a necesitar para quitar toda aquella nieve que ya se empezaba a congelar encima de su Honda.
     Simón —un hombre fuerte, de rostro enjuto y mirada penetrante— salió de la lavandería y soltó unas cuantas frases en un español jíbaro intercalado de una que otra risa. Squeaky les entendía a casi todos los puertorriqueños, pues había vivido la mayor parte de su vida en Humboldt
Park. Pero había algunos venidos del interior, como Simón, a los que Squeaky nomás no les entendía nada, ni aunque le fuera la vida en ello. Además, se había criado del lado mexicano de su familia. Sabía que los mexicanos y los puertorriqueños no hablaban español del mismo modo, y ni siquiera usaban las mismas palabras. Los puertorriqueños decían habichuelas en lugar de frijoles; guagua en lugar de camión. Y cuando los puertorriqueños decían pinche, hablaban de un broche de pelo. Para los mexicanos eso quería decir que probablemente tendrían un pleito entre manos.
     En vez de mostrar su confusión, Squeaky le hizo un gesto afirmativo con la cabeza, sonrió con la mirada como si le entendiera, al tiempo que Simón se regresaba a su negocio, dejando tras de sí una retahíla entrecortada de palabras y risillas.
     Recargadas en la recién pulida pared de ladrillos de la lavandería había una pala y una escoba. Squeaky agarró la pala y comenzó a palear la nieve, lo que ocasionó que se le hiciera aún más tarde de lo que ya era para llegar al trabajo.
     Stanley Luchinsky, polaco estadounidense, antiguo detective de la policía de Chicago, que llevaba los servicios de ip, le había implorado a Squeaky que esa mañana por favor llegara a tiempo. Iban a ir los responsables de un proyecto universitario sobre inocencia en un importante caso de asesinato. El hecho de que tanto las víctimas como los perpetradores fueran de nacionalidad mexicana había hecho que Stanley pensara que Squeaky era la persona indicada para realizar ese trabajo. Esa mañana, Squeaky había intentado de verdad hacer una excepción con respecto a su tardanza habitual, de la que echaba la culpa al hmr (horario mexicorriquense). Pero el clima tenía otros planes.
     La oficina de Stanley se hallaba en el séptimo piso de un edificio llamado Coyote Building, en el crucero de cinco calles del barrio de Wicker Park, que se había ido poniendo de moda entre la gente del arte y la música. Antes eso había sido una comunidad de puertorriqueños pobres, llena de pandillas callejeras rivales que llevaban una vida peligrosamente intensa, pero se había ido volviendo una zona relativamente tranquila, atiborrada de yuppies blancos los fines de semana, entrando y saliendo de los restaurantes recién abiertos y de los bares y antros de música ubicados a lo largo de la Milwaukee Avenue, arteria principal del WiPi.
     Esa mañana Stanley se hallaba sentado tras su enorme escritorio de madera, haciendo tiempo a la espera de Squeaky. Tenía el pelo cortado al rape, incipientemente cano, panza de cincuenta años y cicatriz de herida de bala en el cuello, de una vez en que le dispararon siete veces, hacía como veinte años, cuando las pandillas del Wicker Park se estaban haciendo fuertes. Dejó la policía luego de ese incidente, a pesar incluso de haber llevado durante diez años casos de asesinatos y drogas del más alto nivel. Sintió que le habían puesto un cuatro, un grupo de oficiales a quienes molestaba la atención con que escrutaba los procedimientos corruptos de la policía, concentrados en particular en los barrios puertorriqueños y mexicanos que rodeaban la estación de policía de Word Street.
     Stanley puso su propia agencia de investigaciones. Como investigador criminal independiente de varias firmas de abogados y clientes, obtenía mejores resultados, más dinero, pero también mayor notoriedad, y por lo tanto publicidad. Y a Stanley le encantaba la publicidad.
     El margen de tolerancia para Squeaky hacía un buen rato que había pasado. Stanley maldijo por lo bajo la tardanza de su socio, mientras esperaba la llegada de sus clientes. Sin embargo, las ventiscas de la noche anterior habían hecho que todo el mundo se retrasara, así que para el momento en que Squeaky encontró un lugar donde estacionarse cerca del
cruce de las calles Damen, Milwaukee y Norte, los tres representantes
del laboratorio legal de la universidad apenas iban subiendo por el elevador hacia el séptimo piso.
    
    
«Siéntate, Squeaky, quiero que conozcas a Cheryl Williams y a Burt Greenbaum», dijo Stanley apenas Squeaky entró en su oficina. Cheryl y Burt ya estaban sentados en unas viejas sillas de madera frente al escritorio de Stanley, cerca de un antiguo radiador que hacía un ruideral para calentar el cuarto.
     «Gusto en conocerlos, y perdón por la tardanza, la nieve…», respondió Squeaky mientras se quitaba la gorra, los guantes y la chamarra. Cogió un bloc de notas de un pequeño escritorio en una esquina, el suyo, y luego acercó una silla al de Stanley. Squeaky era de facciones duras pero atractivas, de tez oscura, cabeza afeitada y barba y bigote de candado. Estaba bien pertrechado en un marco de 5 x 9, y parecía incluso más alto gracias a la confianza personal que emanaba y a su desparpajo. Stanley, a pesar del malestar por la tardanza de Squeaky y por sus descuidados hábitos de trabajo, le había cogido cariño desde la primera vez que se vieron.
     «Continúe», le indicó Stanley amablemente a Mr. Greenbaum, que vestía corbata de moño y saco escocés de lana, que lo hacía parecer más un nervioso profesor de matemáticas que el famoso abogado criminalista que en realidad era, dedicado a condenas a muerte escandalosas en
las que los supuestos perpetradores en realidad eran inocentes.
     «Bueno, a este caso la policía lo llamó la masacre de la Milwaukee Avenue», contó Burt. «Seguramente lo recuerdan, porque salió en todos los periódicos, pero déjenme que se lo resuma un poco: hace cerca de diez años, en el barrio de Little Guerrero, justo al noreste de aquí, sobre la Milwaukee Avenue, hubo una enorme balacera, que aparentemente se remontaba a sangrientos pleitos familiares generados en el país de origen. Seis personas murieron. Los asesinos eran dos tipos que incluso persiguieron y mataron a dos personas que al comenzar la balacera intentaron salir del edificio de departamentos. Las víctimas eran miembros de las familias Ávila y Flores, que estaban a su vez peleados con la familia Ramírez, todos del mismo pueblo de México, Río Prieta. Para no extenderme demasiado, a cuatro miembros de la familia Ramírez fueron y los sacaron de la cama y los acusaron de asesinato. Hace como diez años, en un extraño y controvertido juicio, los cuatro fueron rápidamente condenados y sentenciados a muerte».

     Traducción de Pedro Serrano
 
 
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