Los Ángeles, California / Sarah Shun-lien Bynum

Yo vivo en Los Ángeles, una ciudad que ha sido muy difamada pero que mis ojos ven como un lugar encantador —una ciudad de colibríes, de avenidas largas y luminosas, de explosiones de buganvilia, de árboles frutales cargados con aguacates e higos. Sin importar en dónde te encuentres, puedes ver tres cosas flotando en la distancia: montañas, una pequeña agrupación de rascacielos y, muy lejana, una débil y parpadeante línea, que es el mar. Los rascacielos son un fantasma, algo que la ciudad real (la expansiva, radiante e infinita ciudad) ha soñado en convertirse: un centro adecuado. Mas nunca he conocido a alguien que de hecho resida o trabaje allí. Vivimos en la ciudad que se extiende en todas las direcciones desde los rascacielos-fantasma; trabajamos y vivimos entre los valles accidentados, o sobre la llanura que forma una cuenca vacía.
    
    
Incluso en la ciudad real, las casas poseen una cualidad fantástica. Sobre mi calle, en particular, puedes ver dos residencias señoriales estilo Tudor y un castillo normando con torrecillas de color crema, un refinado edificio estilo art déco y varias villas mediterráneas, todas ellas imitaciones y extrañamente parecidas; un largo y vago ensueño de grandeza europea, evocado en yeso. Pero, no obstante, muy bello, sobre todo en las noches, cuando las luces de la calle iluminan suavemente y todo mundo está afuera, paseando a sus pequeños perros. Y también viejo —para la edad de Los Ángeles, histórico—, pues existen apartamentos que datan de la década de los treinta, en cuyos interiores puedes encontrar baños con azulejos color turquesa y alacenas para postres y formidables hornos de cocina de aquella época, casi todo sorprendentemente incólume. Al vagar por esta antigua cuadra, no sabrías que un poco más allá está una avenida, llena de vida y con su propia magia: el tráfico, el carrito del vendedor de sandías, el estudio de televisión, la fuente de las aguas danzantes, el salón de masaje tailandés, el café en la esquina, la sinagoga. Árboles colmados de magnolias tan grandes como tazones. Y, sobre todo, los curiosos y siempre cambiantes anuncios panorámicos iluminados, desdoblándose, mientras conduces, como un libro de cuentos sin historia alguna. Aquí puedes ver a un puma agazapado sobre una roca. El borde negro de los ojos de una muchacha que ha estado llorando. Una mujer apuntando su control remoto hacia ti.
    
    
Clic. Ella escoge otro canal. El programa cambia. Y de pronto conduces a través de una desolada e interminable avenida tendida a la luz del sol, todo caliente, deslumbrante y espantoso, con el miedo cuajándose dentro de ti. Puede suceder así de rápido. Las construcciones son pequeñas y están vacías; la única persona caminando sobre la acera está loca y agotada. Cuando esto me ocurre, cuando la ciudad me muestra su otra cara sin previo aviso, me asusto, el encanto se vuelve agrio, como un sentimiento de haber sido terriblemente engañada. Los higos nunca se los comen; caen sobre los accesos a las cocheras, son aplastados por los autos, y luego atraen enjambres de moscas de la fruta. No puedo permitirle a mi hija jugar sobre el césped bien cuidado que crece a lo largo de nuestra calle porque, inevitablemente, pisaría los montones de mierda que dejan los pequeños perros.
    
Luego
todo se vuelve un rompecabezas. ¿Verdaderamente creo que ésta es una ciudad de excremento y ruinas, o simplemente he leído una novela de Nathanael West, o visto la película Chinatown? Nunca sé si el temor que siento es el mío o el de alguien más —como tampoco sé si la calle en la que vivo es la mía o un lugar que vi en una película de David Lynch—, y ésta es la confusión básica del vivir aquí, la de nunca saber muy bien en dónde terminan las imágenes y en dónde dan inicio tus propias percepciones. Algunas veces esta confusión es muy placentera (cuando, por ejemplo, camino por mi calle al oscurecer), pero a menudo la siento como un tipo de demencia local. Podría preguntarle a mi marido: «¿No vimos en alguna ocasión a un coyote cruzar la avenida por la noche?». Y él podría decirme: «No, no, estás pensando en esa escena de Collateral».
    
    
El horror de vivir aquí que algunas veces siento creo que realmente pertenció a Joan Didion en algún momento, y ahora estoy usándolo como alguien que usaría una blusa de Pucci o un vestido de I. Magnin, comprados en una tienda exclusiva de consignación. En un intento por ubicar a su dueña original, me encontré leyendo The White Album *1 de nuevo. Al ver la portadilla recordé que ésta es la segunda vez que vivo aquí, un hecho que usualmente olvido. Con tinta púrpura escribí cuidadosamente mi nombre, y la fecha (noviembre 9, 1990) y el lugar donde compré este libro: Los Ángeles, California. Entonces tenía 18 años. Más abajo, en la misma página, se encuentra la firma de Joan Didion, una gruesa línea horizontal de color negro unida a tres bucles de forma calderesca. Varios años después, en la ciudad de Nueva York, le pedí que me firmara este ejemplar al terminar una lectura en el «Y» * 2 de la calle 92. Durante esa misma lectura, mientras esperaba como una tonta en el vestíbulo, fui elegida para una entrevista de radio. El reportero quería saber por qué me gustaba Joan Didion. O quizás me preguntó: «¿Para ti qué significa Joan Didion?». Le di una respuesta tan apresurada y efusiva, en voz tan aguda y sin aliento, que mi entrevista resultó inútil. Tuvo que buscar a alguien más para realizarla.
    
    
Lo que intenté explicarle al reportero de radio fue lo siguiente: que hace muchos años Joan Didion me trajo a Los Ángeles. La leí por primera vez durante una clase de inglés en una bellísima escuela a la que asistí en las afueras de Boston. Cuando comencé a leer a Joan Didion empecé a desarrollar la noción de que no iría a la universidad (y, más específicamente, a Harvard o Brown o Columbia o Yale, adonde la mayoría de mis compañeros asistirían), en lugar de lo cual conduciría a California, para convertirme en la amiga de Guns N’Roses. Joan Didion estuvo de acuerdo en que eso era lo que debía hacer. Su ensayo sobre paranoia e insensatez, los crímenes de Manson, los pantalones de vinilo negro de Jim Morrison, sobre la vida en Hollywood al final de los sesenta, cuando todo estaba al borde del colapso, no me llegó como una advertencia sino como una invitación. Ella le confirió al lenguaje ese particular y oscuro sello que yo estaba buscando. Lo que entonces no comprendí era que Joan Didion me agradaba por ser parte de ambos lugares: la despreciable ciudad que buscaba en el otro extremo del continente, y la bellísima escuela a la que fui en Boston, con la enorme y vetusta mesa alrededor de la cual nos sentábamos durante la clase de inglés para discutir agitadamente sobre novelas.
    
Esa primera vez viví en West Hollywood con una modelo y su novio. Ambos tenían 21 años y podían beber e ir a donde querían. Vivir con ellos me hizo sentir que afortunadamente había venido a dar muy cerca del origen. Ella salía en bikini en videos de rock pesado; él era el baterista de un grupo llamado Los Eléctricos Cerdos Amorosos. Parecía no importarme contar sólo con una habitación pequeña y sin ventanas. Durante un tiempo trabajé en el departamento de renta de películas de un Tower Records, y luego como hostess en un café de la avenida Melrose. Sobre los muros del café había una colección de tostadores inmaculados de la década de los cincuenta, y encima de los gabinetes donde guardábamos los filtros para el café se encontraba una réplica de tamaño real de la creatura de la Laguna Negra, con aspecto inofensivo. Muchos músicos venían a comer, algunas veces actores de cine. Gente a la que reconocía, personas que me habían hecho perderme en mí misma por un instante. Se paraban junto al letrero que rezaba «Favor de esperar a que le asignen lugar», esperando obedientemente, como si las reglas del mundo entero también les fuesen aplicadas; pero luego, tan pronto descubría de quién se trataba, les sacaba la vuelta y me alejaba de ellos, con el cuerpo temblándome, y los dejaba olvidados junto al bamboleante letrero.
    
    
Entre esos momentos de euforia había largos, largos ratos en los que me la pasaba acomodando menús, limpiando la barra, girando los tobillos porque me dolían los pies. Casi todo el tiempo estaba aburrida, cosa que no comprendía porque, finalmente, me encontraba rodeada por los actores y motociclistas y rockeros que siempre había deseado tener por compañía, y ahí estaban todos, comiendo huevos rancheros3 y permitiéndome cobrarles la cuenta en la caja registradora. Observaba las manecillas del reloj de color rojo neón moverse lentamente; realizaba intentos desinteresados de resolver el crucigrama del día. En una ocasión le pregunté a un cliente habitual: «James, ¿eres famoso?», y él me dijo, sin demasiada amargura: «Algunas personas piensan que lo soy».
    
    
La mejor mesera del café decidió que yo le agradaba después de haberle contado un sueño que tuve sobre los niños de la sopa Campbell —eran tan blandos y adorables que no podía soportarlo, los perseguí toda la noche, tratando de reunir a la manada en una jaula para poder apretarlos y apretarlos. A ella esto le pareció gracioso, aunque nunca me dijo qué parte. Me invitó a su apartamento, me mostró su conejo y un sombrero alto y peludo de color morado que iba a usar para una fiesta del Día de Brujas organizada por Jane’s Addiction. El sombrero no era de mal gusto en absoluto; se sentía como si estuviese hecho de algo maravilloso y raro, como pelo de alpaca.
    
    
Ella había realizado algo de modelaje algunos años atrás, pero ahora estaba ahorrando dinero para abrir su propia florería. Esto era novedad para mí: una aspirante a florista. Los clientes del café me preguntaban: «¿Por qué estás aquí?». Y era un alivio el no tener ambiciones de que hablar. No tenía ni fotos de actriz ni demos. Y no les podía decir: «Me mudé aquí porque deseaba vivir dentro de una canción de Guns N’Roses». La gente no lo habría comprendido; la gente que me hacía estas preguntas no sabía de Joan Didion; cuando a veces confesaba, en momentos de desesperación, que posiblemente terminaría por irme a Columbia, me respondían: «¿Por qué quieres ir a Colombia? Te pueden matar».
    
    
También podían matarme en California. Una noche fui con algunos conocidos a una fiesta de cumpleaños en un patio trasero muy bien arreglado, una carne asada con abuelos, niños pequeños e hiperactivos, tinas metálicas llenas de jugos en caja y cerveza mexicana, todo salpicado por las luces navideñas de colores colgadas sobre la cerca. Más tarde llevé a algunos de los niños a sus casas y uno de ellos gritó algo ininteligible por la ventana del copiloto, y luego alguien comenzó a dispararle a mi auto. Se escuchó como el estallido de cohetes caseros, un sonido nada ajeno a los lindos y pequeños bungalows y el susurro de los aspersores de los jardines, así que me resultó incomprensible cuando los niños comenzaron a gritarme «¡Dale, dale, dale!». Nos detuvimos unas pocas millas más adelante y caminamos alrededor del auto, tocando con los dedos los agujeros que habían dejado las balas; luego abrimos todas las puertas para asomarnos, y encontramos una bala enterrada en la tapicería de terciopelo del auto. Una niña que había estado sentada en el asiento trasero me preguntó si podía quedársela. Creía que la bala había sido dirigida hacia ella y que había sido perdonada. Dejé que se quedara con la bala, porque era un símbolo para ella; pero, secretamente, yo quería conservarla por una razón completamente opuesta: como prueba de que todo era arbitrario. Y mientras iba conduciendo, pensando en lo ocurrido, meditando en cómo le iba a decir a mi madre sobre los nuevos agujeros de bala en su auto, me sentí como una imbécil proveniente de una bellísima escuela en las afueras de Boston, porque para mí el haber sido parte de una balacera de pandillas en Los Ángeles no era más que un detalle incongruente, una jugada del azar; para mi madre era un posible capítulo en la historia de su vida.
    
    
Misteriosamente, haber sido balaceada no me acercó a la vida dentro de una canción de Guns N’Roses. Tampoco entregarle los menús a los miembros de la banda, o compartir habitación con una modelo de bikinis que se echaba boca abajo sobre el futón de la sala, quejándose delicadamente por haber tenido sexo anal la noche anterior con su novio el baterista. «¿Me podrías traer un poco de soda?», me preguntaba. «No puedo ni moverme».
    
    
Un sábado por la mañana metí el casete en el estéreo y conduje por la carretera de la Costa del Pacífico. Quería sentir las canciones como antes. Tomé las curvas muy rápido, la luz resplandecía sobre el océano; luego me detuve y recogí autoestopistas, dos muchachos con mochilas enormes. El corazón me latía muy fuerte. No sucedió nada. Era como la niña que trata de tocarse con su propia mano y no se atreve, pero continúa frotándose las piernas miserablemente. Conduje y conduje, rebobiné el casete y bajé todas las ventanas, las canciones sonaban tan alto que gritaba su letra y ni siquiera podía escuchar mi propia voz. Ese día conduje más de cuatrocientas millas, más allá de San Francisco. Y ni aun así conseguí que las canciones sonaran tan bien como sonaban cuando vivía en casa con mi madre y con mi hermano, como cuando iba a la escuela. Después, oía esas canciones mientras hacía las cosas más aburridas —viajando en el auto con alguien más, sirviendo helados los fines de semana, bailando con mis amigos en mi habitación—, y esas cosas aburridas se volvían maravillosas, como si en ellas se agitara un peligro oculto. De hecho, durante mi primera relación sexual, interrumpí al tipo con el que estaba y me arrodillé para revolver en mi mochila hasta que encontré el casete y lo metí en la pequeña grabadora junto al colchón. Cada momento importante y olvidable se desdoblaba durante esas canciones, debido a mi insistencia, todo el tiempo —siempre corriendo el riesgo de desgastarlas. Pero en eso consistía su magia: en ser inagotables, en tolerar mi enorme apetito y los dos últimos años de secundaria que parecían no tener fin, de alguna manera logrando sonar con la misma ferocidad incluso después de haberlas escuchado por millonésima vez. Luego me mudé a California y las destruí. Esas canciones que solían estar llenas de júbilo y aceleramiento, de una oscuridad perfecta, ahora estaban casi vacías.
     Anuncié mi renuncia en el café. Les dije a mis compañeros de habitación que me iba. El baterista lo lamentó de forma cariñosa, la chica pretendió enfadarse. Últimamente se le había comenzado a inflamar el hígado, pero en vez de beber menos alcohol, comenzó a traer mascotas de un albergue para animales. De alguna u otra forma consiguieron no mostrarse impasibles. Regresaba a casa del trabajo y encontraba el suelo salpicado con manchas espumosas de limpiador para alfombras. No deseaba seguir viviendo ahí. Metí dentro del auto de mi madre todo lo que no pude vender. Cuando comencé a alejarme en el auto, pensé, un poco agradecida y un tanto humillada, que jamás regresaría a Los Ángeles.
    
    
Y es como si nunca lo hubiese hecho. Mi vida actual es muy distinta a mi vida anterior, por lo que casi siempre olvido que ambas sucedieron en el mismo lugar. El café en la avenida Melrose ha estado cerrado por más de una década, e incluso Tower Records, que solía ser un monumento, ahora está abandonado, en bancarrota. Desde que me mudé otra vez aquí, no he visto tocar a ninguna banda, ni siquiera he entrado a una tienda de discos. Realmente ya no escucho música, o por lo menos no con la misma avidez. Esa primera ocasión vine a Los Ángeles en busca de la oscuridad sobre la que escuché en una canción, pero no pude hallarla. Ahora estoy aquí por motivos más arcaicos e inocentes: para criar a mi pequeña, para ganar algo de dinero, para perseguir esa quimera, la oportunidad —esa vieja y optimista noción de que ¡La vida es mejor aquí! Regresé con un marido y una hija por nacer, con una segunda e inconclusa novela y un montón impresionante de préstamos estudiantiles y un flamante auto de tecnolgía híbrida. Sin agujeros de bala.
    
    
Ahora, en todo momento, siento una oscuridad a mi alrededor. Creo que simplemente es cuestión de que uno cierre los ojos y se adentre en los sueños idénticos que todos compartimos en esta ciudad. Cuando estuve aquí, a los 18 años, me mantuve distante, negándome a desear cualquier cosa; mi única ambición conocida era tan precoz y absurda —ser amiga de Guns N’Roses, pero no coger con ellos— que, sin saberlo, me volví inmune al hechizo de la ciudad. Pero ahora, una vez más, me encuentro atormentada por aspiraciones, acosada por deseos. Quiero una casa con tres recámaras ubicada en un distrito escolar decente, quiero que el nuevo proyecto de mi esposo se convierta en realidad, quiero hacer cenas para festejar, y que el olor a jazmín se cuele por las ventanas abiertas. Ya no quiero sentirme como si estuviésemos al borde de la precariedad de nuestras posibilidades económicas, esa angustia que todo el mundo parece compartir, igual que el sueño. Admitir tales deseos es abrirme al profundo horror de no verlos cumplidos y, algunos días, los días malos, todo lo que puedo ver
a mi alrededor son símbolos pesimistas: la casa hipotecada y remodelada a
medias, la actriz secundaria de televisión luciendo gorda y confundida al salir de su coche sucio. La pequeña niña junto a mí en el ascensor, de no más de tres años, que salta en su lugar y toma de la mano a su madre —acaba de regresar de una audición para un comercial de Tide *3—, y al escuchar esto toda la ciudad se vuelve triste y malintencionada, me provoca extraños mareos.
    
    
Pero sólo duran un rato; o quizás duran para siempre y consigo acostumbrarme a la idea cada vez más. No puedo recordar en dónde, pero recientemente leí algo que hablaba —y lo digo literalmente— sobre mi nariz. Es increíble, pero nunca antes me había percatado de que nuestras narices se ubican de tal manera que nos obstruyen medianamente la visión. Durante algunos días no pude hacer nada sin que la borrosa presencia de mi nariz me irritara; después tal conciencia disminuyó, regresándome al estado de olvido en el que siempre he existido. De la misma manera, me imagino que el miedo que a veces siento mientras vivo en Los Ángeles algún día se volverá imperceptible para mí. El horror continuará ahí, flotando vagamente en medio de mi campo de visión, pero no voy a pensar más en ello. Así como ya no pienso tanto en lo antinatural que me parecen las buganvilias y los árboles frutales, nutridos por el agua bombeada que procede de una lejana y menguante fuente; tampoco reparo en el hecho de que incluso para escribir esta oración le estoy pagando a una mujer de El Salvador (no tanto como se merece, pero mucho más de lo que en realidad puedo pagar) para que juegue con mi hija en un parque. Si me detuviese a pensar demasiado sobre estas cosas, todo su esplendor desaparecería y no podría vivir más en un lugar tan mágico.
    

     Traducción de Luis Panini
 
* 1 Ensayo autobiográfico de la autora estadounidense Joan Didion en el que relata su vida en Los Ángeles en la década de los sesenta (N. del T.).  
 
*2 Centro cultural fundado en 1874 (N. del T.).
 
* 3 Detergente para lavar la ropa  (N. del T.).
 
 
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