Devoción / Ben Ehrenreich

Enlazaron cordel alrededor de mis piernas hasta que se vieron como dos carretes de hilo. El cordel lo sentía apretado, tibio y un poco suave. Me cosquilleaban las piernas. Por un momento sentí que quizás estaría a salvo. Luego tiraron de los extremos y me hicieron girar como a un trompo. Podía escucharlos aplaudir y silbar mientras giraba, aunque no logré ver más que una mancha borrosa. Fue sólo al caer cuando por fin dejé de dar vueltas, e incluso entonces el polvo continuó girando encima de mí, durante un rato, como un minúsculo y mareado torbellino.
      Me levantaron y me golpearon muy fuerte en las sienes. Tomaron turnos para besarme la coronilla, luego me agarraron de los tobillos y me dejaron caer de nuevo. Sobre mi cráneo. No me dolió menos que la primera vez, pero tampoco puedo decir que me doliera más. Me quedé donde caí, de bruces sobre la tierra. La náusea se extendió hasta las yemas de mis dedos. La contuve.
     Una por una desplegaron sus navajas. Escuché el clic de las cuchillas al abrirse una tras otra. Si el sol hubiese estado brillando, se habría reflejado sobre ellas. Habría bailado de hoja en hoja. Pero no había visto el sol en mucho tiempo, por lo que las cuchillas lucían grises y ordinarias. Se arrodillaron a mi alrededor. Se acercaron. Me cortaron los pantalones. Bajando desde la cintura y subiendo desde la bastilla. Me dijeron que me recostara sobre mi espalda, que me acercara las rodillas hasta el pecho. Me dijeron que me balanceara de atrás hacia adelante. Como una barca en alta mar, dijeron. Aún sentía en carne viva los lugares donde me habían afeitado la espalda, pero de todos modos lo hice. Agarré mis rodillas y traté de mecerme. Me sentí terriblemente expuesto.
     Parece una habichuela, dijeron. No una barca. Mírenlo. Una habichuela meciéndose. Carcajadas a mi alrededor. Me envolvieron con cinta de embalaje. Comenzaron por mi cabeza y luego continuaron hacia abajo. Vamos a hacer una bola con él, dijeron. Siguieron envolviéndome hasta que la cinta se les terminó. Llegaron justo debajo de las rodillas. Los oí maldecir y retirarse. Mis pies y mis tobillos quedaron expuestos. Incluso con la cinta cubriéndome sentí el frío de afuera. Seguí meciéndome.
     Debían de haberse olvidado de mí por un momento. No podía escuchar mucho y no podía ver nada, ni siquiera las sombras. Continué meciéndome y meciéndome como lo había hecho y deseé ser una piedra, un guijarro en algún lugar, algo duro y frío y fácil de ocultar. Algo que pudieses guardar en el bolsillo para frotarlo cada vez que sintieras nostalgia. Si yo fuese un guijarro realmente,
podría ayudarte de una manera en la que ahora no puedo. Me despertaron sus voces. Debo de haberme quedado dormido. Soñé contigo. Siempre lo hago.
     Vamos a prenderle fuego, dijeron, y hacer que ruede colina abajo.
     Buscaron gasolina. Podía escucharlos revolviendo entre las cajas y las bolsas de plástico dentro de las cajas, pero no lograron encontrarla. En su lugar vertieron ginebra sobre mí. Podía olerla. Como un viejo en el primer día del mes. Se filtró a través de la cinta. Me quemó los tabiques. También me ardió entre las piernas. ¿Que si estaba asustado? Estaba asustado. Pero no por quemarme, no por el dolor. Tenía miedo por lo que sentiría cuando el dolor terminara.
     No pudieron encontrar fósforos. Luego hallaron unos cuantos, pero el viento los apagó. Maldijeron un poco más. Tal vez si lo hacemos rodar por la pendiente, dijo uno de ellos, la fricción lo encenderá. Como un cerillo, dijo otro. Exactamente, dijo el primero. Como un enorme y estúpido cerillo. Me empujaron cuesta abajo. Rodé más como una rueda que como un fósforo, de pies a cabeza y de cabeza a pies, y podía escuchar sus aplausos, hasta que finalmente me impacté contra una gran roca y reboté un par de veces antes de detenerme. No me incendié, pero las piedras estaban afiladas y creo que me quebré una costilla. Seguramente los dedos de mis pies estaban rotos.
     Perdí el conocimiento durante un rato. Cuando desperté, la cinta estaba hecha trizas. Podía mover las piernas de nuevo. Me puse de pie. Me desenvolví. La cinta de embalaje se aferró a mi piel. Me estiró los párpados cuando la arranqué. Así fue como perdí la mayor parte del cabello. Era de mañana. El amanecer olía horrible. Sentí la garganta como si me la hubiesen tallado con arena.
     Cuesta arriba, escuché el motor de la camioneta cascabelear al darle marcha. Por fin se retiraban. Tenía los dedos de los pies amoratados e inflamados, tosía sangre, pero aún así podía correr. Subí cojeando colina arriba. Las piedras se me enterraron en la suelas. Me dolían mucho los dedos de los pies y el resto del cuerpo. Esperen, grité tan fuerte como pude. ¡Espérenme!

    
     Traducción de Luis Panini
 
 
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