Un poco de felicidad no muy lejos de aquí / León Plascencia Ñol

para C., un poco tarde
 
 

Tiene que haber un poco de felicidad no muy lejos de aquí, o ser invisible casi, como si mirara angustiado un punto blanco que crece con aliento de hormigas.
Tiene que haber un poco de felicidad. Escribiré ahora sobre una imagen que me persigue
lenta, como un paquebote entrando por el río. Es muy fácil: hay nubes que son blancos armazones del pensamiento. Alguna vez fui feliz, lo sé. Intuyo ciertos pasos
y entiendo que la herida y el dolor son baratijas. Entendí que las palabras tienen
un rumor que las vuelve, casi siempre, inteligibles. No hay ecos. Y muchas veces
quisiera atrapar esa imagen que me persigue pero no sé hacerlo. El hombre
que mira caer una jacaranda en Guadalajara no desea una bugambilia,
o ese cuchillo que es una ciudad nevada, casi al sur o norte de todas las cosas.
Es cuestión de intereses la elección premeditada, el lenguaje que desaparece.
El hombre que mira caer una jacaranda en Guadalajara, observa el muro deslavado,
la pequeña mancha que es la imagen de un Buda de la Misericordia. Parece
un rumor: Pátzcuaro, Papaloapan, Boca del Río, Tlacotalpan, Catemaco,
Isla de los Monos. Escojo una escena: el auto, entre un muro de niebla y lluvia,
avanza casi asfixiado y Ka sonríe en medio de la selva. Hace unos momentos estuvimos en el Salto de Eyipantla. Hay demasiada humedad y un niño muestra chagalapolis en sus manos. Todo es probable, el lenguaje posibilita girar
con brevedad el tallo de una magnolia, o hacer que yo, en este momento, bajo una luz que ciega, observe trazos en el aire, frente al muro que resalta las hojas del limonero, y una sombra repose en el nido de ese colibrí asustado. Tiene
que haber un poco de felicidad: Mi mujer, como una liana a la piedra, dormía abrazada de mí. Dormía mi mujer y yo la amaba con un amor profundo
de alga miru.  No hay contradicción entre imágenes, dije como si quisiera
resaltar una idea. Tengo la ventana abierta y, sin llamarlo, entra el colibrí
a casa. Es un mirón nervioso que busca la salida a su pequeño nido. Algo
hay que hacer para que no se dañe o muera: el resplandor viene de sus ojos.
No hay límite entre el paisaje: la belleza es una amante melancólica.

 

Hay una épica impura en el blanco de ese cielo que se ve por la ventana.
Luminoso de noi. Mi sono messo di mezzo a questo movimento. Algún día
diré las cosas últimas y esconderé los rastros de cualquier conversación.
Los caballos están bajo un cielo morado y hay guijarros en el camino; también las garzas se elevaron unos centímetros sobre los juncos. Tiene que haber
un poco de felicidad en el lenguaje escrito sobre el papel rojo. Recuerdo
una lancha lentísima por el Papaloapan, un murmullo —podías tocar
el agua templada con tus dedos— de aves que era casi una sinfonía afectada
por la insidia de la mañana. Plaf, plaf, hace la lancha al levantarse
brevemente del agua y caer como una ciudad minúscula que nos lleva
a nosotros un poco más lejos que nuestro caos. Admitiré una delicada
respuesta que contenga en tu disertación una nomenclatura de hojas,
pájaros e insectos. Más no podría. Pero algo perdí, aunque aún no lo sepa,
aunque el olor del Golfo nos acompañe como un perfume transparente.

 

Todo era posible y feliz en el blanco perfume de la carne: tan ligera como
la perfumada y rápida aspersión en las axilas. Todo fue posible al parecer,
pero no me gustaría mentirte: tengo una muchedumbre de rencores y de fiebre que se convirtió en naufragio, o velada costumbre de enseres y aspersión
en las axilas. Quisiera volver un poco a una imagen, entender el sentido
de los objetos, de las figuras que aparecen ahí, como si fueran rastros
de un pasado que vuelve en un color inabordable, o algo más desasido,
pero la imagen está ahí, y vuelve con su música insistente de súbito fantasma.
Lo dije entonces. Un momento: escucho el sonido del tren a lo lejos y temo
que altere el sueño de los colibríes que duermen en el limonero del jardín.
A mí, la imagen me desconcierta like a serpent among roses, dijo el anciano
poeta de rostro ausente. ¿Sabes a qué imagen me refiero? Hay un golpe
hacia adentro en esta anegada primavera: duran los cuerpos visibles
un instante en la retina pero vuelven casi como sombras extendidas en el mantel del amor que está ahí. Una imagen. Una flecha casi al momento de repetir
que el lenguaje tiene algo de oscuro animal y súbita celebración. Lo digo:
esa imagen de objetos y figuras representa una ligera sensación de felicidad.

 

Um gesto sim paisagem es territorio de ausencia o dispersa voz de la nostalgia.
Tiene que haber un poco de felicidad, o esa imagen recurrente, pues la vida,
en principio, sólo es una distancia entre aquí y allá. Entre ambas partes
los pelícanos y gaviotas buscan, en un bailoteo nervioso, un poco de comida
en la arena. No hay nada nuevo pero todo es nuevo. El pez que salta y se detiene un instante en la mirada, los niños asombrados, Ka nadando entre las olas. Son signos de lo lejos, que ahora vuelven en un lenguaje que se construye de retazos. Pátzcuaro, Papaloapan, Boca del Río, Tlacotalpan, Catemaco, Isla de los Monos. Estoy esperando una señal, o cierto gesto que la costumbre no ha matado,
como si fuera un ciervo o lenguaje que se trastoca en nervio puro, en desamor. Hay una falsa costumbre de repetir sonidos, pasiones anegadas, presencia oscura.
Hablé de una imagen envolvente, cuya transparencia era una mordedura. Pero
la imagen es cierta, casi tonal, o mejor, esa imagen es como la música pasada,
o una construcción de hechos, aunque siempre, al volver a ella, encuentro
que las figuras cambian dependiendo del tiempo. A veces son borrosas, otras,
la nitidez es como paisaje: en un mundo sin cielo todo es despedida. Ka agita
la mano, o es el recuerdo del pasado la restitución de un instante. Hay líneas precisas para armar el retrato: lentes oscuros, botas casi hasta las rodillas,
chaleco negro, blusa blanca, pantalones negros dentro de esas botas y el sonido del avión que ya se vuelve: el día es una turbina de deseos. Algo tiene el lenguaje de guijarro y de repentino arribo. O son cirros que no podemos descifrar.

 

El vuelo de las palomas en un cielo azul pálido es como el abrazo de regreso.
La copa del tabachín, una paloma en la cúpula del edificio, son fragmentos
momentáneos: la mirada encierra un relatado amor: Isla de los Alacranes,
Ajijic, Chapala, Sierra del Tigre, Concepción de Buenos Aires. La lluvia cae
con insistente monotonía: Ka duerme por la carretera; Ka fotografía el mundo: un ciruelo estalla, la voz es un arco en el lenguaje. Algo quise decir entonces, algo estoy diciendo. «¿Cuándo el amor es como el aire?», dice Ka, «¿Cuándo
es agua nerviosa, volcán enrarecido, muro de enredaderas y serpientes?». Todos los actos son visibles: hay un muro elevado con un poco de musgo, una rápida construcción de mampostería falsa, una melodía que sigo imperceptiblemente con los dedos. Tiene que haber un poco de felicidad en este estallido de signos, aunque no importe nada, aunque te haya dicho que borro un viento inesperado con la simple sensación de decir tu nombre. Yo soy quien planea un cambio
de escena: déjame tocarte. Los dragones voladores crearon un muro entre
los juncos. Había una humedad excesiva en el paisaje: nunca había visto esos árboles de hojas rojas, nunca me había mirado Buda como lo hizo mientras yo pensaba en los ojos del dragón volador y en el vuelo rasante de la grulla. Déjame encontrar un camino, te digo. Las cáscaras de limón manchan, ten cuidado
con las cifras o las enumeraciones. Podría decirte que los cantos del monje
budista eran como latigazos que iban directo a mi cuerpo: no había fiebre,
era otra cosa. Ka duerme, o susurra: Ajijic, Sierra del Tigre. El aire entra
por la ventana abierta del automóvil. Desde aquí puede observarse el lago:
es una mancha enorme de azul transparente, de verde sinuoso. Ka sueña
con una ola en Cartagena, con un eucalipto de la Sabana, con una montaña
que no está aquí. Hay rastros de nosotros en el lenguaje. Tiene que haber
un poco de felicidad. El hombre que mira caer una jacaranda en Guadalajara
no desea un fuego nocturno seguido de fantasmas. Podría decirte ciertas
cosas casi elementales: vivir en la diminuta península atrajo un movimiento
de grandes alas y de músicas extrañas. Extravié mi nombre entre nombres
imposibles —la brisa hacía de su camino una leve partícula. Quizá no entiendes que construí con unas cuantas piedras un pequeño monumento al dios
de las cosas perdidas para volver a la península. Regresa la imagen que no
sé describir. Está allí, agazapada entre el lenguaje: como un cielo cercenado, como tierra roja, como música que gira, y girando estalla en la luz de la escritura.

 

 

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