Punto de fuga / Guillermo Espinosa Estrada y Verónica Gerber Bicecci

Para Mirta Bicecci

La sala de exposición está completamente vacía; una ventana abierta sugiere asomarse. Del marco cuelga una escalera de sábanas blancas anudadas. El artista ha escapado y esa fuga es su obra. Un domingo en Rivara es la pieza con la que Maurizio Cattelan huyó de una galería italiana en 1992. Diez años después, tras la impaciencia de no poder resolver una muestra próxima, Cattelan se encamina a una comisaría y declara que le han robado de su coche una valiosa escultura que no existe. Al día siguiente, en la pared de la galería, aparece el acta de robo mecanografiada por el policía que lo atendió. Otra vez, el artista ha resuelto por el camino fácil sin dejar de señalar una evasión: desertar como obra. Cattelan se va por las ramas y consigue un resultado inesperado; se escabulle y, con ingenioso cinismo, se salva del regaño del director. Su trabajo funciona a partir de la ausencia —de él mismo y de un discurso­—, hace evidente la falta, el hueco. Y el mundo lo perdona por simpático, porque le sale bien la apuesta, porque la ficha cae en su número, porque ha hecho algo que cualquiera desearía pero nadie se atreve a hacer.
    
     Los socios de un Club Rotario deben asistir como mínimo al 50% de las reuniones ordinarias por semestre, aunque puede que algunos clubes cuenten con requisitos más estrictos. De lo contrario, deben compensar ausencias dentro de los 14 días anteriores o posteriores a la reunión.
     Consulte el Directorio Oficial o utilice el Localizador de Clubes Rotarios para obtener información sobre la hora, el lugar y el día de las reuniones, así como información de contacto.
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     He estado en la escuela desde que recuerdo. Mi memoria es un tanto perezosa, mis recuerdos más remotos no lo son tanto, pero, con base en documentos familiares, puedo asegurar que he ido a una institución de enseñanza, casi diariamente, desde que tenía cuatro años. Llevo 26 años asistiendo a un lugar donde me enseñan cosas, y no dejé de ir cuando empecé a enseñar esas mismas cosas que había aprendido. Pocas actividades son más nobles que enseñar algo, es el único gesto de altruismo del que soy capaz con mis congéneres. Aun así, o tal vez por lo mismo, me veo obligada a reivindicar el valor didáctico e intelectual de irse de pinta, ese acto de faltar a clase intencionalmente, a posta, porque, estoy segura, sólo en esa diversión del pensamiento se halla la contraparte fundamental de una verdadera gnosis.
     Ignoro por qué en México se designa irse de pinta al acto heroico, de suprema individualidad, de faltar a clases. Me imagino que, en algún momento, estas misteriosas ausencias debieron relacionarse con la indignación del grito «¡No estoy pintado!», o con las pintas —políticas o de otro carácter— que aparecían en los muros de la ciudad. Aunque tal vez no. Yo también hice pintas, eróticas las más, pero nunca a la luz del día; era mejor ampararse en la alcahuetería de la oscuridad. Sea cual sea su fundamento, el acto de irse de pinta es tan antiguo como el de ir a la escuela; van de la mano, tienen el mismo origen y la misma finalidad: conocer, aunque en esta manifestación el magisterio se ejerza de forma negativa, en su ausencia. Tras soportar innumerables reuniones de maestros y juntas de departamento, estoy convencida, el profesor teme ante la ausencia del alumnado, pues siente amenazado su saber; cree que el faltista descubrirá, en las afueras de la institución, su falibilidad, su fraude, y —lo mejor de todo— probablemente así sea. Un maestro que pasa lista es un cura que prefiere una parroquia ajena a las Escrituras, o un contador filibustero buscando clientes que no saben usar el ábaco. Para ellos, el alumno desertor es un caballo sin brida: no quiere ir adonde lo llevan, si hay parajes mejores y al jinete le aterra caer sin conmiseración en su cabalgata. Por desgracia son los más, están en todas partes, nos rodean desde la oscuridad de
sus cubículos y sólo nos percatamos de ellos al escuchar su grito de guerra: «¡Justificanteeeeeeeeeee!».
     Nunca me fui de pinta a la edad en que uno debiera hacerlo. Para faltar a la escuela, las únicas razones posibles eran los días feriados, las vacaciones o alguna enfermedad que no me permitiera pararme de la cama —y los desplantes de mi madre después del divorcio. Recuerdo las pláticas y los planes de mis compañeros en la secundaria. Incluso recibí propuestas concretas de mi mejor amigo para ir a remar a Chapultepec, o para aventurarnos en la gran ciudad tomando un pesero con destino desconocido. Pero siempre me negué. Siempre me hice la sorda. No podía entender la importancia de un acto así. Pensaba en qué haríamos el sábado si nuestra aventura semanal sucedía un miércoles. Concluía que él tenía otros planes el fin de semana, que no quería invitarme, y por eso me pedía cambiar de días. No podía aceptarlo: los sábados eran nuestro escape permitido, nuestra pinta. Pero, sobre todo, no sabía cuál era el sentido de cambiar el orden de las cosas. Eran así por algo y eso no me molestaba. Nunca me molestó ir a la escuela. Nunca me pareció terrible levantarme temprano. Por supuesto, millones de tareas me produjeron absoluta pereza. Y muchas clases también, a las que a veces faltaba, pero siempre con alguna argucia para convencer al prefecto de que tenía algo mucho más importante que hacer y así conseguir su «permiso». Siempre logré convencerlo, siempre pude justificarme participando como organizadora en eventos escolares o ensayando en la escolta. Nunca me animé a retar el orden universal de esa forma. Incluso me parecía estúpido. Ahora pienso que en realidad nunca lo entendí. Creo que todavía no lo entiendo del todo. No sé por qué alguien podría disfrutar de tal angustia. Y ahora lamento el montón de historias que no puedo contar porque no lo hice, porque no las tengo. Porque no hubo razón que me convenciera. Porque nunca me escapé.
     Mis mejores amigos, los que me formaron y los que me acompañan ahora, han sido entes extrañamente libres e inconformes con las reglas del mundo. Los otros siempre me han parecido muy aburridos. Los amigos que recuerdo con mayor cariño son aquellos con los que, sin darme cuenta, se hacía de noche en el parque, en la calle, dentro de una casa abandonada, en una azotea o haciendo cualquier otra cosa que no fueran las labores escolares. Es extraño que estos seres insatisfechos siempre hayan sido los más cercanos, además de los únicos que han tratado de convencerme de no hacer lo que debería. He preferido lidiar con sus propuestas y negarme estoicamente, antes que pasar un día con quienes nunca desafiarían algo. Lo lógico, según mi manera de actuar, habría sido pasar la tarde con la matada del salón, y eso sólo lo hice cuando teníamos examen y no tenía idea de qué habían enseñado en clase. Pasar el día ahí sin ese pretexto era la cosa más incómoda del mundo. Ahora lo veo como si me hubiera aprovechado de ella; en aquel tiempo no me parecía así. Que no faltara a clases o que no quisiera irme de pinta, no significaba un aislamiento intelectual más allá de las puertas de la escuela o en la vida diaria.
     Irse de pinta es un rito de paso, una obligación moral en la adolescencia y, al mismo tiempo, una reflexión intelectual y erótica, una educación sentimental, la corroboración última de nuestro proceso educativo —a punto de concluir o listo para comenzar un nuevo periodo. El joven que se va de pinta lo hace porque, como el bebé, un día no necesita los brazos de su madre; puede gatear, de repente ya no requiere la instrucción precisa y actúa. Es el primer acto de pensamiento autónomo y, como quien deambula, el joven comienza a pensar por sí mismo, alejado del maestro y de la institución. Irse de pinta es una diversión porque implica una encrucijada lúdica, además de privilegiar lo innecesario ante lo fundamental, lo pasajero ante lo perenne, lo frívolo ante lo importante, lo único ante la rutina. Es una digresión radical, un paseo del intelecto; es ver del otro lado del espejo, repensar las cosas, ponerlas a prueba, tomar distancia. Pensar eso mismo que deberíamos estar haciendo pero desde otro lugar, sopesar la importancia de las cosas desde una perspectiva donde no hay gravedad. Es tomar un riesgo, hacer algo diferente, cuestionar un argumento; por eso, pocas cosas más extremas que irse de pinta en plena pinta: aquel que lo hace prefigura ya al filósofo. Irse de pinta es asumir la inmensa responsabilidad de nosotros mismos, pensarnos otros, salir del yo para mirarnos desde alguien más; afirmar nuestra autonomía para descubrir, al día siguiente, que debemos volver al aula pero solamente porque así lo hemos decidido, sólo por eso.
     Fue hace muy poco que decidí irme de pinta por primera vez. Uno de esos buenos amigos diagnosticó de forma demasiado correcta mi padecimiento, designándolo como el síndrome Pepe Grillo. Mejor aún, pudo reconocer en mi mirada y en mi cutícula a este individuo hablándome. Cada vez y sin error. Cada vez y sin que se le pasara por alto. Supongo que decidí irme de pinta con él porque antes nadie se había preocupado por entender que esa enfermedad iba más allá de una ñoñería crónica o ausencia de curiosidad. Saberme comprendida me convenció. Me escapé. Por supuesto, no pude detener la reprimenda de Pepe Grillo, ni la tormenta de reclamos que esa decisión trajo sobre mí. Inesperadamente, era una persona importante por faltar un día a la escuela y eso, en algún sentido, fue maravilloso. Pero más relevante aún fue que, mientras más me mojaba y trataba de salir del mar picado de exigencias y demandas, más pensaba que lo volvería a hacer, sin duda alguna, a pesar de todas las puertas que parecían cerrarse. Porque las razones que me llevaron al escape eran mucho más importantes que las que me hacían quedarme, y porque honestamente creí que mi partida estaba justificada como las otras veces, como antaño creí que podría librarme. Pero no, esta vez, irme era decidir para mí, y quedarme era una decisión para los demás. Hay algo de ese acto egoísta que me sigue provocando remordimientos. Ése es el único precio que no deseaba pagar, pero era el justo.
    
     Si deben ausentarse por motivos de viaje, se exhorta a los socios a compensar ausencia en los clubes del área que visitarán. Una pregunta constante entre los rotarios es qué hacer cuando no hay clubes en los lugares que visitan o si, por una emergencia, deben ausentarse de una reunión. Una alternativa es asistir a la reunión de:
     – Club Rotaract local.
     – Club Interact.
     -Grupo para Fomento de la
     Comunidad.
     – Agrupación de Rotary.
     Los rotarios pueden asistir a una de estas reuniones para compensar ausencia. Otra alternativa es participar en una sesión virtual en un ciberclub Rotario Rotary E-club Web Site.
     Para más información consulte con el Secretario del Club y el Ciberclub de su interés.
    
     En Cattelan la ausencia es un enunciado, una ecuación controlada. Las consecuencias están totalmente medidas, el resultado nunca falla, nadie lo echa de cabeza. ¿Qué pasaría si nadie le creyera? ¿Por qué no hay un personaje poderoso e incrédulo que lo amoneste y le ponga un ultimátum? Cualquiera preferiría tomar el sol frente al mar antes que elaborar una pieza para una exposición, y Cattelan se las arregló para conseguir ambas con Blown Away: The Sixth Caribbean Biennale.Si ha logrado escapar con éxito es porque su proceso está en la mente de todos, aunque sólo él se anime a llegar al extremo de hacerlo y, desde luego, eso produce tanta admiración como envidia.
     El ensayo es una de las grandes excusas para irse de pinta, la única estructura donde tiene lógica, donde es posible comenzar un texto con hipótesis trascendentales, pasear por la playa, invocar un recuerdo de infancia, recurrir al plagio, mentir y saquear anécdotas de un artista que bien podría ser un embustero, para terminar con un enunciado que ordene todas las partes. Un espacio donde lo inesperado, no en el sentido de la sorpresa o la artimaña, sino en el sentido de salir a dar la vuelta, es importante al volver, cuando se escribe. El ensayo es un diámetro que a veces se cierra, cuando no se va por la tangente. Hacer una cosa es dejar de lado muchas otras. Somos, en efecto, las decisiones que hemos tomado, conscientes o no. Eso nos hace terriblemente contingentes y causales a la vez. Irse de pinta dibuja un camino parecido al que debiera tomar un ensayo y, éste, en su caótico devenir, a veces se entrecruza con nuestra trayectoria vital. Ese acto de comunión es nuestro verdadero justificante.
     Las ruinas de un muelle no pueden llevarnos a ningún lugar. Aunque Pepe Grillo intente persuadirnos de volver, esos restos son también un trampolín. Corríamos desde cuadras antes quitándonos la ropa para saltar directo al agua y nadar lo más lejos posible.

 

 

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