La muerte es un accidente / José Castellanos

Poética de La Tercera Guerra Mundial de Ismael Grasa

Guadalajara, Jalisco

Tu memoria te está jugando bromas pesadas; ya no distingues una semana de otra, han sido días difíciles y el calor no ayuda mucho; incluso pareciera que tienes la misma cantaleta en todos los trabajos finales; ¿podrás confiar en tus recuerdos en este preciso instante, cuando es de vida o muerte académica concluir con la idea para el ensayo final de Poéticas del siglo XX? Todavía es temprano, te convences a ti mismo para que el sueño desaparezca, pero estás tomando demasiada agua y eso puede acarrearte minutos perdidos mientras vas cada quince minutos al baño; no quieres el típico ensayo riguroso, de cita cada veinte renglones, quieres jugar con la creación y contar algo, lo que sea mientras desarrollas vagas ideas que intentan justificar que aprendiste algo durante el semestre; repasas los apuntes realizados en clase, vaya, sí que tienes que mejorar esa letra, Castellanos; y todo parece tan debatible; hablar del instante no estaría mal pero sería mediante un texto audiovisual –Cashback de Sean Ellis (2006)-; demasiado tarde, no compraste el DVD, entonces habrá aspectos que perderás para aplicar los conceptos del maestro Bachelard; corres a tu librero a buscar precisamente un libro que encaja perfectamente con una idea que vienes desarrollando desde hace días y precisamente es pertinente aplicar y reflexionar con las ideas de Jorge Wagensberg; sobre todo por la concepción del gen cultural (el meme), al final -piensas- todo se resume en la cultura, en la sociedad; una idea muy de la sociocrítica ¿no?, como sea, el objetivo de la misión si desea aceptarlo, agente C, es desarrollar una idea, determinar por qué la muerte es un accidente, a partir de la lectura de La Tercera Guerra Mundial de Ismael Grasa; el plazo límite será el lunes nueve de junio del presente año, sus recursos, pues…, este, cómo decirlo: va solo m'ijo, así que como va -fin del mensaje.
    ¿Fue acaso Christian Duverger el que argumentó en su libro La flor letal. Economía del sacrificio azteca que la muerte para la concepción mexica [grave error seguir propagando el término azteca cuando se trata de una invención norteamericana] se trataba de un accidente, debido a que nadie moría de viejo?; reflexionas un minuto, miras alrededor y te percatas de que puede ser, porque recuerdas haberlo leído, sobre todo expuesto a eso del tercer semestre de la facultad para tu clase de Literatura prehispánica; mas, ¿los adelantos médicos no nos han enseñado que en el transcurso de nuestras vidas la oxidación de nuestras células representa la batalla que tenemos perdida ante la idea de ser inmortales orgánicamente hablando?, inclusive los galenos nos han confirmado que ahora se muere de todo: de diabetes, cirrosis, derrame, paro respiratorio, ataque al miocardio, y la lista continúa; pareciera que viene a confirmar la idea de que nadie muere de viejo, al menos no en nuestros días; pero, por qué es un accidente la muerte misma; sigues reflexionando sin importar si brincas de una primera a una tercera persona; es más fácil imaginar que te encuentras divagando ante un salón de clases que escucha atento, puede que a uno que otro alumno no le importe lo que digas, siempre sucede, pero basta, te estás desviando del tema; la muerte, tema tan especial en nuestra vida, quizá la única certeza -parecería contradictorio- absoluta en este mundo: todos moriremos algún día, no hay vuelta atrás; ahora recuerdas la visita al museo de esta ciudad que huele mal; la representación de una tumba de tiro, también vendrán los ecos de una lectura un tanto antropológica que señalaba que los ritos funerarios son tan antiguos como la permanencia del hombre en el planeta. Comienzan a surgir los conceptos e ideas de Wagensberg: el hombre, al verse siendo, se aleja de lo natural, comienza a desarrollar el conocimiento y con ello las primeras ideas abstractas; el proceso natural ahora es temido porque representa la mayor, la más grande de todas las incertidumbres humanas: ¿qué hay después de la vida?
    El temor conlleva adoración, más vale prevenir que lamentar; no lo sabe a ciencia cierta -miles de años después y seguimos cuestionándonos, aunque a veces nos venden ideas tontas-, sin embargo de algo es consciente el hombre: no hay vuelta atrás una vez que uno ha estirado la pata; entonces la adoración se ha convertido en la manera de luchar contra la incertidumbre; la muerte es respetada; algo en común pareciera que existe en las diversas manifestaciones funerarias de las culturas; al difunto se le prepara tal como se haría en la vida misma: se le pone una moneda debajo del paladar para pagarle a Caronte, se le regala un perro para que lo acompañe y guíe en la oscuridad, se le entierra con sus objetos queridos por si los llegara a necesitar en la otra vida -ese concepto tan abstracto, una bella ilusión porque la duda no permite ver más allá, porque puede que el ser humano no contemple que una vez finalizado el viaje ya no hay para dónde irse; quizá todo tenga como motor el deseo de inmortalidad orgánica; instintivamente, los seres vivos luchan por preservar la especie; diversos estudios -o interpretaciones del reino animal- han resaltado la lucha de los organismos para continuar su linaje genético; palabras mayores sería afirmar que se busca ser eternos en la descendencia; pero no es tan loca la idea; ¿y culturalmente?; si bien continúo hablando con mi alumnado ficticio sobre el aspecto natural del caso, la moneda trae otra cara: es posible que ya en el plano social, para satisfacer esa necesidad orgánica -el concebirse sempiternos- el ser humano luche contra lo irremediable, mediante la construcción de increíbles mausoleos -y aquellos que no tengan el suficiente dinero recurrirán a dejar plasmadas sus reflexiones, sueños y tormentos- se deja huella del paso por esta vida; uno impregna el anhelo en las cosas, en las ideas; uno se vuelve inmortal al ser recordado por los siglos de los siglos, amén.
    Culturalmente hablado, es algo que venimos arrastrando por mucho, mucho tiempo -reflexionas otra vez, te detienes un momento y corres a acostarte un momento, te sigue doliendo, ya no quieres pensar en Ella, bien, bien, Castellanitos, cinco días sin saber de Ella y todavía no te has muerto; por favor, vuélvete a concentrar en la idea original-, escribir hasta olvidarla -y la incertidumbre te toma por sorpresa; ¿habrá alguien a quien se le hayan ocurrido estas ideas mucho antes que a ti?, indudablemente, no hay nada nuevo bajo el sol, el chiste es cómo decirlas, ¿no crees?, y te respondes a ti mismo. Por imitación se conservan ciertas manifestaciones, entre ellas precisamente la de doña Calavera; entonces existe una cohesión en una identidad colectiva; cada cultura demuestra su respeto o temor al fin terrenal de diferentes maneras; gracias a la sociedad tenemos una manera de ser ante lo inevitable -de lo colectivo a lo individual, las personas quedan marcadas ya sea por su religión, por la geografía donde se desarrollan sus vidas, por su nivel económico, su educación; aunque estúpidamente un comercial tergiverse la idea y diga que a los mexicanos nos da risa la muerte, en fin; ser preserva al individuo en la realidad.
    A todo esto, qué tiene que ver la reflexión de la muerte con el texto que nos ocupa en esta ocasión, el cual no ha sido bien presentado; La Tercera Guerra Mundial, novela del escritor Ismael Grasa (Huesca, 1968), rompe con todo ese esquema de solemnidad en la narración y descripción de la muerte de algunos personajes; simplemente el deceso es casual, es un accidente, tal como resbalar de un peñasco, o darse un tiro por error con la escopeta de caza, o sencillamente morir en la granja de cerdos que uno cuidaba; Grasa, pues, retrata de manera fría el sentir de toda una generación, la cual ha perdido ese sentido de respeto -por llamarlo de alguna manera-, se ha desprendido de las pompas fúnebres y aprecia el desenlace de la vida desde una perspectiva natural; la muerta pareciera -dentro de la novela ya no representa un estado de duelo, conmoción, incluso de incertidumbre, sino que es una mención como lo pude haber sido: "y fue a lavarse los dientes"; ha de ser notable este aspecto porque lo apreciamos todos los días en las "grandes" metrópolis [reflexionas acerca de si Guadalajara es grande, pero sobre todo si es una metrópolis en toda la extensión de la palabra], la muerte es constante, incluso el individuo pierde su nombre para convertirse en una estadística, en una vil cifra: el número de víctimas del transporte público, el aumento reciente de fallecimientos por males cardiacos, y la lista continúa; por supuesto que a esta idea tendríamos que delimitar que ello sucede en un plano superior dentro de la sociedad -estúpidamente acrecentada-, puede que en el plano estrictamente familiar se siga presentando toda la parafernalia que involucra la muerte de un ser querido. Pero el individuo ya no influencia a la colectividad, sino que ésta última determina al primero.     La estimulación temprana juega un importante papel; al estar rodeados de manifestaciones violentas -series de televisión, películas, videojuegos, inclusive la misma realidad [que involucra la delincuencia, la inseguridad], la propia literatura-, el niño que se desarrolla en un ambiente sin muchas restricciones al respecto del contenido que ve en televisión y demás exposiciones, comienza a perder lo que podría considerarse el asombro y fascinación que despertó la cuestión de la muerte en nuestros antepasados; por ende se convierte en algo común, tan fácil de solucionar como apretar el botón de reset y "comenzar otra vida" en la consola de videojuegos -la idea misma de la inmortalidad presente-, aprende ese niño que los "malos" realmente no se mueren con el primer balazo y que siempre volverán a aparecer minutos previos al final de la película; como resultado, la misma representación de la muerte carece de significado, aunque tendría que verse hasta qué punto ya sea inconscientemente la idea de la preservación de la vida misma o culturalmente el aspecto moral, predispone que el individuo sea un poco razonable y no mate a diestra y siniestra a cuanto individuo se le cruce en el camino; aunque en ciertos casos rayaría más en la cuestión psicológica hasta qué punto un individuo pierde la noción de realidad y la confunde con un videojuego por ejemplo.
    Reconoces que es muy difícil, al menos en tu caso que eres niño nintendo, no saber distinguir la realidad y el mundo ficticio de un simulador -más cuando el segundo está  compuesto por pixeles- no obstante que se han presentado casos en que un chaval se cree espadachín y zaz una cuchillada al hermanito; pero no se trata de buscar culpables fáciles o señalar que la degradación de nuestra sociedad se debe a la televisión; simplemente el comportamiento individual -regido, incluso determinado por la colectividad- se encuentra en constante cambio; pretender estancarse en una "época dorada" es una vil contradicción incluso natural: nosotros mismos no somos el individuos de ayer, esto desde el nivel celular hasta el plano de las ideas. Los conceptos y su importancia evolucionan conforme la sociedad y el individuo optan por diversos medios y prioridades; en el caso de la muerte -recurrencia en el texto de Grasa-, ello nos remite a una cuestión que se acerca más a lo natural sin tantas complicaciones; incluso ya no se cuestiona al suicida -hermoso detalle para señalar; si bien, la muerte "natural" resulta en sí misma asombrosa, el actuar de un suicida me resulta más fascinante; cabe señalar que existía la concepción de que aquel que atentaba contra su vida debía en primera instancia ser un individuo exageradamente valiente, porque pocos -salvo los taraditos que salen en la televisión por unos cuantos pesos- se atreven a cometer un acto que vaya en contra de sí mismo; sin embargo, dicha noción cambió, terminó el suicida por llamarse cobarde, expulsado del paraíso y sobre todo condenado con una pena mucho mayor que otros pecados; esto porque si nos detenemos a reflexionar un poco, la figura del suicida sacude las estructuras más fundamentales en la concepción judeocristiana -la que nos rige de cierta manera- debido a que rompe con toda la estructura del dios que predetermina nuestra vida -tenemos un objetivo en la vida, según esto-, porque aquello de "la hoja del árbol no se mueve sin la voluntad de Dios" pierde validez al momento que se lleva el acto suicida; es el libre albedrío a tope, pero por más que se le quiera ver la incitación diabólica o la estupidez misma, en ningún momento ese dios misericordioso -en dado caso que tuviera predispuestos nuestros actos- permitiría que una de sus criaturas cometiera lo peor; es por ello que al suicida se le debe despreciar, no permitir que se le entierre en campo santo, incluso recordarlo, por ello la familia lo oculta, lo convierte en su historia secreta y lo más grandioso es que también en el texto de Ismael Grasa el acto y el individuo mismo ocurren de la manera más natural posible; también se ha desprovisto ese carácter de asombro e indignación, simplemente uno se dio un balazo y listo, para qué tanta bulla.
    ¿Será todo? ¿Acaso ya no se te ocurre decir nada más?, tienes a tu lado una novela que te entretuvo por dos días y sólo atinas a decir un aspecto; en realidad podría decir otras tantas cosas, pero sería salir un poco de la línea argumentativa, si es que ha tenido una este intento de ensayo. Llego a concluir que la novela de Grasa presenta una condición primordial, quizás fundamental para entender estos tiempos; el miedo a la muerte ha desaparecido, puede que no del todo, pero preocupa y asfixia más vivir el día a día que no volver a despertar; la muerte en sí se encuentra fuera de nuestro alcance, para los personajes del autor español se encuentra en manos de un dirigente, de un militar con la facilidad de apretar un botón que desencadene la Tercera Guerra Mundial, un invierno nuclear, el fin de lo que conocemos; presenciamos la aceptación incondicional -posiblemente no explícita- del factor natural; lo cultural simplemente no puede luchar contra lo irremediable, la muerte se presenta como un accidente, como algo que logra alterar el orden de las cosas pero no para tanto; por ende es vista de la manera más natural posible, resulta que todo finalizará, ya no hay razón para ganar la inmortalidad, el miedo ha perdido la capacidad de instruir a los hombres, la incertidumbre ha dejado su lugar a la cruda realidad. Reflexionas por última vez, puede que la sociedad, la cultura occidental -por desgracia no conozco a fondo la oriental- ha ido moldeando la concepción de la vida y la muerte; ha perdido fuera el temor, los medios de comunicación se esfuerzan por mostrarnos que se tiene que vivir gozosamente, preocupándonos por adquirir sabe cuántas chucherías para ser felices; la creación de una nueva identidad colectiva, consumista, desprovista de las preocupaciones espirituales; para qué preocuparme por algo desconocido si aquí soy feliz con mi camionetita Renault; por ello resulta ser tan desgarrador el libro de Grasa en ese aspecto, porque nos proyectamos y lo seguiremos haciendo, no tanto el habernos hecho conscientes que la importancia respecto de la  incertidumbre de la muerte ha cambiado, sino que denuncia las características de una cultura que ha perdido en general la cualidad de asombro; ya nada genera sorpresa en el ser humano, todo se ha vuelto tan cotidiano, como el fallecimiento de cientos de personas en Bolivia o los miles por un terremoto en China, simplemente son accidentes, eventualidades que después olvidamos, porque uno tiende a volverse egoísta, inclusive uno deja de considerarse parte de una colectividad; he allí por lo que considero importante leer autores contemporáneos y no de hace treinta años, como mal intentan promover en el Departamento de Letras; autores actuales con otra visión, con otras denuncias, la literatura está viva, como nosotros; ¿por cuánto tiempo?, no lo sé, en realidad no me quita el sueño, aunque hay algo seductivo en la idea de irse a dormir y no volver a despertar -pero ser consciente de que uno ha colgado los tenis, si no qué chiste tendría.
    ¿Entonces nadie muere de viejo?, preguntará un despistado alumno ficticio, después de la disertación sociocultural; lo malo es que la atención no se aprende por imitación; al final tanto el plano natural como el cultural sufren transformaciones, todo gen tiene la viabilidad de evolucionar, para bien o para mal; dependerá de las circunstancias; no abogo por que se retomen los ritos mortuorios, ni que se olviden; manifiesto que su realización -en pro de vencer la incertidumbre- ha llegado a un punto cuestionable, en el que aparentemente el aspecto natural le ha ganado a la manifestación cultural ceremonial; la cultura también es un ente vivo, en constante modificación, seguimos rindiendo respeto a los que ya no se encuentran con nosotros, no hay duda de ello; el detalle es continuar viendo con tanta naturalidad a la muerte.

Referencias
Castillero Manzano, Silvia Eugenia Castillero (2008). Anotaciones sobre Jorge Wagensberg, material para la clase Poéticas del siglo XX,  Licenciatura en Letras Hispánicas, UdeG.
Duverger, C. (1986). La flor letal. Economía del sacrificio azteca. México: FCE.
Grasa, I. (2002). La Tercera Guerra Mundial. Barcelona: Anagrama
Silvia Eugenia Castillero Manzano (2008),

 

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