Confinamiento: la escritura no es un acto solitario

Gustavo Íñiguez

Gustavo Íñiguez (Valle de Guadalupe, Jalisco, 1984). Es autor de Vocación de animal (Mantis, 2016).

La memoria, una vez más, me responde con hipérboles: Le abrieron el pecho / como a un caballo / y me asombré de su fuerza. Al ser consciente de que llevaba algunas semanas en casa y la cuarentena se prolongaría por un lapso indefinido, vinieron estos versos de Patricia Mata (Guadalajara, 1985) de forma insistente. Entendí que el confinamiento se me presentaba como una hendidura: el tiempo había sido abierto en canal y me pregunté por los objetivos que tenía antes de este hachazo. Con la idea de un animal desollado en mi cabeza, los antiguos propósitos se diluían en el descuido. La velocidad con la que había presenciado los acontecimientos se acercaba más, continuando con la analogía , a la idea del flujo sanguíneo en un caballo de carreras. Sin embargo, al estar confinado, los sucesos aparecían con la lentitud del goteo en un animal que, colgado, se desangra.

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El primer entusiasmo me reveló una profundidad poco explorada: el breve territorio de la casa con sus grietas domésticas por donde se escapaban la atención, el tiempo, las ideas y los conceptos que ya no encontraban resonancia en ese «adentro » , el escenario del desollamiento. La comunicación virtual mostró contundentemente su alcance: lo íntimo en su doble exposición, como quien pudiera atravesar el espejo. Se nos presentaba nuestra imagen y la imagen de los otros en su «adentro » . Los ojos circularon por las paredes hurgando hasta donde alcanzábamos las vidas de ellos y, al mismo tiempo, encontrábamos las miradas curiosas tratando de ir más allá del cuadro que abarcaban nuestras cámaras. Crecía la secreta necesidad de no revelar la presencia de un animal expuesto y desangrándose en nuestro espacio más íntimo. La novedad del optimismo se fue degradando hasta mostrarme la perplejidad y me vi en la búsqueda de estímulos superficiales: llegó de súbito la necesidad de contacto. Un «afuera » , el espacio en común que no había hecho consciente y la formulación de frases que nombraban esa presencia abierta como un caballo mientras se volvía urgente emprender una carrera hacia los otros.

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Ingenuamente creí que era posible continuar con la escritura y todos los intentos derivaron en la misma frase, en una sola idea torturante que veía una y otra vez sin poder desenvolverse: Éste es el poema / que escribiré / el resto de mi vida, dije con las palabras de un texto de Marlene Zertuche (Guadalajara, 1983). La imposibilidad del diálogo frontal y el aislamiento en el que había sido puesto me mostraron la inutilidad en las capas de un concepto asumido y en el que no había reflexionado lo suficiente: la escritura es un acto solitario, rodeado de silencio (pero el silencio también había sido fracturado, con la misma fuerza que el tiempo). La reflexión me arrastraba nuevamente a las obsesiones que no se abrían por más que intentaba colocarme en las condiciones ideales para el silencio solitario, y me sorprendía que ese poema perenne no llegara hasta el lenguaje, no podía materializarlo. Entonces intenté aprovechar la comunicación que me permitía la isla de mi casa. Presencié una urgencia por participar de lo común, de los estímulos del diálogo.

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Pensé que la palabra confinamiento era la que mejor describía el proceso de asimilación, la manera de utilizar la carne del caballo expuesto. Traté de entender esta velocidad y de adaptarme, de buscar las rutas para acercarme al otro, para que la participación en los mismos espacios me permitiera estar en el estado propicio para que lo creativo (colectivo) ocurriera. Tuve la sensación de haber accedido a la «Velocidad de otro tiempo » , como lo escribe Horacio Warpola (Querétaro, 1982): todo en ese futuro era intimidad y contemplación […] nos vi en el futuro pero de nada servía de cualquier forma el campo iba a incendiarse. Nos vi en el futuro tratando de entender cómo fue que nos arrojó su proximidad en el rostro y también a nosotros nos abrió el pecho como a un caballo. Todos los días estamos, desde el presente, lidiando con el futuro, que parece atravesarnos en tropel mientras uno toma notas como un acto de fe: el presente de la escritura es un acto colectivo.

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Y la presencia impuesta del futuro me formula una pregunta: ¿la vida o la escritura de la vida tenía un propósito antes del hachazo?

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