El pacto con los dioses

Silvia Eugenia Castillero

Silvia Eugenia Castillero (Ciudad de México, 1963). Una de sus publicaciones más recientes es Atrios (Universidad de Guadalajara / Bonobos, 2019).

¿Qué es el tiempo? Un continuo sobre el que nos desplazamos desde un principio hasta un final. Y en ese transcurso creamos formas y a esas formas les vamos imprimiendo un sentido. Ese principio que avizora siempre un final parte del presente, dejando su trazo en el pasado y vislumbrando el futuro. Simples hábitos que nos convierten en huéspedes de un mundo vertiginoso. Porque alrededor de los instantes vividos nos rodea la nada, o el infinito, o eso que Aristóteles definió como «después de lo cual hay siempre algo». Nuestra relación con la eternidad nos vuelve seres de paso. Sin embargo, este paso lo concebimos como si fuéramos inmortales. Para Ryszard Kapuściński, el estatus de huésped que se tenga en un momento de la historia humana es determinante para el trazo de nuestro mapa conceptual del mundo. «Viaje a donde viaje Ulises siempre es bien recibido. Y es porque en aquellos tiempos no se sabía si el recién llegado desde el exterior era un hombre o un dios, o quizás un enviado de cualquiera de los moradores del Olimpo […] la gente tardó siglos en aprender a distinguir entre hombres y dioses o sus enviados. Por si acaso más valía tratar al visitante con deferencia, cuidarlo y protegerlo, no fuese a resultar que se tratase de un enviado divino». (El mundo de hoy). Desde que apareció sobre la tierra, el ser humano recorre superficies para seguir cruzando fronteras —esos trazos imaginarios— en pos de alojamiento. Huésped eterno, quiere siempre una conquista más. Y una vez que se detiene, se entretiene, se queda, permanece, se apropia de la zona, funda su reino. Es decir, comienza a nombrar. El mundo, entonces, es el entramado de una presencia, de los acontecimientos y del entrecruzamiento de sus formas. Presencia en permanente expansión

Expandirse significa transgredir límites. La primera batalla que se ha de librar es al interior de la psique y del alma, en la representación del propio cosmos (ese laberinto): nudo enigmático que pide ser desatado y traducido —según Karl Kerényi—, desatamiento que se traduce en un enfrentar la muerte por un lado y por el otro el conocimiento. En ese lugar de la contradicción misma, de divergencias y matices interpretativos, se forma una red de sentido, sólida y coherente: la literatura. Que sigue lindando con el misterio. Tenemos a Teseo, que viaja al fondo del laberinto para dar muerte al Minotauro. A Ulises, que logra volver después de años de errancia; a Don Quijote, vencedor de molinos y rebaños. Los héroes mitológicos descienden hasta los abismos, sometidos a la cruda ley del tiempo (Kerényi). En realidad la búsqueda es de la sede de lo inefable, o, como lo expresa Paul Valéry, de «la fuente de las lágrimas, ya que nuestras lágrimas son la expresión de nuestra impotencia para expresar» (Dialogue de l’arbre).

Para Roberto Calasso, los dioses son huéspedes huidizos de la literatura, idea que viene a reforzar el concepto de «ola mnémica» de Aby Warburg cuando se refiere a esas eventuales sacudidas de la memoria que golpean a una civilización en la relación con su pasado. Como las ninfas, que desde la marginalidad (fuentes, columnas, chimeneas, balcones) portan un saber precioso pero terrible, la materia mental de la que están hechos los simulacros: la materia de la literatura. Su potencia sostiene a la palabra y a esta potencia-palabra le sigue la forma. Las ninfas son el medium a través del cual se encuentran los dioses y los hombres. «Lo divino», vuelve Calasso, «es sin duda aquello que impone con la máxima intensidad la sensación de estar vivo» (La literatura y los dioses). Hölderlin aborda el asunto divino como la guerra entre el caos y la ley natural. Para Heidegger, lo sagrado es propiamente lo tremendo. Y Rilke: «Pues lo hermoso no es / otra cosa que el comienzo de lo terrible en un grado que todavía podemos soportar» (Elegías de Duino).

La búsqueda artística, formal, se vuelve una especie de pacto con los dioses. Pero este pacto va cambiando con el ser humano en su pasaje por el tiempo. Los dioses, con su consecuente acervo de mitos, arquetipos, símbolos, nos acechan: acercan posibles verdades de lo que no vemos, nos lanzan al lado oculto, donde no hay cabida para los estereotipos, sino para lo real desvelado: el arte. «El estereotipo», dice KapuÅ›ciÅ„ski, «nos imposibilita toda tentativa de llegar al otro, de comprender sus razones; por eso es un mal muy extendido» (El mundo de hoy).

El siglo actual, sin embargo, es el siglo de la velocidad, la tecnología y las guerras. Un planeta amordazado por un virus y por una catástrofe natural. Un mundo de vínculos mediáticos más que estéticos, de modernidad económica en la que los juegos de la Bolsa dictan los destinos humanos y donde los dioses ya no habitan. Vivimos una civilización sin alma, como bien la anunció Nietzsche, sin una sana y creativa fuerza de naturaleza, «sólo un horizonte delimitado por los mitos puede encerrar en una unidad todo un movimiento de civilización» (El nacimiento de la tragedia). En todo caso, el reducto todavía posible es el mundo de la ficción, donde acontecen las transacciones y pactos entre hombres y dioses. Y el regreso de aquellos seres impostergables en la memoria humana, como Dioniso, el dios del advenimiento, el último en llegar al Olimpo: extranjero, oriental, disolvente, dios de los misterios y del delirio divino, que en pleno Siglo de las Luces irrumpe en la poesía de Hölderlin. Se trata más bien del regreso de los dioses paganos tras el inmenso aparato iconográfico y arquetipal que trajo consigo el último gran dios: Cristo, y con él, el miedo instalado para siempre en las civilizaciones occidentales.

De Los himnos de Tubinga, donde Hölderlin logra descender a los dioses griegos y sentarlos a la mesa con los hombres: «Libres, como dioses en el banquete, / cantamos alrededor de las copas / en las que bulle la noble bebida; / llenos de emoción, solemnidad y calma, / bajo el velo sagrado de la oscuridad, / entonamos la canción de la amistad» («Canción de la amistad»), a Hiperión,ser mitológico que encarna todos esos ideales cantados en el primer libro del poeta y que escudriña hasta lo más hondo de la esencia humana: «¿Qué es el hombre? […] ¿Cómo es posible que exista algo así que, como un caos, hierve y se agita?», Hölderlin construye la reconciliación del hombre con su historia, una militancia de la libertad creadora, o, como lo definen Carlos Durán y Daniel Innerarity en el prólogo a Los himnos, «ser autor de libros y ser autor de la propia vida se convirtió en un callado grito de guerra».Aquí, como en la Ilíada —la primera gran guerra imaginaria del mundo occidental—, el campo de batalla es el orbe entero. Se trata de una revolución ética, alimentada en gran parte por la filosofía kantiana. Y la Revolución francesa fue la señal concreta del arribo de la redención del género humano: su canción de gesta verdadera. Trajo de nuevo a los dioses al campo de la historia y desterró el miedo como un estigma de la clase baja. Ese miedo que desde los tiempos postmedievales —cuando la sociedad feudal se resquebrajaba— se convirtió en distintivo de clase: los pobres lo sufren, los nobles —ayudados por la Iglesia y sus prácticas antisatánicas y protegidos por el monarca— lo combaten y son caballeros que luchan y vencen. Dentro de una sociedad todavía cercada por el poder ciego de los nobles y de la Iglesia —el famoso «despotismo ilustrado»—, la época de Hölderlin no tiene salida para los intelectuales y las clases media y baja. Es la irrupción de la Revolución francesa lo que va a consolidar el sentido de libertad y armonía de la humanidad en un grupo de jóvenes artistas, entre los que destacaban Schiller, Hegel, Fichte y el propio Hölderlin, que por primera vez tienen la posibilidad de ser héroes, por el simple hecho de unir sus ideales alrededor de una copa de vino en común. En Werke, Hegel condensa este espíritu: «Una emoción sublime reinaba en aquel tiempo, un entusiasmo del espíritu estremeció al mundo, como si sólo entonces se hubiera llegado a la reconciliación real de lo divino con el mundo».

El miedo humano —dice Caillois— es hijo de nuestra imaginación. La Revolución francesa conquistó para los humildes el derecho al valor. De los cuentos de Maupassant a Zola, la literatura volvió a otorgar progresivamente el miedo a su verdadero sitio. Pero el miedo es múltiple, cambiante, ambiguo: todo aquel que está dominado por él corre el riesgo de disgregarse. El ser se vuelve separado, otro, extraño. Si es colectivo puede llevar a comportamientos aberrantes y suicidas, como los que estamos viviendo actualmente, amenazados por una pandemia, presos de una guerra mediática sin héroes ni dioses, cuyo objetivo es desaparecer de la mirada del ciudadano común la apreciación correcta de la realidad. ¿Tendremos que esperar a que regrese un Shakespeare?: «¿Qué necesidad tengo de ir antes de que ella [la muerte] se dirija a mí? ¿Puede acaso el honor reponer una pierna? No. ¿Un brazo? No. ¿Quitar el dolor de una herida? No. ¿El honor entiende algo de cirugía? No. ¿Qué es el honor? Una palabra… Por eso no quiero. El honor es un simple escudo, y así termina mi catecismo» (Enrique IV). ¿O un Lautréamont que irónico, convulso, animaliza su escritura para violentar, como un grito, y poner al descubierto los resortes de un mundo ridículo y frívolo? ¿Un Maldoror, asesino en serie?

Se necesita una literatura donde la metáfora sea monstruo para recuperar el rostro verdadero de la vida, lejos del cliché y de la práctica vacía. La literatura absorbe el conjunto infinito —aparentemente absurdo— para convertirlo en un objeto finito donde lo inalcanzable se alcanza y lo incomprensible se habita. Como lo sintetiza Novalis: «Todo lo que es visible está trabado a lo invisible, lo audible a lo inaudible, lo sensible a lo no sensible. Puede que lo pensable a lo impensable» (Fragmentos)

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