Ábaco de granizo [fragmentos]

Ernesto Lumbreras

Ernesto Lumbreras (Ahualulco de Mercado, Jalisco, 1966). Entre sus libros más recientes se encuentra Tablas de restar (Fondo Editorial UAQ, 2017).


Con el primer rayo de sol
, de tacuche, corbata y sombrero de fieltro —como recién salido de Fábricas de Francia—, don Roberto Bayardo recibía los paquetes de revistas y periódicos en la estación de autobuses. Dispuesta la materia de nuestros sueños en un diablito de carga, diligente y mercurial repartía las suscripciones de El Informador y El Occidental en las casonas de los ricos, quienes, mortificados y curiosos, estaban al pendiente de la muerte de Juan Pablo I, el Papa de la sonrisa de Dios, y de los bebés de probeta que nacían en Estados Unidos como por arte del maléfico.

Cumplidos sus deberes con la aristocracia pueblerina, abría las dos puertas metálicas del humilde estanquillo, escuela sentimental de varias camadas de corazones rotos y de héroes de zafarranchos futboleros. Sin excepción, todos los lunes lo aguardaba, como abejas alrededor de una piña, un cónclave variopinto y nervioso; y allí, en su largo mostrador cubierto de historietas y revistas, esos lectores afiebrados pagaban —con pesos pesados del cachetón Morelos— su ración semanal de misterio, acción y romance. Ellas calmarán por fin los pálpitos y los llantos repentinos al confirmar que el amor de Yesenia y del capitán Leroux, por un golpe de dados de la fortuna, tendría un futuro reencuentro siempre y cuando la gitana renunciara a la vida trashumante. Ellos pondrían una tregua de tres o cuatro noches al insomnio que los mantenía con taquicardia, cavilando —sin paciencia ni serenidad— si Kalimán regresaría del más allá después de recibir un dardo envenenado mientras descifraba el jeroglífico del sarcófago de un faraón, clave para desactivar una amenaza planetaria.

Distantes de agobios existenciales, al fondo del zaguán de paredones altos, el dueño del local nos tenía reservado un banco de madera, entre edificios de diarios viejos que amenazaban con venirse abajo por obra de un suspiro o la rotura de un hilo de araña. Bajo la claridad enferma de un tragaluz manchado de lama, hasta cinco mozalbetes con uniforme escolar nos turnábamos el alquiler del Memín Pinguín, Águila Solitaria, ¡Chivas-Chivas, ra-ra-ra!, El Payo o Las Aventuras de Capulina. Como una barcaza en mar picado, nuestro banco común crujía y amenazaba con escupir todos sus clavos, martirizado por el furor unísono y continúo de la risa, el estupor y la fiebre de los fugados —con redoble de tambor y dianas— a la jura de bandera en el patio mayor de nuestra secundaria.

El viejo rastro municipal

Las calles para llegar al matadero formaban, con premeditación y ventaja, un ángulo recto. En el vértice de ese triángulo de mortal encrucijada estuvo —hasta que Gargantúa y Pantagruel pidieron su mudanza— el zaguán de nuestro antiguo rastro municipal. Por allí desfilaron en hora de pavor los bueyes estoicos y los marranos epicúreos, los chivos expiatorios y las ovejas negras, las vacas ubérrimas y los gallos pitagóricos, pero también —sin deberla ni temerla— los caballos en retiro que en compañía de los jumentos más veteranos alimentaron a las fieras de los circos trashumantes.

Confieso que mi ojo de mirón impávido nunca traspasó el umbral de aquel holocausto. Me topé, eso sí, con el hilo de sangre que huía de sus chiqueros y serpenteaba entre carrizales y huertas hasta mezclar su infamia en los aguas cándidas y silvestres de nuestro arroyo mayor, El Cocolisco. Un personaje enigmático y conmovedor cargaba la camioneta —dos y hasta tres veces al día— para despachar los encargos de las carnicerías del pueblo. Con prisa siempre y sin pudores, como un Cristo recién azotado por centuriones y coronado por Barrabás, su melena hirsuta, su cara equina y su torso desnudo escurrían sangre, la suficiente para trazar en el suelo una autopista siniestra y tortuosa. Alto y flaco como la sombra del ciprés, los tablajeros lo llamaban desde sus respectivos mostradores, voz en cuello, «El Longa», recordándole traer la cabeza de res, el espinazo de cerdo o el pernil de ternera en el pedido del próximo viaje.

Podría asustar a los niños o a los forasteros, saliendo de la penumbra del mercado como un federal herido en las trincheras de la Toma de Zacatecas. Afortunadamente, pegado siempre a su premura, un gran danés de manchas negras sobre pelaje gris —primo segundo de Scooby Doo— desvanecía posibles sustos o actos de compasión, anunciando con su ladrido jovial al cargador de los bisteces de nuestra bien disimulada cocina caníbal

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