Ensayo para el regreso

Juan Manuel Garcí­a Belmonte

Juan Manuel García Belmonte (León, Guanajuato, 1973). Es autor, entre otros títulos, de Te veo en el restaurante (Ediciones La Rana, 2011).


¿Cómo vamos a volver?
No había caído en cuenta del tiempo que llevamos así, en este juego elástico donde todos nos miramos asustados como si se tratara de una alberca enorme que no tiene fondo, o, mejor, un campo infinito cuya recompensa es esquivar al otro. Cualquier ejemplar de la especie humana que se nos pueda cruzar es un riesgo de alto voltaje.

Los animales no representan peligro alguno, al menos por ahora. Así lo han dicho ellos, lo han repetido hasta el cansancio, de modo que habrá que ir haciendo caso.

Por esa parte estoy tranquilo, sin perros ni gatos a mi alrededor, aunque los vecinos sí parecen haber adoptado a cuanta raza de perro disponible haya en el país. Cada tarde y hasta la noche hay un sinfín de ladridos de todo tipo; incluso he logrado identificar cuando una de sus mascotas ladra sólo de hambre, y otra de franco aburrimiento o para impresionar únicamente.

Ni siquiera las horas importan ya por esta modorra permanente, la incertidumbre, un no saber que abre nuestras costillas, que nos quita el pulso. ¿Qué más da si es lunes, miércoles, domingo de marzo, abril, un día feriado de esos que nos machacan los calendarios, o cualquier otro?

Si éramos seres totalmente prescindibles y cobardes, nos lo hubieran dicho antes de comprarnos sustitutos de felicidad, antes de intentar vínculos, aunque los rompiésemos a la primera discusión por el calor del día, por el volumen de la tele, por la cama no tendida, por el montón de trastes sucios acumulándose o por la creencia en un tipo de sexo.

Soy alguien de convicciones firmes, eso que antes se llamaba carácter, temple o criterio, pero no sé si estas etiquetas sirvan de algo.

¿Cómo volveremos? Es lo que sigo escribiendo con letras pequeñas y grandes, casi en cualquier superficie que encuentro; me refiero a zonas desinfectadas, por supuesto, lisas, preferentemente, y no rugosas, para que las letras se deslicen lo más posible antes de que todo esto desaparezca.

He querido ir a un bar ahora que, se dice, casi estarán por abrir. Pienso en cómo comportarme, dónde ubicar un asiento estratégico y con el doble de la distancia recomendada. Si es necesario, pagaré dos lugares o tres para tener la perspectiva completa de ese circo posmoderno, porque no sé llamarlo de otra manera, seres anónimos con caretas, cubrebocas o ambas ¿prendas? en combinación con su uniforme de servicio. Y ahí estaremos nosotros, los clientes, en la misma lógica extraña sacada de una película de David Lynch o un ejercicio de performance a lo Abramović.

No, no creo que nadie quiera simular un convivio así, mirando apenas los ojos, adivinando gestos, midiendo cada segundo el movimiento del otro para no incomodarlo; peor cosa si nos pica la nariz o queremos aligerar la tensión con un carraspeo de la garganta como se acostumbraba antes; imposible, debemos ser unos cuasi humanoides precisos para no errar. Reglas, reglas y reglas que, entre más las leo en los diarios en línea, sacarían de quicio a cualquiera.

Estoy seguro de que el «higienismo» va a imponerse mucho más rápido que este virus. Se impondrá a fuerza de histeria y desconfianza, nadie despotricará ni se dirá mayor cosa y la pulcritud como carta de presentación y por encima de cualquier cortesía será la norma en todos los casos.

No se trata de mi carácter, les aseguro que no es así, pues de otro modo ya hubiera salido a incitar a otros a una rebelión verdadera, porque, eso sí, las auténticas revoluciones se hacen y están en las calles, en los cuerpos. No se adquiere el espíritu bélico en internet: de ahí el fracaso de muchos de los movimientos actuales.

Ni siquiera sé la hora, ya no me preocupo por ello ni por el metabolismo, el reloj biológico, las horas de sueño, pufff. Estoy en un permanente jet-lag, como, supongo, parece ser la norma en miles de acuartelados que, como yo, ya cedieron a toda fecha o premonición.

Soy fanático de las teorías que pudieron dar origen a esta pandemia, pero ya no tengo ninguna que me sirva. Primero pensé que era culpa de los murciélagos o una conspiración china o de los Estados Unidos; después creí en la venganza de la naturaleza, el experimento social de las grandes economías, la creación del virus en un laboratorio ruso enclavado en Chernobil, la numerología de la década de los veinte que volveremos a repetir en el 2120, e, incluso, mi manía de adivinar las edades de cuanta persona se cruza en mi camino y anotarlas en un pizarrón que cuelgo en la cocina me llevó a pensar que no había duda, el virus era una epidemia selectiva rabiosamente capitalista para matar a los viejos.

Pero una de las muchas noches de insomnio reflexioné, fui a los libros de historia, crucé datos y creí dar con el misterio. Si los mayas habían predicho el fin del mundo en el 2012, lo cual no ocurrió, era muy probable que a quien encomendaron redactar esa fecha se hubiera equivocado y hubiera puesto al revés —un maya disléxico, pues—, lo que nos daba el año 2021.

Esa convicción estuvo aterrorizándome hasta que me rendí. ¿Un maya disléxico? De ser así, alguno de los miles de sus congéneres se hubiese dado cuenta del error, y lo habrían rectificado.

No cabe duda de que el mundo es más profundo de lo que pensamos, mucho más. Esta idea me ha llevado a buscar una definición de cómo nos llamaremos de ahora en adelante: ¿qué tal el hombre pandemicus? No suena tan mal, si es que hemos de volver más trastornados y temerosos de todo.

La filosofía, esa que parece no servir para nada, debería ocuparse de aclararnos algo, de elaborar tratados del hombre prepandemicus y la mujer postpandemicus.

Quizá la realidad siempre esté hecha de repeticiones y de excepciones. ¡Al carajo!, estamos en una caverna enorme, acobardados, gimoteando unos frente a otros y preguntándonos si estamos bien… ¿Bien? Se han alterado todos los siglos y los ciclos de la historia que concebíamos, ni siquiera nos hemos dado cuenta de ello.

Es absolutamente idiota pensar que podemos vivir sin virus, cuando siempre hemos estado rodeados de ellos. Somos un parásito enorme que se alimenta de la naturaleza y desde esa postura hemos sobrevivido siglos.

Claro que no soy de los que piensan que debamos ser iguales que siempre. No lo sé, pero el encierro nos ha puesto en la cara que debe suceder «algo diferente». ¿A quién diablos se le ocurrió decir que había que sacar algo de provecho de todo esto? Pónganlo enfrente para escupirlo y llevarlo al matadero.

Como alguien eminentemente melancólico, me niego a aceptar eso, la consigna del provecho y el fin de la sociabilidad. No digo el fin de ir a besar y abrazarse con quien se nos ponga enfrente, sino lo más elemental, comprar un periódico en las esquinas, pasear en un parque, entrar a una librería, la experiencia del arte en vivo, por ejemplo, e ir a los teatros, un concierto o un museo para tener conversaciones con un significado.

Me cansé de poder encontrarle algo bueno al virus, y sí, también estoy harto de los celulares, las reuniones por videollamada. He negado todo, cualquier invitación, toda sugerencia de «brindar desde la pantalla» es decididamente patética.

Yo me tumbé a escribir lo que dije al principio. ¿Cómo vamos a volver? Lo he hecho y no puedo parar, mis manos no dejan de temblar y esta roca de mi cerebro me pesa cada vez más.

He pasado de La peste, de Albert Camus, o el Decamerón, hasta el Diario del año de la peste, de Defoe, los sinsabores de Job y las crónicas medievales, para buscar claves, discernir acontecimientos, imaginarme ese nuevo mundo, hurgar en las palabras de esos escritores que contaron todo el horror.

Pienso en los ritos, cómo éramos felices en nuestros ritos y nuestra comunidad, porque la comunidad nos da libertad.

Miro mi taza de café, la más vieja. Olvidé decir que en el poco espacio que me queda he aprendido a ser discreto, no importunar, tener apenas el sitio justo para ya no invadir nada ni a nadie. Ellos nos han dicho que hay que mantener la calma, leer, ejercitarse y escuchar música, mas mi naturaleza está hecha de otras cosas.

Antes sentía vergüenza de estar solo; ahora ya no, aunque conozco a quienes se esfuerzan por hacer invisible su soledad, casi se disculpan con todo mundo e intentan no hacerse notar mucho, porque las parejas, la familia y todo lo que conlleve compañía de alguien más tiene montones de publicidad de su parte. La soledad no. A alguien solo se le segrega, se le ve como los restos de un artefacto que se hunde.

Doy pasos breves en el espacio que aún tengo disponible, sólo me quedan las ventanas para escribir. Ya el piso está repleto de periódicos y revistas, mucha de mi ropa no funciona como buen soporte de escritura, pese a que lo he intentado. El pizarrón de la cocina es casi lo único que me queda, aunque, si lo muevo, acabarán por derrumbarse las torres de hojas acumuladas en estos días.

También soy muy cuidadoso con mis cosas, las atesoro porque me han acompañado siempre. Pienso que ya le damos un uso muy diferente a las cosas, queremos agotarlas, consumirlas de inmediato, pero para mí son un ritual; cuidarlas y acomodarlas en su sitio, limpiarlas una y otra vez y observarlas con luz diferente a partir de cada hora del día es parte de lo que me ha ayudado a sobrevivir.

Debo controlar el temblor de mis manos y no entiendo por qué ya no siento fuerza en ellas. Me irrita verme al espejo con estas ojeras, los ojos hundidos, mis costillas casi saliéndose. Apenas hace unas horas ajusté más mi cinturón para evitar la caída de mi pantalón, pero resbaló de la cintura y yo con él.

Soy de convicciones firmes y estoy seguro de que la emergencia pasará, pero no alcanzo a entender cómo llegué a este aspecto si he comido lo suficiente y mi despertador suena puntual a las seis, hora en que me levanto y escribo: ¿cómo vamos a volver?

Tener una rutina y no dejarse abatir por la idea del virus es lo que nos han recomendado ellos.

Y de verdad no comprendo esas voces de afuera gritándome que me levante a comer, que trajeron un sacerdote, que les abra para que entren, que si no lo hago tumbarán la puerta para ayudarme.

Ésas son alucinaciones, pensé, mientras no me dejaba influir por esas palabras o por los rostros que creí ver escudriñándome por la ventana. Mis delirios, claro, aunque siempre he tenido salud mental.

Aun así, cuando todavía no me fallaban las fuerzas, puse tranca a todo por si las dudas, por si algún loco o loca desesperado quisiera entrar aquí a buscar refugio.

No hablo con mis vecinos nunca, de modo que es imposible ese grito horroroso de anoche que pronunciaba todas las letras de mi nombre, Anselmo.

Es más tarde que lo habitual, pero aún tengo que seguir escribiendo, estoy preparado para el regreso, sólo necesito unas horas de descanso y alimentarme mejor para salir. Mis manos están cerca de ese revólver, hace tanto que no me asomo en él ni lo he limpiado. Ahí puede haber una respuesta de cómo volveremos. Debo preguntárselo antes de que la luz de este día se vaya

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