G o la terrible virtud de la imaginación

Santiago Castillo Oviedo

IX Concurso Literario Luvina Joven

Santiago Castillo Oviedo (Guadalajara, 2003). Alumno de la Preparatoria 11 de la Universidad de Guadalajara. Su cuento resultó ganador en la categoría Luvina Joven.

La alarma del reloj volvía a perturbar el sueño de G, exiliándolo momentáneamente de su mundo de maravillas. Son las ocho en punto. G sale de la cama, no ha abierto los ojos aún y se dirige torpemente escaleras abajo hasta toparse con la nevera. Buscando entre cientos de cachivaches da con la botella de leche, la abre y bebe un chorro. G odia la leche, pero es lo único capaz de hacerlo despertar. Ya con los ojos despejados decide ir escaleras arriba a ducharse. Han pasado cinco minutos.

G vaga entre gotas de agua y varios pensamientos idiotas. Dentro de la regadera abre su mente, su imaginación florece como un bello rosal, pero rápidamente es arrancada de raíz, dejando uno que otro pétalo de razón. G se imagina marinero, capitán indiscutible de un transatlántico. Vive y deja morir; él ve cómo el casco de su flota golpea contra la navaja glaciar y eso lo envía a dormir con los peces. G nada hasta la superficie para darse cuenta de que ha perdido demasiado tiempo en la ducha. Faltan quince minutos para las nueve.

A G no le gusta perder el tiempo, sabe lo que le espera al llegar tarde al trabajo. Listo con su traje y el maletín, corre por su bicicleta, pero ¡maldita sea!, esos insensatos se han llevado su velocípedo. G corre hasta la parada del autobús, no existe otra forma de salir de ahí. De repente la banqueta se vuelve su pista de atletismo, G ve a sus contrincantes, todos salen disparados a la señal de un ceremonioso estruendo. El público explota en una ola heterogénea de emociones, el estadio tiembla. Unos lloran, otros ríen, pero otros sólo viven el momento. G se acerca a la meta, el corredor de la izquierda viene pisándole los talones, pero él está completamente decidido a llevarse la medalla áurea. Entra al autobús y después de pagar se dirige al fondo para tomar el asiento derecho que da a la ventana. G se aleja de la pista en cinco para las nueve.

La vida sólo sabe sonreírles a aquéllos nacidos con cuchara de plata en la boca; en cambio, los desgraciados como G deben conformarse con trabajar por los sueños de otro. Encerrado entre cuatro paredes es obligado a teclear insistentemente hasta que una luz en total frecuencia muerta ilumine su rostro. Esta pesadilla se repite, G es incapaz de hacer algo, pero él conoce bien las reglas del juego y sabe que es completamente inútil desertar de la misión, su propósito es ser un soñador en un mundo cada vez más gris.

G intenta hacer esto a un lado pero los pensamientos vuelven para apuñalarlo por la espalda. El camino permanece en pleno silencio mientras se adentra en la jungla de asfalto; los letreros de neón y el constante bombardeo de imágenes dejan ciego a G, pero no lo suficiente. Delante de él va una joven de su misma edad, G la conoce, la conoce tal como la brisa de verano y los días de tormenta. Ella reluce de entre toda la muchedumbre de la lata de sardinas, sus finos labios escarlatas hacen un caprichoso énfasis en todo su blanco rostro de porcelana, y su morena cabellera sólo termina por aclarar su imagen angelical. Ella ve a través de la ventana, soñadora, visionaria; dentro de un mundo de grises, ella destila color por todas direcciones, su luz no pasa desapercibida ni por G, quien la contempla estupefacto, de repente su pesimista visión del mundo parece desaparecer.

G se mira a sí mismo y nota sus dañados dientes, perfectos para ser el escorbuto de un viejo granuja de altamar. Eso le hace recordar algo que leyó una vez: «La última vez que se cepilló los dientes fue esa misma mañana, hace tres horas y cuarenta y cinco minutos, aunque tuvo que hacerlo rápido y mal porque afuera del edificio ya sonaba el claxon de la camioneta de redilas en la que viaja ahora» (1). ¿El porqué de esta repentina cita? No lo sabe, simplemente la recordó en el momento adecuado, como si de una clase de autorreferencia se tratara.

Por algún capricho del destino, ella se adelanta a bajar antes que G, dejándolo atrás entre toda la homogeneidad de la gran ciudad. G debe dejar de lado su admiración por la joven y llegar lo antes posible a la torre donde trabaja, un gran bloque gris con ventanas y ascensores que suben y bajan durante todo el día a la apresurada marea gris de corbatas y portafolios en mano. G entra y logra tomar su lugar en el elevador, dentro sufre de claustrofobia, ve cómo es rodeado sin posibilidad de escapatoria; no evita pensar en ese grupo de rebeldes que luego de rescatar a la princesa estuvieron a punto de morir compactados en la basura. La desesperación continúa hasta llegar al vigésimo cuarto piso de esta pesadilla arquitectónica. G toma un respiro y se encamina hacia su propia celda, un cubículo del que no saldrá por un largo tiempo. Son las nueve con cuarenta y cinco minutos, G ha llegado tarde.

G no lo había visto venir, un gorila calvo de casi dos metros que dice ser su jefe ahora, lo reprende y ahoga con sus kilos de sermones acerca de la puntualidad, el orden y demás conceptos totalmente ajenos al razonamiento de G. A su mente le llega una sola imagen, el de un cuartel militar donde él es el soldado que recibe los castigos y autoritarios gritos del sargento a cargo. Pero qué hacer, el mundo sigue girando y él sólo tiene que resignarse a ocupar su lugar en la gran máquina del siglo xxi. Sus oídos escuchan algo, una voz que declara violentamente: —Bienvenido al futuro, espero que sea cálido para ti.

Han pasado treinta minutos, luego una hora, tal vez fueron dos, pero lo más seguro es que sólo haya sido un minuto. «¡Al diablo!», piensa G. Desde su puesto de trabajo tiene una vista panorámica a este hábitat salvaje con enormes rascacielos y peces de hojalata que nadan a través de los ríos inundados de todo tipo de gente. G conoce a los de su alrededor, tal vez lo único que conoce sean sus nombres, el de la derecha es M, el que está atrás de M es J y atrás de G trabaja el equipo integrado por K, C, B y H. Qué más puedes pedir, a veces salen después del turno a tomar algo a la barra más cercana, hablan durante horas del juego de ayer, de las mujeres con las que viven y sueñan y demás tópicos de los cuales G es demasiado ajeno. G está solo en un mundo excesivamente poblado.

Mientras teclea y espera la respuesta en el monitor, G recuerda su adolescencia, simples fragmentos de una época olvidada o tal vez abandonada por él mismo. G se ve a sí mismo hace quince años, lleva una guitarra en las manos y comienza a tocar de forma prodigiosa unas cuantas notas acompañadas de su propia voz; nadie reacciona, su casa parece vacía, ni su mamá ni L, su hermana mayor, le ponen atención. En eso llega su padre, un hombre duro, vestido de esmoquin y con un pretencioso bigote, que viene a tomar su lugar en el hogar. G parece escuchar las palabras que le dijo ese día su padre: —Trajiste una guitarra para castigar con su sonsonete a tu madre y tu hermana. Me enteré de que te escapaste de la escuela, pero sé que no eres ni tonto ni rebelde. Aun así, debes dejar los sueños de lado, son sólo mentiras que inundan tu razón.

Pero qué palabras más arrogantes. Desde ese día, G fue parte de esto, vistió de gris como su padre y entró a la mejor escuela de negocios, pero al final no era lo que había esperado. La mente de G vuelve a su lugar en la oficina. G ha estado ahí más de cinco horas y la oficina comienza a despejarse hasta irse quedando cada vez más solo. Haber terminado su trabajo es algo que ya no le importa a G, él sólo busca su felicidad. Su euforia es tan grande que desearía romper la ventana y saltar por ella para salir de ese infierno. Corre, ve a sus compañeros mirarlo estupefactos mientras busca la salida. G logra salir de la torre y a lo lejos ve algo, una extraña gama de colores brilla encima del paisaje gris de la ciudad, es ella. G duda, no se ha librado de sus cadenas y vacila entre seguir su destino impuesto o su felicidad. En ese momento recuerda a aquellos reos que lograron escapar de la prisión de máxima seguridad, él se retrata como uno de ellos, atado con grilletes al viejo cubículo donde estaba destinado a pudrirse. Él tira de sus cadenas pero son lo suficientemente fuertes para detenerlo, todo está perdido. G espera a que sus compañeros de la oficina bajen a llevárselo de vuelta, pero nada sucede, es alguien prescindible, al final su existencia daba igual.

G vuelve a su puesto en el vigésimo cuarto piso del edificio, nada ha cambiado. Pensaba que en cualquier momento vendría su jefe hacia él para escupirle a la cara su falta de profesionalismo, pero no pasó, ni siquiera volvió a ver a ese gorila merodear en los pasillos. G lo había aceptado, al final era ahí donde necesitaba estar, él mismo se encadenó a su insignificante puesto y ahora debía seguir con esa vida.

El resto de la tarde transcurrió cotidianamente, G continuo tecleando sin sentido, aunque de vez en cuando uno que otro fugaz pensamiento llegaba a su mente. Se creaba mil vidas más impresionantes que la suya, desde policía en Nueva York hasta campeón de Las Vegas, pasando por cowboy en el Viejo Oeste o simplemente como caballero de la Mesa Redonda. G salió más rápido de lo esperado y se dirigió a tomar el autobús. Eran las diecinueve y media horas.

Durante el camino no hubo sorpresas, G seguía vagando en su imaginación, intentando ponerle un color a cada cosa de este gris mundo, pero sin lugar a dudas seguía sintiéndose solo, sin un compañero con quién vivir sus más increíbles aventuras. G volvía a la vieja banqueta que le había servido de pista y caminaba de regreso a su casa, cruzando por una calle techada de árboles y decorada con mil y una hojas secas de otoño.

G abría la puerta en el momento que le pareció ver un lejano destello de luz, en el pórtico de la casa vecina de su misma acera se encontraba aquella joven con la que había tenido contacto visual en el autobús. G la recordaba, con toda razón le había parecido conocida. Al acercarse, G recibió un amable saludo de ella, lo cual le extrañó pues ya hacía tiempo que no recibía un saludo como tal. Ambos se reconocieron y comenzaron a charlar por horas a la orilla de la banqueta, por fin G había encontrado a alguien que lo entendiera, ambos iluminaban sus grises vidas con el color de su imaginación.

El mundo debe de ser muy pequeño para que dos almas tan parecidas puedan encontrarse, la mayoría de las veces están condenadas a vagar por el mismo camino sin la mínima probabilidad de llegarse a encontrar, tal como dos viejos peces en una misma pecera de cristal.

Habían pasado una, dos, tres horas y G parecía no notarlo. Al final ambos se despidieron; pero no, G volvió para decirle:

—Te he visto tantas veces pero aún no sé tu nombre.

—Es cierto, nos hemos visto tantas veces y ninguno conoce el nombre del otro —dijo la joven—. Me llamo Mary, ¿y tú?

—Me llamo G.

—¿Sólo G? —preguntó Mary extrañada.

—Gerard, llámame Gerard.

Gerard volvió orgulloso a su casa, desde hacía mucho tiempo deseaba que llegara ese día, nunca imaginó que sí sucedería. Pero no todo dura para siempre.

La alarma del reloj volvía a perturbar el sueño de Gerard, exiliándolo momentáneamente de su mundo de maravillas. Son las ocho en punto. Gerard sale de la cama, no ha abierto los ojos aún y se dirige torpemente escaleras abajo hasta toparse con la nevera. Buscando entre cientos de cachivaches, da con la botella de leche, la abre y bebe un chorro. Gerard odia la leche, pero es lo único capaz de hacerlo despertar…

(1) Fragmento tomado del cuento «Hervíboro», de Iván Soto Camba, publicado en Luvina, núm. 94, pp. 56-63.

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