X Finalista Luvinaria – cuento / Lo inefable / Bryan Ochoa

X Concurso Literario Luvina Joven

 

Lo inefable
Bryan Samuel Ochoa Reynoso
Licenciatura en Ingeniería en Logística y Transporte, CUCEI

Domingo, cuarto para las nueve de la mañana, la prensa francesa estaba al centro de una mesa metálica. El patio trasero de la casa pastoral lucía una modesta pero hermosa fuente de cantera, jardineras con plantas y piso de adoquín. El padre Müller, con el Fausto de Goethe en el regazo, aprovechaba el tibio de su taza para calentarse las manos. Sus ojos cansados se perdían mirando el oscuro terroso del café, pero su mente parecía estar en otro lugar. Müller era un joven sacerdote de ascendencia alemana, alto y con el cabello al ras de la cabeza. Un joven retraído de gustos sencillos. Disfrutaba de café por las mañanas y, algunas veces, de cigarrillos por la noche. Müller, a pesar de ser sacerdote y poseer posgrados en estudios bíblicos, se consideraba agnóstico, pero esto, como toda su vida, no se lo hacía saber a nadie.
      Los dos ancianos padres con lo que cohabitaba le cuestionaron esa misma mañana, pues hace semanas no lo veían en la capilla ni se le veía llegar por las noches. Él respondió, convencido, que asistía a la capilla más temprano que ellos y este último hecho lo negó, asegurando que desde temprano estaba en su habitación. Nueve con cinco; bebió de un trago lo que le quedaba en la taza y se dirigió a su habitación.
      Las ideas de Müller chocaban con las de sus coetáneos, cargaran o no el mismo tiempo encima. En una ocasión se encontraba en la Plaza de Armas del Centro Histórico de Guadalajara, la débil luz del ocaso contorneaba las siluetas humanas de los pilares del quiosco estilo francés. Conversaba con un grupo de estudiantes de teología sobre la situación actual del arte. Müller afirmaba que la idea de lo divino, procedente del culto religioso, tuvo un gran peso en la belleza artística. Permitió -decía hacia todos- que los artistas tentaran, entre los turbios tonos azulados de la noche, el arquetipo mismo de la perfección mediante trazos pulcros y sólidos, firmes golpes de cincel, dulces armonías y suntuosas edificaciones. Afirmaba, también, que el arte abstracto fue la muerte del arte y el nacimiento de la «industria cultural», donde, abusando del carácter subjetivo de la belleza, las habilidades humanas se vieron diluidas, degradadas y justificadas en un discurso conceptualista destinado a todos y a nadie, donde el «artista» es espectador y el espectador «artista». Müller veía decadencia en una gran parte de la pintura desde el siglo pasado, veía en ella un problema de conceptualización. Por su parte, la literatura -argumentaba frente a los jóvenes- se desplaza de la esfera artística a la esfera industrial, su belleza es medida por el número de ventas. Las esculturas son producidas y reproducidas para exhibirlas y aumentar el valor de cualquier propiedad. El cine está condenado a no ser más el Séptimo Arte; la arquitectura está supeditada a la esfera industrial, lugar donde estaría la música, de no ser por los grandes intérpretes y compositores que la humanidad ha cultivado, amantes de la profundidad musical y con un propósito más allá de la comercialización. Pero la danza permanece incólume, impertérrita ante la inevitable caída de sus seis congéneres. En la actualidad, una gran parte del arte -concluía con el disimulado desprecio de la mayoría- no es más que un desesperado tirón de sus propios vestigios, un fútil intento de conservación.
      ***
      Domingo, siete con treinta de la mañana, Müller se dirigía, sobre Avenida Juárez, al Jardín del Carmen, situado al pie del imponente neoclásico del Templo del Carmen. Caminaba con pesadez, pero su rostro reflejaba alivio. ¡Buenos días, padre Müller! -recibió un saludo de una joven que caminaba en sentido opuesto. Este, con serenidad, levantó la mano y sonrió de boca cerrada. Aquella disminuyó el paso para detenerse a saludar, este se fue de largo.
      Tres cuadras atrás estaba el Jardín del Carmen y Müller seguía caminando con pasos largos. Volvió en sí y decidió ir a tomar asiento a Plaza Liberación. La colérica expresión del monumento de cuatro metros del cura Miguel Hidalgo lo sosegaba. Señorita Diaz, ¿cómo he podido yo saludarle? -pensó, retraído e incómodo- el adulterio, como el confesionario, me asquea. ¿Por qué habría yo de escucharles? ¿Por qué habría de absolver al pecador, condenando con el silencio al perjudicado? ¿Por qué Dios lo haría? -enmudeció de golpe, se quitó los anteojos y se restregó el rostro con sus manos. Miró el monumento y apartó la vista al frontón del Teatro Degollado. Apolo con Las Musas. Contemplaba el puñal que le ocultaba Melpómene a Talía. Es mejor así… -se dijo a sí mismo tratando de tranquilizarse, tratando de no ser una víctima más de Melpómene. Ella no lo sabía, pero la noche anterior fue la última que la señorita Diaz vio a su marido. La ignominia que provoca la traición no llegaría nunca a oprimir el pecho de aquel hombre.
      ***
      Domingo, nueve con siete, Müller cerraba, con lentitud, la puerta de su habitación. Una cobija tendida en un rincón, un puñado de libros de pasta dura apilados del otro lado, una silla al centro y un violonchelo dentro de su funda son todos los objetos que albergaban cuatro blancos y sólidos muros. Tomó asiento, desenfundó su instrumento, restregó brea y, minucioso, afinó.
      ***
      Domingo, cinco con treinta, Müller caminaba con prisa por una calle oscura y totalmente sola. Llevaba las manos en los bolsillos de un abrigo negro y largo de grandes botones. El seco golpe del tacón de sus zapatos resonaba en las silenciosas calles. De pronto, el ruido de los pasos cesó, Müller se detuvo frente a la puerta de un edificio. Eran departamentos. Su respiración era más agitada a cada segundo y sentía un temblor en el pecho. Miraba atento la ventana iluminada del segundo piso, encendió un cigarrillo y posó la espalda en un auto. Minutos después la luz se apagó. Müller tiró el cigarrillo. Alguien bajaba las escaleras, se escuchaba el tintineo de las llaves. Müller se desabotonó el abrigo y metió su mano al bolsillo interior, se puso a un costado de la puerta, justo del lado de las bisagras. Un joven de traje abrió la puerta y al girarse para cerrarla recibió en la cabeza un fuerte golpe con un tubo de acero puro, cayendo inconsciente boca abajo en el asfalto. Se apresuró a atar un trapo en su cabeza, pues la espesa y oscura sangre comenzaba a brotar por una larga herida. Lo levantó con gran esfuerzo, lo subió a los asientos traseros del carro donde estaba recargado, cerró las puertas con sigilo y, antes de subir al auto, echo un vistazo al piso. No había sangre por ningún lugar, pero sí su cigarrillo encendido. Lo tomó, lo apagó y lo lanzó al auto, junto al tubo. Cerró la puerta, metió marcha y arrancó con los nervios tensos.
      ***
      Domingo, seis veinte de la mañana, el joven, con el traje lleno de sangre y una viscosa herida en la cabeza, abre los ojos y se ve atado a una silla de madera en una oficina. Müller estaba sentado detrás con la cabeza en sus manos ensangrentadas, cuyos codos descansaban en sus rodillas. El joven gritó y trato de desatarse, Müller se veía desesperado, respiraba por la boca. Bufando se levantó de la silla y con coraje atravesó la espalda del joven marido de la señorita Diaz con un cuchillo. La vida se le fue en lentos y agonizantes suspiros. Domingo, siete con quince, Müller lavó su cara y manos, se cambió la camisa y salió por la puerta principal en camino al Jardín del Carmen. Aquella oficina estaba ubicada en el último piso del Templo Expiatorio de Guadalajara.
      ***
      Domingo, nueve con veinte, la suave voz del chelo entonaba el preludio de la suite dos de Bach, para aquel hombre de camisa negra y cuello clerical el tiempo se detuvo, el chelo le arrancaba el aliento, el alma a cada arcada. El humo del cigarrillo que fumaba visibilizaba en lentos remolinos cada vibrato. La emotividad que causan los últimos pentagramas de la partitura lo llenaron de éxtasis, con lo ojos cerrados y las cejas curvas levantó la cabeza, dejando entrar los dulces sonidos por cada poro de su piel. De su cuello escurría un torrente de sangre, por sus antebrazos se deslizaba también el líquido vital y a chorros rompía contra el suelo, junto a un cuchillo. Una gran corte le dividía la garganta y otro cada muñeca.
      En una libreta negra de tapa dura Müller registraba sus sueños. La última nota databa de hace un mes, Describía a un ente negro y volátil. El breve texto concluía con una oración: Me pasa el brazo por lo hombros y me ofrece uno de sus cigarrillos. Nos sentamos a fumar en silencio, mirando ambos hacia la distancia en direcciones distintas.
      Aquel domingo el joven Müller asesinó a dos hombres, pero uno cumplió en vida como un verdadero Dios.

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