X Finalista Luvina Joven – cuento / Memento mori / Janet Torres

X Concurso Literario Luvina Joven

 

Memento mori
Janet Torres Santoyo
Preparatoria Regional de Santa Anita

Non metuit mortem
 qui scit contemnere vitam.1
Pseudo-Catón

“…Un hombre no deja de ser hombre hasta que se le abandona. Es entonces cuando eminentemente atraviesa una severa reinvención temiendo lo peor.
Se convierte, atormentado, inestable, airado. ¡Qué hay por hacer, qué hay por esperar!… “

Eludir adentrarme al vestíbulo ha sido mi salvación durante aquellas gélidas e impías noches que me obligaban a situarme nuevamente en el pasado. Sin embargo, inadvertido, me veo a mí mismo envuelto en aquel angustiante momento en el que mi cuerpo precipitado avanza y se postra a un paso de la puerta principal.
Casi todo el tiempo consigo regresar intacto a mi alcoba, evadiendo que los recuerdos de esa despedida inunden mi pensar. Pero, sigo siendo débil e infortunado, y me detengo. Esa puerta no simboliza más que un lamentoso evento, una agonizante realidad.
Despreciativo rechazo abrumarme en un “quizás”. Pero, hace tiempo que disfruto de la incongruencia, y me dejo caer.
Sigo creyendo que, si mis pies continúan guiándome a deshoras hacia el herrumbroso picaporte de la entrada de mi hogar, es porque hay algo muy dentro de mí que me exige ir tras de ti.

“…Ella no dejó de ser mujer. No podría dejar de serlo. Y qué importaba cuántas veces volviera a mí, frágil y desconsolada, si con la primera oportunidad extendida, le bastó para dejarme atrás. Ella me ha dejado, y yo, ya no soy lo que era.”
           
            La tensión que hay entre mi mente y el último recuerdo que tenemos juntos disminuye cuando el sol amenaza en alcanzar su posición más alta en el cielo.
Cuadro de texto: 1 prov. lat.” No teme a la muerte el que sabe despreciar la vida.”  Como te lo imaginarás, Arlene, mi vida persiste rutinaria, sin propósito, al filo del desborde.
Tal y como te desagradaba.

Nunca muchas cosas te complacieron del todo. Ni el abundante polvo sobre nuestro mobiliario ni las sórdidas goteras que permanecieron en el techo ni el amargo aroma del café por las mañanas ni la apariencia de tu cabello al despertar o las arrugas que arruinaban tu vestir.
Escogías lo limpio, lo dulce, lo ordenado.
Nunca muchas cosas te complacieron del todo. Ni tuyas, ni mías.
Te disgustaba la cantinela de mi bostezar, así como toda mi ropa que se encontraba al pie de la cama que excusaba por su facilidad de escogerla. No soportabas que te distrajera a tu hora de trabajar desde casa ni mucho menos que actuara insensata e inoportunamente durante nuestras severas discusiones. Y si es que había algo que, sorpresivamente, no toleraras, era el no poder pasar suficiente tiempo el uno con el otro.

 No muchas cosas te gustaban, eso está claro. Pero yo te gustaba.
Te gustaba cuando regaba las plantas que comprabas pensando en mí o cuando te acompañaba, silencioso, durante tu lectura sabatina. Apreciabas que pasara por ti después de mi turno en la agencia para almorzar juntos o que programara todos los miércoles a una salida especial. Llegaste a valorar mi esfuerzo por mejorar, aun cuando nuestras diferencias salían constantemente a flote junto con mi pésimo carácter. Siempre estuviste ahí, taciturna y radiante. 

Jamás lo conseguí, Arlene, no por completo. Intenté entenderlo, entenderte. Solías hacer cosas que ninguna otra mujer en mi vida pudo llegar a hacer.
Tu trabajo siempre estuvo antes que cualquier otra cosa. Lo supe cuando asimilé la poca importancia que le dabas al dejar que me las arreglara solo en nuestro departamento, mientras que, de la noche a la mañana, la Editorial te llevaba a recorrer el mundo, y no me hacías saber de tu regreso hasta que el portero estaba en la línea telefónica recordándome lo olvidadiza que eres y que como de costumbre, descuidaste tu juego de llaves sobre tu mesita de noche. O cuando me quedó muy en claro que las salidas de los miércoles llegarían a ser continuamente pospuestas por las exhaustas reuniones empresariales a las que tu asistencia era indefinidamente requerida. Yo no era el primero, Arlene, y, aun así, en ningún momento me dejaste olvidar todo lo que sentías por mí, en ese entonces.
Desde donde quiera que estuvieses, me escribías. No de tus días fuera de la aburrida rutina que forjé, no de qué tan grandes eran las modernas ciudades o qué tan pequeñas parecían las nuevas personas ser. Sí, me escribías, y no precisamente extractos de ejemplares tuyos. Sólo partes de algún buen libro o historia que coincidían precisamente con lo que cruzaba por tu mente, y lo que buscabas compartir conmigo. Cómo quisiera regresar el tiempo y hacerme ver lo tan valiosas que tus notas llegarían a ser para mí.

En cada festividad, cumpleaños e incluso en los días extremadamente comunes y corrientes, me obsequiabas una nota color abejorro.  Distintas entre sí, a veces una más confusa que la anterior. Si no fuese por mis súplicas y tu irritación a contrarreloj, creo que no hubieses accedido a prestarme una copia de un relato donde “encontraría todas mis respuestas”. Gracias a ello comprendí el por qué un día decidiste apodarme “Ramoncito” y por qué a cada segundo me preguntabas riendo: “¿Qué hacemos, Ramoncito, ¿qué hacemos?”
Aún puedo recordarlo. “Hora de cierre”2. Ese título estaba plasmado en una de las esquinas del relato prestado. Al terminar de leerlo, fue mucho más fácil seguirte la corriente cuando citabas jocosamente las líneas del cuento de Merino.
Aunque, en una de tus adoradas expediciones que emprendiste hacia el barrio de Manhattan, Nueva York, hiciste algo que nunca se volvió a repetir. Justamente, semanas antes de que me abandonaras.
Me enviaste desde América una postal con otro extracto literario. Lo pienso y estoy seguro de que no importaría cuántas veces lo leyera, seguiría sin reconocerlo.
La postal pintaba un parque al que sólo conozco de nombre: “Inwood Hill Park”, y le acompañaba a su reverso tu ilustre letra: “Me pasa el brazo por los hombros y me ofrece uno de sus cigarrillos. Nos sentamos a fumar en silencio, mirando ambos hacia la distancia, en direcciones distintas.”3
Regresaste a casa después de ese último viaje a Nueva York, y me dediqué a frustrarte con mis molestos cuestionamientos sobre el significado de ese mensaje. “¿A dónde querías llegar, Arlene? Tú no fumabas… y yo… ¡ni pensarlo! ¿Con quién te sentaste a fumar en el Inwood Hill Park?”

Y peleamos, estúpidamente. Y te quejaste de mí y de la poca visión romántica que demostraba. De mi manera tan exacta de arruinar los pequeños detalles y de cómo irremediablemente, llegué a arruinarlo en cuestión de segundos. Y no fue sólo por esa inexplicable postal, sino por todo. Por todas las veces que dejé que el furor gobernara mi boca.

Y pasó. En un domingo de madrugada, te marchaste.

Me acuso y me lamento hasta la fecha.
Ahora lo reflexiono, y de vez en cuando me dejo llevar por la memoria que te refugia y abro de par en par las puertas del armario para acariciar tu aroma, me asomo por la sala buscando tu voz o decido callar por unos momentos intentando percibir el imaginario crujir de tus pasos por todo el lugar. Pasan los días y mi quietud se mantiene ante la tempestad, sin salida, ¡oh, pobre no hombre lleno de penas!
La culpa me regresa a aquel día. Y la locura me hace creer que pudo haber sido diferente. Entonces pienso en nosotros, nos imagino en otro escenario. Desvanezco mis errores, cambio la historia:
Yo no te levanto la voz cuando por fin te apareciste en el departamento y no te diriges enfurecida hacia el comedor. Yo no te reclamo enseguida por tu impuntualidad y no befas insinuando que alguien tiene que trabajar para pagar las cuentas. Yo no me indigno ni señalo nuestro alrededor, aclarando bruscamente quién en realidad pagó por el lugar desde un principio. no me maldices ni yo te hago segunda. Nos tomamos un respiro. me dices que amaneciendo debes de encaminarte al aeropuerto y yo no respondo sarcástico fingiendo desconcierto. no me confiesas tu enfado hacia mi desconsideración y yo no acepto frente a ti lo sumamente problemática y deficiente que me eres como pareja. No nos quedamos en silencio. Yo no te hiero y no suspiras decepcionada. No te adentras a nuestra habitación por tu bolso y no te abrigas con la chaqueta que traías del trabajo. Yo no me quedo parado, cruzado de brazos, sin tratar de remediar lo sucedido. no me lanzas una última triste mirada. Yo no pienso en disculparme sólo si lo hacías primero. te das la vuelta y dices algo sobre pasar la noche con tu amiga Elly que vive a un par de cuadras del edificio. Yo no te digo que hicieras lo que quisieras, como siempre, y no te doy la espalda. no espetas con ese tono superior: “…harías bien en medir las consecuencias de tus acciones…”4
Yo no te ignoro, mejor me dispongo a hacerte ver que es demasiado tarde para salir, que deberías quedarte para solucionarlo. no cruzas la puerta. Yo no escucho un portazo.
Yo no te dejo ir.
no caminas por la avenida sola. no derramas lágrimas sobre tus delicadas mejillas. no bajas la guardia. no eres la única en ese lado de la banqueta a duras penas alumbrada. no eres un blanco fácil. Él no camina sigiloso a unos metros detrás de ti.  Él no se acerca amenazadoramente. corres antes que él. Él no logra alcanzarte. no forcejeas y le entregas tu bolso. Él no te advierte con dañarte. Él no te apunta con el arma. gritas, pides ayuda.
Él no dispara.
Vivo con un dolor ficticio. Dichoso yo fuese si en realidad hubiera experimentado tu abandono. De otro, que fueras tú de otro5, ¡qué cosa preferiría más!

Me engaño a mí mismo, Arlene. Y por eso escribí. Escribí mi versión de un corazón roto y desamparado. Preferí creer que tú me dejaste. Así fue como se sintió tu partida sin retorno, así lo interpreté. Lo quiero creer. Me convenzo.
Me dejaste, más no me fuiste arrebatada.
Me gusta hacerme a la idea de que encontraste a alguien más, alguien mejor.
A alguien que bosteza sutilmente, a alguien que es cuidadoso al ordenar sus prendas, alguien que no se molesta en importunarte en tus sesiones de trabajo o alguien que se toma la vida mucho más en serio.

Ya no pude dejar de tener presente a la muerte, Arlene. Ya no le temo.
¡Algún día nos alcanza! Pero, ¡oh cuánto tiempo sin haberla tenido en cuenta!

Y hoy, después de tan poco, mi corazón te llama.
Ya no escribiré más, Arlene. Ya no hará falta. Ahora en adelante, nuestros brazos podrán enredarse, nuestros ojos llorarán a la par y nuestras bocas reconocerán las pláticas pendientes.

Me recuesto y me preparo para el sueño profundo. Contigo a mi lado, ya no necesitaré despertar.

Mi cuerpo descansa sobre las frías sábanas y mi alma sale en tu búsqueda.
Tu alma y la mía se buscan, Arlene, se buscan para encontrarse y bailar lentamente, así acercándose más y más a las puertas del paraíso.
Ya no habrá lugar para el dolor.
Sólo estaremos tú y yo.

Un hombre y una mujer.

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