La ciencia como ficción y el cine como arte / Hugo Hernández Valdivia

La versión renovada y reforzada de Star Trek (2009), la más reciente entrega de J. J. Abrams y uno de los éxitos taquilleros del verano del 2009, retoma con optimismo y certifica en pantalla las hipótesis que sobre el espacio ha enarbolado Stephen Hawking, en particular las que se asoman, sin albur, a hoyos negros y a agujeros de gusano: las especulaciones del físico de físico maltrecho ofrecen a Abrams y a la tripulación de la empresarial nave Enterprise un atrajo propicio para viajar por el tiempo a través del espacio. Con Star Trek el cine se alimenta una vez más de la ciencia: si de la literatura heredó la fascinación por artefactos extraordinarios y revelaciones fantásticas, el cine ha seguido por cuenta propia ensalzando juguetitos y validando especulaciones: el añadido de «ficción» en el cine de ciencia ficción por momentos suena a redundancia (porque para ficciones las de la ciencia, como tienen a bien documentar numerosos filósofos, sociólogos y algunos diletantes, entre ellos el escritor colombiano Fernando Vallejo en su libro Manualito de imposturología física).
    Pero con todo y el optimismo por los viajes estelares, me parece más atendible otro tipo de acercamientos cinematográficos a la ciencia y sus miserias (los abordajes que de aquí emergen se suman al escepticismo que existe en algunas áreas del conocimiento, que enterraron entre otras cosas a los metarrelatos: la ciencia no es más el vehículo del progreso, y a su vez éste se vuelve dudoso y sospechoso). En el paquete caben las historietas de Stan Lee que han llegado a la pantalla (Spider-Man, Hombres X, Los cuatro fantásticos), que apuntan a la ciencia como origen del mal (o por lo menos de los malos); habría un sitio de honor para David Cronenberg, que con La mosca (The Fly, 1986) consiguió uno de los grandes hitos de la desazón científica.     Y ya entrados en desencantos, yo me quedo con el ruso Andrei Tarkovski, que en Solaris (Solyaris, 1972) y Stalker (1979) deja ver lo que desde su perspectiva separa a la ciencia del arte.
    Solaris sigue las vicisitudes de un científico que llega a una estación orbital ubicada en las cercanías del planeta epónimo. Éste tiene la virtud de materializar lo que habita en los pensamientos de quienes se acercan a él. Pero en la Tierra los científicos no sólo desconfían de esta capacidad, sino que descalifican, calificando como alucinaciones, los testimonios de un hombre que regresó de Solaris. Es bien sabido que Tarkovski presentó más de un tratamiento de guión a Stanislaw Lem para obtener los derechos de su novela Solaris. Para conseguir la venia del escritor, el cineasta le hizo llegar una versión capaz de cubrir con las expectativas de aquél, versión que no pensaba tener como sustento para la película que en verdad tenía en mente: Tarkovski manifestó en más de una ocasión su disgusto por los elementos de ciencia ficción presentes en la novela (y albergaba el propósito de eliminarlos en su realización), mismos que Lem defendió con ahínco. Al final, la película dejó desencantados tanto al escritor como al cineasta. Éste manifestó, en una de sus últimas entrevistas, las razones del disgusto con su cinta: cierto que quedó satisfecho con la noción de conciencia que ahí se expresa, pero «el problema es que hay demasiados dispositivos pseudo científicos en la película. Las estaciones orbitales, los
aparatos, todo eso me molesta profundamente. Las cosas modernas y tecnológicas son para mí símbolos del error humano. El hombre moderno se preocupa demasiado por su desarrollo material, por el lado pragmático de la realidad. Es como un animal depredador que sólo sabe tomar».
    En Stalker, que se inspira en una novela de Arkadi y Boris Strugatsky, un hombre (el stalker del título) se dedica a llevar viajeros a la Zona, en la que se encuentra un cuarto donde es posible realizar los deseos. En la jornada que cubre la cinta, el stalker lleva a un escritor y a un científico. Éste no va con la intención de realizar un deseo, sino de evitar que los demás los puedan cumplir: argumentando que alguien más puede pedir un deseo nefasto y funesto, cuenta con la aprobación del escritor. El stalker se opone firmemente y defiende el espacio, que es otra forma de defender la fe.    
    Tarkovski, hombre de fe, llevó a la pantalla su credo. Para él fue claro (y queda claro en las películas arriba citadas) que la ciencia aleja a los hombres de lo que sería su misión en la Tierra; así, se preguntaba: «¿De qué sirve ir al cosmos si es para alejarnos del problema primordial: la armonía del espíritu y de la materia?». El stalker, como él, no es un sujeto abstruso ni oscurantista, que busca conservar el encanto de la magia y anular la posibilidad del conocimiento; es un hombre preocupado por el curso de la humanidad, que sabe que sin fe será inaccesible la mencionada armonía entre el espíritu y la materia. Y Tarkovski desconfiaba también del arte, no del auténtico (del que él sería una especie de asceta profeta), sino del que se presta a modas, goza de públicos numerosos y se mide en millares de ejemplares vendidos (el escritor de Stalker).
    La ciencia no está peleada con la espiritualidad, pero tampoco ofrece la ruta más directa y menos espinosa. Los trabajos científicos están detrás de un montón de dispositivos que distraen a la débil humanidad de cuestiones importantes y urgentes, y que a la larga la impulsan a una dinámica de insatisfacción. (Personalmente, y con todo el aprecio y afecto que me merece Tarkovski, el asunto de la fe me sigue pareciendo extraño, pero cómo negar que una buena parte de las dinámicas cotidianas, con artefactos comprados a meses sin intereses, nos sirve de entretenimiento y de distracción para no tener que pensar en algo más). Me parece provechoso reflexionar esto desde el cine, desde un cine como el de Tarkovski, tan auténtico como sublime —sobre todo de cara a la maquinaria cinematográfica norteamericana, que sigue siendo promotora y publicista de la ciencia y de la tecnología.
El auge de la ciencia hoy, a pesar de los pesares, es la debacle del arte. Y es que, para concluir con Tarkovski, «el arte debe estar ahí para recordar al hombre que es un ser espiritual, que forma parte de un espíritu infinitamente grande, al cual regresa a fin de cuentas. Si se interesa en estas cuestiones, si se las plantea, ya está espiritualmente salvado. La respuesta no tiene ninguna importancia. Sé que a partir de ese momento no podrá vivir como antes». Cierto, como también lo es que él vivió atormentado y las nuevas laptops están «bien padres»…

 

 

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