En vivo / Manuel R. Montes

 

Battery has found in me
Hetfield / Ulrich

 

Respira, hondo.
Alinea la espalda. No la curves. Abre los ojos antes de que la baqueta caiga en el borde del contratiempo. Por un instante, al filo de la música que vas a desencadenar, levitas. Tu cuerpo aprendió hace ya mucho los movimientos que de pronto te intimida repetir frente a los desconocidos que te rodean. Neones desfiguran los rostros de acuarela en los que no adivinas la felicidad, el aburrimiento, la beodez o la esperanza. Siluetas opacas que desean escuchar lo que las precipite lejos de sí, de una vida que no las colma. Controla el temblor, ése, de los talones. Destraba la mandíbula. Relaja los hombros. Ten calma. Confía en la memoria de tus músculos. No habrán de olvidar ni un solo detalle de lo aprendido, en la juventud, con disciplina y tenacidad. No te demores. Ahora. Golpea con firmeza. Una, dos, tres, cuatro veces en el reborde de bronce. Los discos entreabiertos esparcen el seseo. Un afluente de areniscas recorre por dentro, vibrando, la rigidez de tu antebrazo. De a poco lo distiendes, aunque no se disipe, todavía, el nerviosismo. Unta el agrio paladar con la lengua.
Déjate ir. 

Inútil pensar, siquiera, en detenerte. Descarta el ilógico supuesto, la hechicería impracticable de revertir el conteo. Te le has escapado al Silencio, que se abalanza detrás tuyo. Que no te cace a medio camino. Tienes que alcanzar la otra orilla de la canción, ésta, que apenas comienza. Las palmas de las manos se humedecen. La sed que te sofoca no disminuirá conforme continúes. Recuerda, empero, que no pasaste por alto la precaución de la botella de agua helada. Cerciórate, sin distraerte, de que ahí está el envase traslúcido. A centímetros de la pata lateral izquierda del banco en el que se cifra tu equilibrio. Resiste. Cinco minutos o menos. Al consumarse, tendrás que haber cruzado, sin equivocaciones ni pausas accidentales, al otro extremo de la frontera, en la que, una vez aminoren los ecos y decrezca el sonido, podrás refrescarte. Brindar por tu hazaña. Mientras, huye. La lengua es una salamandra de polvo que se desmorona, que fricciona su lomo en las paredes de tu boca. Mantenla inmóvil. No la saques. Evidenciaría tu pánico al relamerte las comisuras. Tampoco sonrías. No aún. Tus mejillas podrían atribuirle a tu semblante un miedo excesivo si alguien las contemplara palpitar.
Exhala.
Toda premeditación de fracaso es pasajera. Las incomodidades a las que te predispone van a remitir cuando la música se manifieste a través de ti a plenitud, te posea y se atenúe la certidumbre recurrente que te sobrecoge al despertar cada mañana, convencido de que no sabrás cómo hacerlo.
Las fobias preliminares a exhibirte retractan su amenaza.

Después del cuarto azote al contratiempo abierto, eleva la rodilla derecha. Encaja entonces en el pedal del bombo los lumbricales de tu pie. Apuñala, con un doble fustazo simultáneo, los platillos. La estrepitosa reverberación, el relámpago, te aturden. Diseminas una espesura invisible que serpentea por las oquedades del bar. Un fluir de lava que recubre, saturándolo, el espacio entre un espectador y otro. El ruido ilumina sin luz esta penumbra. La clientela se ladea con morbo, escudriñando la esquina en la que te instalaste. Tu piel se humedece con una rapidez que alarma. Te preocupa el peligro habitual de que cualquiera de las dos baquetas que sostienes, de súbito, resbale. Prometes evitar la catástrofe.
No voy a soltarlas. Me aferraré a ellas hasta que todo acabe.
Aunque no las digas, te conforta la presencia cálida, secreta, de tales palabras. Es el juramento acostumbrado. Que tu ritmo se paralice, que lo estanque un error perdurable, de milésimas para ti eternas, es una hipótesis transitoria que angustia. Lamentas una falta inesperada que no has cometido. Te conozco. Aun si enmendaras el improbable desperfecto, la inmediata convicción de la derrota, o del ridículo, te acecharía por lo que resta de la madrugada. Tranquilo. De ocurrir la contingencia, bastará con reemplazar el astil que cayera con uno de los que reservas en el recipiente que adheriste al pedestal del contratiempo. ¿Quién podrá enterarse del desatino si lo sorteas con discreta presteza? Lo cierto es que no ha sucedido eso que momentáneamente te arredra.

Inhala.
Escucha. El cascabeleo de címbalos a tu izquierda. La limpia escopeta de la tarola entre tus piernas. El bombo, ese pozo que yace horizontal y contra el que los lumbricales de tu pie arrojan y retraen, al accionar el mecanismo que la catapulta, una piedra, la del baquetón, que no lo atraviesa, pero que se hunde con grave pesadez, multiplicada, en el pecho de los que oyen su apuntalamiento. De los que, con recelo, estrechan en torno a ti un perímetro de presencias que cabecean con languidez, condicionada su arritmia por el galope que mantienes y que reverbera, sincrónico, en las ventanas. La matemática de los demás instrumentos erigida sobre los montantes de percusión que cimientas, revive y estremece lo inanimado. Hormiguea el suelo, se inquietan los muros. Dentro de los vasos de plástico y de vidrio, dentro de las latas que los pocos observadores apuran, examinándote, la estampida de la bestia que sin desplazamiento cabalgas encrespa, en círculos, la espuma. Fragmentas diminutos oasis de alcohol en ondas concéntricas que tu auditorio sorbe mientras escapas, liberándolo también y por qué no, del Silencio del que, como tú, anhela evadirse. Que lo ensordezca la furia, la temeridad aparente con la que aguijoneas los tambores. Los poros transpiran sudor. Te cruza la columna vertebral el repentino escalofrío de un recuerdo. Rememoras el incidente aquel de no haber podido surcar el oleaje de otra canción. Una breve, lenta y simple. No rauda ni laberíntica, como por la que ahora te internas.

Apenas al primero de los dos descensos que marcarían, en el contratiempo, el conteo para el desembarque, un hueco imprevisto entumeció tu mano, adormecida por la ignominia. Fue como si el Silencio te hubiera hurtado, de un zarpazo, la baqueta. Blandiste, con oprobio, el vacío. Espinas de timidez entrecortaron las arterias. El impulso, la urgencia, eran los de correr a un escondite. No lo había. O de haberlo, tu esperanza desistió de su instinto de rastreo al atisbar el transcurso de la hélice que por un desliz involuntario habías arrojado hacia la calle sin transeúntes, detrás de la tarima sobre la que, con azoro, te levantaste del banco. Trazó en el aire una parábola que tus parpadeos dilataron hasta lo infinito, proyectándose, al caer, de la lámina del cofre de un automóvil al escaparate de un comercio en obra negra. Produjo un débil tintineo al concluir su trayectoria en el intersticio de dos adoquines. Te acobardaron las carcajadas de los niños, de los vendedores ambulantes, de la muchedumbre que suele arracimarse, dominical, en los escalones de cantera rosa de Zayro. El vocalista del grupo en el que tocabas, incrédulo, te apremió con ademanes de impaciencia. Debías recuperar lo que, por mala suerte o por ineptitud, no sujetaras cauteloso. Excepto el rumor de los amplificadores, un mutismo inusual reinó en la plazuela. Decenas de miradas columbraron tu trote desapacible hacia la baqueta, de la que te apropiaste con presteza. De regreso a la tarima, y para eludir la desventura de un mal conteo sucesivo, la entrecruzarías martillándola con la otra, de la que nunca se deshizo tu palma izquierda. Cuatro salvas de nítido cincel precedieron el redoble de apertura. Uniforme se articuló el tema por escasos compases. Pero el Silencio, con rencor inmaterial, ahondaría no una sino dos concavidades, en ambas manos. Devino innecesaria, y tarde, la tirantez con la que aprisionabas el cabo grueso de los astiles. Mutaron en escurridizas ramas, evaporándose al tú distender, en un rapto de certidumbre, las falanges. Tras un amago de rotación sobre tu eje y una pantomima confusa, y sin variar el patetismo del bochorno anterior, el público no supo, impasible, que lo interpelabas para que te aclarara el misterio. Y es que los débiles tintineos que te orientarían encubrieron el paradero de la hélice al volverse a escabullir, duplicada. Ni un rastro de lo que te sustrajera el Silencio. El hombre a cargo de la consola se te aproximó apuntando, antipático, a la base de una cabina telefónica en desuso y a una cornisa, puntos espaciales de ubicación inverosímil, por lo distantes entre sí, en los que reposaban las baquetas, y a cambio de los que tu agradecimiento, por señalártelos, fue reverencial.

Para qué recrear los pormenores de aquel terco malabarismo, el absurdo de los yerros consecutivos, de las idas y de las vueltas a la plazuela. Para qué la cíclica rutina en la que por cuántas ocasiones te obstinaste, sin mantener el interés de la concurrencia y sin dimitir, infructuoso, de un mismo compás insuperable. La nostalgia de tus peripecias de novato no demerita la solidez, la soltura con la que tus extremidades reman. Y nadie, aquí, se burla. No retardes, no precipites el metrónomo interior que coordina el mecanismo de las vértebras. La placa del pedal del bombo se adhiere o se desprende de la planta de tu pie con absoluta docilidad. El Silencio descree de tu mando, de la determinación con la que timoneas tu carroza e impones el curso. Ansía herir tus líneas del destino con la quemadura de otro latrocinio. Husmea con perseverancia el alcázar de cilindros en el que te pertrechas. No abdiques. Recurre a los trucos elementales que te mantendrán a salvo del enemigo. Afianza tus utensilios con la exactitud y la sutileza del titiritero. Meñique, anular y medio equilibran las aspas que abanicas. Eres el arácnido que hilvana el tiempo, el que cincela la vaciedad que lo contiene y que lo torna visible. Se lo disputaste al Silencio, que reclama la devolución y es por eso que avanza contra ti su cacería. Maquina el ocultamiento del triángulo escaleno que describes al alzarse tu muñeca y consumar, en su descenso hacia el epicentro de un tambor, el aleteo que revela, efímero, la materia de lo eterno. Tu tarea es la de no interrumpir la maravilla óptica que suscitan con minuciosa sincronía tus engranes corporales. No excedas al apretujar los dedos, al distender las piernas. A la menor lasitud, recuerda, se te perpetraría el atraco aborrecible.

Advierto, sí, que los pulgares arden. Los óvalos de cutícula blancuzca, dactilar, quizá se desprendan y expuesta quede tu carne viva, recubierta de las ampollas que drenaras, por la tarde, con un alfiler. Para esterilizarlo, te son útiles por lo habitual un encendedor o el piloto de la estufa. Los abscesos decrecen al escurrir aquel esmalte de pus rojiza que tienes la costumbre de verter en un fregadero. La contrariedad es que la capa subcutánea no sustituye aún a la que se hinchara y supuraste, por mucho que sobreestimes la madurez de la costra. Tranquilo. La tenaz incisión en cada cicatriz, al blandir la madera, no truncará el ritmo. Es una molestia que conviene. Que, como la sed, al incrementarse provee de una ventaja. Si te concentras en el irrisorio padecimiento de la llaga, inhibes los reparos al desempeño psicomotriz que orquestan tus miembros.

Pese al vendaje adhesivo que la recubre, se desprende la dermis. Mana el tibio hilillo de viscosa delicuescencia. Toca, entonces, previniendo sacudir de más. El desecho acuoso que rezuma de las cortaduras distrae la domesticación de un cuerpo con albedrío, aunque sumiso a tu obsesiva potestad, con el que arribas, invicto, a la pausa intermedia.
Resopla.
Un rasgueo de seis cuerdas indica el desvío de la ruta. El Silencio descifra con inmediatez el atajo e invade tu momentáneo compás de reposo. Lo rehúyes al redoblar, cuando casi te maniatara, un ataque de dieciseisavos, del tambor de aire a la tarola, y viceversa.

Tus aprensiones ya no contienen el goce de percutir. Ni la dilaceración en los tejidos impide que continúe, como por sí solo, el periplo que pautan tus extremidades, a cada movimiento menos obtusas. Los rostros de acuarela, sin apartarse del perímetro al que los atraes y sin que los desencaje aún el rictus del dictamen, acaso convendrán en que no adoleces de pericia. El Silencio recula o se afana tal vez en la trampa de aserrar aquello de lo que no te supo desposeer y de lo que, sin tú percatarte, con los cantos del contratiempo, monda laborioso. Metamorfosea en bronce y roe, incisivo, tus estiletes. O concibe decapitar, de un mordisco imprevisible, las pequeñas capuchas de nailon que ahorman su filo, y sin las cuales traspasarías a mansalva el hule de los parches, en menoscabo de su tonalidad. Si recurres a una inversión de posicionamiento, al asir por la punta cualquiera de los remos que se quiebre o que triture la dentadura del Silencio, incrustarías diminutas esquirlas en el índice, en el anular, y no sólo en la pústula de los pulgares. La eventual desavenencia no te perturba. Dispones, al alcance del reflejo preventivo que te apreste a requerirlo, del par de baquetas de repuesto extra que vibran sobre los pernos de afinación superiores del bombo en los que, precavido, las colocaras.

No hay nadie que perciba la obstinación de tu persecutor, del que sorteas las parábolas que traza su zarpazo al encorvarte. Les alumbras a los espectadores las pupilas con el ascua de luciérnagas que, lábil, emiten con intermitencia las pequeñas capuchas de nailon, irisadas por los neones. El cónclave que deambula por el bar, en las antípodas de tu esquina, consulta esos ápices de manecilla como al minutero de un reloj hipnótico, distante, que ancle quizá su extravío. Has cavado por años en este humo de tabaco, éter de subsuelo insalubre al que acidula la embriaguez. Buscas extraer el oro nocturno que brote del estupor de quienes te admiren aguijar, con el pedal del bombo, la noble bestia de la que abomina el Silencio. No voltees al rebasarlo. Su faz de vértigo intimidará tu curiosidad, que pasea por el campo de visión del baterista y encuadra un zapato deportivo acompasando. Intercalas acentuaciones para que pise sin que deba, o reanude con desatino el golpeteo que no emula el del patrón que inviertes no más que por un traveseo infantil. Este recreo semeja, cavilas, un procedimiento de pesca. Son tus baquetas cañas que lanzan y retraen anzuelos hacia y desde un turbio río en el que borbotea un cardumen de suelas al que acaso estremezcas, agitándolo.

No sientes ya, o apenas, las baquetas. Ni el escozor que su áspero roce infligía. Pesan con levedad, como naturales ramificaciones de las manos. Cartílagos de ave. La contención respiratoria que oprime la tráquea cuando anticipas otro redoble, al consumarlo sin errar, se desarticula. Desciendes al último compás. El Silencio equivoca la tentativa de rapiña que le restaba en tu contra. La cercana orilla esplende, a una sola nota de que la conquistes.
El corazón trepida, nos abandona.
Exhala.
Cierra los ojos.

Comparte este texto: