En los setenta años de José Luis Rivas / Malva Flores

Con enorme dificultad, debido al tamaño de mis estúpidos tacones y con miedo a ser descubiertos por los guardias del lugar, empecé a subir la pirámide en Monte Albán, junto con José Luis Rivas, otros becarios y una botella de vino que el poeta resguardaba bajo su saco. Hacía viento aquella tarde en que empezamos el ascenso —temerario, pensaba yo—, y al llegar a la cima, con toda naturalidad José Luis abrió la botella y empezamos a tomar en las alturas, observando el paisaje que desde allí se divisaba. «De modo que así son los poetas», pensé. No es que no los conociera, pero nunca había tenido tan cerca a un poeta de verdad. Yo era becaria de ensayo del Fonca y con gran timidez me acerqué a las reuniones de poesía que presidían, como tutores, Rivas y Carmen Boullosa. Me presenté con José Luis y le mostré mis escritos. Con mucha atención leyó los papeles que le di, mientras yo observaba con un late late del corazón ansioso. Me dijo: «Pasa».
      Pasa es una palabra mágica. Símbolo de hospitalidad, de acercamiento. La voz de Rivas fue una invitación a lo que más tarde sería parte de mi vida, y que es la vida entera de un poeta que ha consagrado la suya a aceptar la invitación de la poesía y hacer de ella un acercamiento vital al mundo. Vivacidad sería entonces, para mí, la palabra que define al poeta y al hombre que ahora cumple setenta años de admirar la terrible belleza del mundo y hacerla historia.
      Porque la poesía de Rivas es una larga —comedida, admirada o violenta— narración en verso de nuestro contacto con lo vivo, incluso aunque la muerte ronde o esplenda como relámpago. Todo en su obra cuenta y canta. Las imágenes se hilan y nos devuelven un retrato hablado de la vida. Todo parece como en el principio. Todo brota: las cosas, los animales; las palabras ondean en un mástil primigenio. Es hoy cuando cantan.
      Siempre es hoy en la poesía de Rivas, no importa cuándo leas sus palabras, porque en él la poesía no es una representación: es una presentación que suspende la suspicacia moderna en el lenguaje y nos devuelve al improbable paraíso que en su voz se vuelve asequible. Sin embargo, «Libre como el que más», según dicen los primeros versos de Tierra nativa, la de José Luis es una poesía lírica consciente de sí misma. Ayunta ritmos y formas, ofrece una nueva musicalidad al lenguaje. Revela y al mismo tiempo nos revela. Frente a nuestra indigencia está el mundo y nosotros en él, asombrados.
      De ese asombro salimos purificados con la luz de las palabras, pero también con su rugosidad o su lisura. Limpias piedras de río que se engarzan en el collar de una sinfonía de olores, colores y sabores. No importa que sea una breve imagen o una larga balada. Asistimos, en cada enunciación, a una epifanía.
      Eso sentí en aquellas sesiones a las que entré de polizón hace más de veinte años. Se podía escuchar la voz pausada de José Luis leyendo en voz alta nuestros textos. Modificaba ritmos, cambiaba acentos y leía un poema mejor que el que estaba entre sus manos. Después, la algarabía, la generosidad con la que invitaba a los becarios a comer y a tomar mientras contaba anécdotas divertidas, que coronaba con una gran carcajada.

Limpias piedras de río que se engarzan en el collar de una sinfonía de olores, colores y sabores. No importa que sea una breve imagen o una larga balada. Asistimos, en cada enunciación, a una epifanía.

El destino quiso que viniera a vivir a Xalapa y me reencontrara con José Luis. Su presencia hizo que mi llegada a un lugar donde a nadie conocía se transformara en una entrañable y permanente bienvenida, saludo que aún hoy me consuela y abraza. Su magisterio siguió por otros medios, además de leerlo para encontrar un mundo y una hora apetecibles. Me enseñó los nombres de las plantas, de los pájaros y los peces, y, al ofrecerme un vocabulario, me dio un mundo. También, y por eso mismo, me enseñó a leer la realidad de una forma diferente: encontrar que el poema deja de ser un cuerpo ajeno a la experiencia que quiere ser enunciada, pues, fundido con ella, se presenta ante uno lleno de significación.
      Así, pude ver al poema como una forma de contagio para advertir la respiración de las cosas en un instante epifánico que no es oracular ni sentencia moral, sino una comunión con el orden natural. Una comunión que nace del deseo, pero también de la libertad. Tal vez por eso José Luis me dijo un día: «Lo único que se opone al destino es tu deseo. La libertad de tu deseo».

Hace poco, cuando murió mi padre, José Luis estaba enfermo y me escribió una frase que se quedó en mi cabeza varios días y aún la recuerdo: «Lamento no poderlos acompañar al vivo», dijo, y un estremecimiento cruzó mi cuerpo. Mi padre estaba vivo, estaba, siempre en presente, con nosotros.
      Siempre en presente es la poesía de Rivas: siempre nos compete. Está ahí como un reclamo de mundo, como una ética y como una invitación; una manera amorosa de decirnos: «Pasa».

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