Perorata lenitiva No pienses que soy otro Rubén Bonifaz Nuño No pienses que soy otra, sigo siendo la misma y me quemo los dedos al voltear las tortillas en la estufa de siempre. Sigo sin saber dónde está el norte pero puedo llegar al árbol que rompió la banqueta en el sitio exacto donde me tomaste la mano por primera vez. No pienses que soy otra: todavía me da hambre y me muero de sueño, a veces me despierto a la mitad de la noche y oigo cambiar las luces de los semáforos, esos gigantes ganchudos que parpadean lento y ven la vida en rojo, en verde, en amarillo. No he cambiado tanto, todavía me duele estarme quieta, a todos lados quiero, siempre, irme. Algunas mañanas se me olvida tu nombre. No paso un día entero sin pensar en la muerte. En verdad, uno no cambia. Eso de reinventarse es un mito que venden los libros de autoayuda y los psicoanalistas. Sigo siendo la misma, lo aseguro: nunca quiero morir pero me gusta alimentar a los gatos de los cementerios y llevar flores a las tumbas de mis desconocidos. No me has cambiado tanto. Me encanta el granizo aunque mate las plantas. A veces me azuzan las ralas estrellas o no me deja dormir el ruido blanco de la luna y lloro con el desparpajo de los malos actores y me miro al espejo o me baño vestida. Sigo siendo la misma: exagero. No me has cambiado tanto, no te agobies. Aunque es un hecho que ya no recuerdo el nombre de tu perro y las cosas que hacíamos en todas las tantas tardes. Hablábamos, lo juro, y si me esfuerzo puedo escuchar tu voz como a través de un vidrio, como abajo del agua, pero no sé decir qué nos dijimos, ni cuánto, ni ya cuántas tantas veces en la ciudad enorme nos perdimos. Sin embargo, soy la misma, sigo teniendo uñas, mi estatura no cambia, me río todavía llena de dientes. Es cierto que el mundo ha aprendido a quedarse más quieto, que duran menos las horas y se entierran como cajas de barro en el jardín oscuro: ya no podré encontrarlas. Mi cuerpo es casi el mismo, aunque no tengo ni una célula en común con entonces, me he quedado mis manos y mis lunares puestos. Aunque no pueda verlos, sé bien que no migraron de mi cuerpo al tuyo. No te consueles pensando que he cambiado. Mi boca es una casa con la luz encendida y tú eres el niño que sin ser visto sale y cierra la puerta. En torno al corazón de una manzana Camino con mi amiga por las calles del centro, de una ciudad cuyo centro está fuera de sí mismo, desviado al sur y al este, en este caso, accidente que imagino común a todas las ciudades. Camino con mi amiga por calles aledañas al Zócalo. Es de noche y los faroles iluminan apenas: las luces ralas enredan sus estambres amarillos. Todo, incluso nosotras, parece más antiguo, un recuerdo. Ella saca de su bolsa una manzana y la come hasta su centro, una a una sus semillas. Yo también quisiera no dejar huella, incorporar todo sin remilgos, no desperdiciar nada, saber probarlo todo. Deja dos semillas en mi palma. Sostengo en la boca esas llamas quietas y su perfume se expande: sabor a manzana tenue, alejada. Más que sabor, aroma, lo que llamamos esencia, algo que siempre estuvo lejos de sí mismo y aun así es el centro. No recuerdo por qué estábamos ahí ni de dónde veníamos. No recuerdo la última vez que pronuncié su nombre. Sólo nuestros pasos sobre la banqueta de esa noche, latidos que se cuentan en reversa. Sólo la forma de sus uñas, la palma de su mano. No sé de qué hablábamos y tal vez no importe: sus palabras entibiaban nuestra sombra. Éste es, al fin y al cabo, el centro . Los instantes que recuerdo, tan pocos, que quizá fueron los márgenes y ahora son el eje, lo único que nos queda, la esencia, el sabor de las semillas en mi boca, el centro desviado y su mitad de la noche. Vampiros urbanos en peligro de extinción La noche en la ciudad no alcanza para oscurecer la leche ni alivia el insomnio de las moscas. No existe la noche, vivimos en un sitio colindante, siempre a media hora de algún amanecer espurio: la luz sonámbula de los automóviles cruza ventanas y cortinas, se desplaza sobre el piso de linóleo como una hueste de ratones blancos. Adentro de mi cuerpo, se me deslava la sangre contra tanto músculo y tejido. El oxígeno, ese perro sin ojos, me atraviesa, hambreado, esponjando su furia por las calles brillantes de mis venas. Intuyo la soledad de los semáforos que cambian a media noche, cuando nadie los mira. El mundo es rojo, es verde o amarillo. Nunca es noche la noche, nada es negro. Aquí la madrugada más oscura es sólo un bocado de arena, un trago del semen gris de los demonios blandos. Hace tan poca noche que las flores germinan bajo los faroles y voltean sus cabezas destanteadas hacia los anuncios de neón. Hace tan poca noche que florecen las paredes blancas y siempre en cada cuadra sobra algún insomne. No se puede ser un vampiro en este sitio: su vigilia de azufre no se cuece, duele el calor tenue de los duraznos en la cesta de frutas y hace falta el nombre redondo de lo oscuro, su diámetro de decibeles que caben en la palma de la mano. No existe la noche en este sitio, su filo romo de abrecartas. Es mejor quedarse dormido sin premura y no pensar en el vampiro urbano que ha perdido el paradigma oculto de su ecosistema.
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