Polvo de hada / J. René Huerta

Preparatoria 11 (UdeG)

Era la nueva sensación en todos los centros nocturnos de Londres, e Ismael lo sabía, de no ser así no hubiera comenzado a comerciarla. La llamaban “polvo de hada”, y los jóvenes de familias adineradas estaban dispuestos a pagar lo que fuera por tenerla, Ismael sólo les daba lo que querían.
    La noche era fría, estaba nevando. Ismael se encontraba en su apartamento, esperando a que llegara la hora convenida. El apartamento de Ismael era grande, aunque no lo suficiente para llamar la atención, y estaba ubicado en un vecindario bastante tranquilo. Ismael era inteligente, de hecho lo consideraban como uno de los más astutos del medio. Se había tardado años en construirse su reputación; reputación que gustosamente hubiera  desdeñado con tal de que apareciera algo que provocara un cambio en su vida, alguna prueba de que el mundo se trataba de algo más que sexo y dinero. ¿Dónde había quedado aquel muchacho emprendedor que se había graduado con honores de la Facultad de Derecho hacía unos años? Daba igual, ya eran las once y en poco tiempo tendría que encontrarse con los intermediarios. Cerró su gastado ejemplar de los cuentos de los hermanos Grimm y salió de su apartamento, pensando en los hombres con los que iba a encontrarse. Era un grupo de irlandeses el que distribuía el polvo de hada. Nadie sabía exactamente de dónde lo obtenían, pero se decía que tenían una bodega en algún lugar del East End, sin embargo, sus negocios se llevaban a cabo en una casa deshabitada en el distrito del Soho.
    Ya en su destino entró a la casa en la que el intercambio se llevaría acabo. No había nadie a la vista. Siempre había habido al menos un par de hombres armados en el recibidor de aquella casa “abandonada”, por lo que encontrarla vacía lo hizo sentirse un poco incómodo a pesar de que aquello era algo que había hecho muchas veces antes. Decidió aguardar en un gastado sofá que había en la habitación contigua, en la que comúnmente lo hacían esperar a que llegara la persona con la que había que negociar. Ismael siempre había sido una persona curiosa, por lo que se preguntaba si no sería buena idea aprovechar que parecía no haber nadie, para revisar el resto de la casa, tal vez encontraría una pista sobre la forma en la que obtenían esa misteriosa droga; sin embargo, aquellos sujetos custodiaban muy bien su secreto y seguramente se desharían de él si llegaba a enterarse de algo, así que decidió esperar. Comenzaba a impacientarse cuando oyó un ruido que parecía provenir de la parte posterior de la casa. Siguieron algunas voces, parecían estar gritando. Finalmente, la curiosidad pudo más que el sentido común, e Ismael se levantó para dirigirse con pasos cautelosos al lugar del que parecían provenir aquellos ruidos.
    Sólo unos minutos después, Ismael corría por la calle, confundido. Probablemente lo habían visto; no sabía en verdad qué tan bien se había escondido, y creía haber oído un ruido mientras escapaba, probablemente en su prisa había derribado algo, pero no estaba seguro, no había prestado mucha atención a lo que hacía. Además, no podía concentrarse, su mente estaba muy ocupada con el recuerdo de aquel diminuto ser cayendo al suelo mientras su resplandor dorado se apagaba. Por eso no había visto a nadie vigilando la casa, estaban muy ocupados persiguiendo a aquel ser que al parecer se les había escapado.
    ¿Por qué una criatura tan delicada como ésa tenía que morir por el capricho de un grupo de matones? No parecía haber una justificación, pero Ismael sabía que no era necesaria: “El mundo no necesita de una buena razón para destruir algo hermoso”, le había dicho Carmen hacía algunos años, pero él no lo creyó sino hasta el día que la mataron aquellos pandilleros. Desde entonces había vivido resignado, seguro de que nada podía hacerse para cambiar las cosas ni para impedir las desgracias. Pero esta vez podía ser diferente. Después de todo, probablemente él era el único que sabía lo que estaban haciendo esas gentes para conseguir aquella droga tan única; al fin había una causa por la que sólo él podía luchar, como si el destino lo hubiera elegido. Sin saber cómo, había logrado llegar a su apartamento. Se tiró en su cama, exhausto de tanto correr y también a causa de la impresión, que no se había desvanecido. Después de analizar las cosas, todo parecía más claro, aunque no más real.
    Había pasado ya un par de semanas e Ismael aún le daba vueltas al asunto. Se levantó y fue a darse una ducha. Al mirarse en el espejo se dio cuenta de que tenía unas enormes ojeras, no había dormido más que unas cuantas horas la última semana; además, tenía fiebre. Lo que al principio le había parecido lo más lógico, ahora lo consideraba poco más que disparates. Y aun así, cada vez venía a su mente con más fuerza la idea de hacer algo para salvar a aquellos seres que estaban siendo explotados para fines egoístas y vulgares. Toda su vida había pensado que su destino era hacer algo así, o al menos hasta que había entrado en el mundo del hampa y se había olvidado de cualquier tipo de ideal. Ahora se presentaba su oportunidad.
    Pasaron todavía varios días, pero al fin Ismael se decidió; de cualquier forma desde hacía tiempo que no le quedaba nada que perder. Tuvo que presionar a las pocas influencias que tenía –que se sorprendieron de que mostrara tan abiertamente su propósito cuando él siempre había sido un sujeto bastante sensato–; se tardó, pero al fin encontró a un sujeto que le dijo en dónde parecía que tenían su mercancía aquellos irlandeses que traficaban con el polvo de hada; según le contó, su bodega estaba cerca de los muelles.
    Era pasada la media noche de un día de enero cuando Ismael se puso en marcha a la zona de los muelles, dispuesto a llegar hasta el fondo del asunto, con la pistola que había tenido por única compañera desde hacía algunos años escondida en algún bolsillo interior de la gabardina.
    Tal como le habían informado, el lugar era una especie de bodega abandonada. Entró por una puerta lateral que encontró abierta. No había nadie vigilando el lugar. En un día normal Ismael se habría dado cuenta de que algo andaba mal, pero ése no era un día cualquiera, ahí estaban aquellos frágiles seres, encerrados en jaulas como si fueran perros. Algunos estaban comenzando a apagarse, como flores marchitas. Ismael estuvo a punto de desistir: él no tenía ninguna obligación de preocuparse por ellos, ni siquiera sabía lo que eran. Pero no lo hacía por ellos, lo hacía por sí mismo, para demostrarse que las cosas pueden lograrse si se intentan. Abrió la primera jaula. Un par de aquellas cosas salió disparado, volando con sus alas de libélula, dejando caer sobre Ismael un extraño polvo amarillo; era polvo de hada. Unos pasos se acercaron. Eran los hombres encargados de custodiar el lugar. Probablemente la persona que le había informado a Ismael de la ubicación de la bodega les había contado a los matones sus intenciones y éstos habían decidido divertirse un rato con él. Ismael los vio y corrió a ocultarse entre las jaulas; aún estaba a tiempo de correr hacia la puerta y huir, pero decidió no hacerlo. Jamás había querido convertirse en un narcotraficante, sólo lo había hecho porque había pensado que la adrenalina que implicaba ese negocio era lo único que lo mantendría vivo; pero ahora tenía una forma de compensar las cosas. Ismael ya no era dueño de sus actos. Sacó su arma y disparó hacia la dirección en la que creía que estaban los matones, mientras corría entre las jaulas, abriendo cuantas podía en su carrera. Las criaturas con alas de libélula lo rodearon. Cuando las tuvo cerca pudo ver los rasgos de sus rostros, que eran graciosos y bellos. Al mirar sus ojos, Ismael cayó como en un trance. Se prometió a sí mismo que nunca más un ser vivo tan especial como aquéllos sería dañado sin razón. Él no lo permitiría. Además, estaba cubierto de polvo de hada, sentía que podía volar.

Son las cinco de la madrugada y un automóvil negro se dirige a la parte vieja de los muelles. En la parte trasera, el cuerpo de Ismael está metido en una bolsa de plástico.
Pasa el tiempo; falta poco para el amanecer. Los comercios de Londres empiezan a prepararse para abrir sus puertas. En uno de ellos, el gerente le pide a un empleado que coloque el cartel que anuncia la nueva mercancía:

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