Jacinto en la oscuridad y… una mosca / José Miguel Hernández Ibarra

Era un día soleado, sobrevolaba los pastos de un jardín en Barcelona. Decidí ir a buscar un lugar donde hubiera algo más apetecible que unas simples orugas a medio morir. Volé por algunas calles de la ciudad hasta que un olor a carne putrefacta atrajo mi atención. Entré por la ventana, el olor me llamaba y simplemente me dejé llevar.

      Era una casa grande, pero con pocos objetos. La madera del suelo rechinaba de lo vieja y húmeda, aunque nadie tuviera contacto con ella. Volé al baño, me paré en el lavabo y pude percatarme de que dentro de ese frío espacio había muchas otras de mi especie, e incluso de mi familia.
      Ahí estaba yo, en el baño de una persona que lamentablemente se encontraba muerta y con un grado de putrefacción avanzado. Me sentía culpable viendo cómo las otras disfrutaban del banquete humano que se hallaba allí como olvidado. Una cortina que revoloteaba con el viento —que, por cierto, era un poco fuerte a pesar de estar soleado— asustaba a todas las demás, al unísono se oían como un grupo de violines que lloran una sola nota. Estaban tan entretenidas comiendo el festín gigante que alguna vez tuvo vida, que alguna vez pensó, que no se percataron de las voces que se oían afuera.
      —¿Por qué huele así? —escuché decir a la que supongo que era una mujer, por su aguda y chillona voz. ¡Claro!, es la típica voz de vecinas entrometidas, pensé.
      —¡Entremos! —dijo alguien. Y de un solo golpe, retumbando, cayó la puerta al suelo, expandiendo por el ambiente de la fría casa polvo para mis narices.
      Aun considerándome entrometida, decidí permanecer en lo alto de la entrada principal para ver lo que pasaba. Supuse que las personas que entraron eran vecinos chismosos, dada la profanación, como Pedro por su casa, de una propiedad privada. Un grito proveniente de la oscura bañera hizo que me sobresaltara: era la mujer que antes mencioné, quien salió corriendo y dando manotazos que por poco y me alcanzan. Era claro que estaba asustada por lo que vio.
      Al poco tiempo escuché la sirena de una patrulla que acababa de arribar a la escena mortífera. El comandante de la unidad relataba por la radio de la estación policiaca cómo estaban las cosas. El «festín humano» era, concretamente, un anciano de sesenta y cinco años de edad. Entonces llegó otro automóvil al lugar del hallazgo. De él salió un joven de aproximadamente veinticinco años, que a mi parecer se veía algo adusto para ser tan joven. Luego de unos minutos comenzó a hablar por teléfono; alcancé a percibir al otro lado la voz de una mujer; paré la oreja y escuché que le decía algo como esto: «Todo me da vueltas. Le doy un trago largo a la botella con agua que llevo en el bolso desde que terminó el concierto de Mecano. Como puedo me incorporo y empiezo a caminar hacia el hotel. Ya está amaneciendo, seguramente cuando llegue a la habitación 304 ya estará el sol pegándome en la cara. Odio llegar de día a mi cama». ¿Acaso está loco? ¿Mecano? ¿304? Pronto olvidé la absurda conversación. En fin, da igual; resulta que este joven era el hijo menor del viejo que todos mis congéneres seguían tragando como si no hubiera un mañana. No lloró, ni siquiera se veía triste cuando el oficial le comunicó el reciente descubrimiento. Simplemente regresó a su coche y se marchó. Ya sé que no soy nadie para juzgar, pero es en serio que ni una lágrima soltó. ¡Hombre!, ¿no tienes corazón?, ¡era tu padre! Pero bueno, igual de qué sirve que opine…
      Después de unas horas, llegaron los forenses e hicieron su trabajo. El perito concluyó que tenía cerca de treinta y tres días de haber fallecido; en serio, ¡naaaaadie se dio cuenta!, ni siquiera la vieja chismosa de doña Meche, de la finca de atrás, a quien conozco porque varias veces he entrado a su casa y me he posado en sus platos sucios. Llegó la prensa; me sorprende que una muerte así tuviera tantos visitantes. Ya sé que dirán que yo qué voy a saber. Terminé encandilado con uno de los flashazos de las gigantescas cámaras de los reporteros. Pasé buen rato molestando a uno de ellos, de pronto caí al suelo, no me di cuenta cómo, sólo se nubló mi vista. Ahora me sentía como las orugas a medio morir del parque, y aun peor, me sentía como el cuerpo del anciano decrépito que las demás se devoraban. Ya sé que dirán que yo cómo me voy a sentir mal si soy sólo una simple mosca. ¿Qué puedo decirles yo? ¿Qué puedo lamentar yo? ¿Qué puedo pensar yo de los que no estuvieron ahí para ayudar al anciano? Díganme, ¿quién soy para no dejar que se lo comiera un enjambre de moscas? ¿Quién soy yo, díganme, para no haber permitido que se quedara moribundo, gritando, agonizando, sin poder hablar a nadie, sin decirle a nadie, sin nadie que lo escuchara? Y dime, Jacinto, ¿quién soy yo para haberte salvado? Si soy sólo una simple mosca…

Comparte este texto: