La doble vía / José Israel Carranza

Ensayo literario y conocimiento científico

I
«La ciencia es una gran cosa cuando la tienes a tu disposición», señaló alguna vez el Padre Brown, el sagaz investigador criminal de cuya inteligencia se sirvió G. K. Chesterton para escribir algunas de las novelas más divertidas y brillantes de la literatura policiaca. «En su sentido real», sigue diciendo el Padre, «es una de las palabras más grandiosas del mundo. ¿Pero a qué se refieren estos hombres, nueve de cada diez veces, cuando la utilizan hoy en día? […] Cuando el científico habla de un sujeto, nunca se refiere a sí mismo, sino siempre a su vecino; probablemente a su vecino más pobre […] Es tratar a un amigo como a un extraño y fingir que algo familiar es realmente remoto y misterioso». Según el neurólogo Oliver Sacks, quien instaló este pasaje en el prefacio de su libro Un antropólogo en Marte, tales líneas de Chesterton son lo mejor que se ha escrito sobre la necesidad de empatía entre el médico y su paciente en el estudio de la enfermedad: más allá de la observación objetiva, dice Sacks, «debemos utilizar también la aproximación interdisciplinar, saltando, como escribe Foucault, “al interior de la conciencia mórbida, [intentando] ver el mundo patológico con los ojos del propio paciente”». Tal reflexión, a la vez que una explicación de su propio método, es la declaración de principios sobre la que Sacks procede como médico/escritor: en este libro constan siete narraciones de talante ensayístico en las que el científico se ocupa tanto de las afecciones como de las aflicciones de pacientes aquejados por alteraciones neurológicas extremas —tanto así que cada uno de ellos, en palabras de Sacks, «habita (y en cierto sentido ha creado) un mundo propio»—, pero de tal manera que, al ir a su encuentro, al investigar sus historias y extender las conjeturas que le sugiere el conocimiento de dichas historias, el especialista cumple el propósito de Chesterton —de nuevo en la voz del Padre Brown—: «No intento salir del hombre. Intento adentrarme en él».
    El caso de Oliver Sacks ilustra de manera inmejorable el mutuo provecho que pueden obtener la ciencia y la literatura cuando se encuentran, como el detective de Chesterton, en el propósito de investigar más profundamente las razones de lo humano. En libros como Un antropólogo en Marte, El hombre que confundió a su mujer con un sombrero, Veo una voz o Con una sola pierna, Sacks ha ido extendiendo una obra iluminadora acerca de algunos de los enigmas y desafíos más fascinantes de su especialidad, pero al mismo tiempo ha desplegado una continua revisión crítica del quehacer científico y en no pocas ocasiones ha llamado la atención sobre temas de diverso grado de urgencia (éticos, técnicos y sociales) que parecen haber sido relegados o pospuestos por el estudio de la medicina, así como respecto a las responsabilidades históricas de la investigación y la educación, además de todo lo cual se lo tiene por uno de los divulgadores más leídos y atendibles de nuestro tiempo —esto, en buena medida, por virtud de las astucias estilísticas que caracterizan su prosa, desde la refinada ingeniería narrativa de que dispone para la exposición de casos clínicos hasta el recurso a una vasta cultura literaria y filosófica 1.En los relatos de Sacks —o «neurorrelatos», como él mismo los ha llamado— puede advertirse cómo el científico y el escritor trabajan simultáneamente, y ello a tal grado que sin la participación del segundo el primero sencillamente no tendría mucho que hacer. «Desde el momento en que empiezo a recopilar las primeras notas sobre un paciente», explicó en una entrevista en 2002, «soy perfectamente consciente de que lo que estoy haciendo es contar una historia»: un proceso, a su modo de ver, «esencial a la hora de articular los problemas neurológicos en el contexto de la experiencia humana». Ahora bien: más allá de meramente registrar el decurso de la enfermedad (sus manifestaciones, los estudios, los diagnósticos, los tratamientos y sus resultados, además de las consecuencias más graves para el individuo que la padece y para su entorno, todo ensamblado de tal manera que el relato a veces parece tener ribetes fantásticos y a menudo adopta tonos dramáticos que enfatizan lo extraordinario del caso), el hecho es que Sacks va consignando también el progreso de sus especulaciones y sus averiguaciones, a la vez que no pierde ocasión de meditar sobre las implicaciones que el caso en particular puede tener respecto al estado de la ciencia médica, por ejemplo, o incluso respecto a la comprensión filosófica de la existencia —pues al enfrentar esos casos extremos, a menudo relacionados con trastornos de la percepción, son las nociones mismas de la realidad las que entran en crisis. El escritor no deja, para decirlo de una vez, de hacerse las preguntas que ineluctablemente sugiere el asombro ante lo que el trabajo del médico va descubriendo.
    Cabe, sin embargo, la posibilidad de que haya que invertir el orden, y considerar si no será más bien el científico el que tiene el cometido de ir atendiendo a las preguntas del escritor. En «El marinero perdido», uno de los capítulos de El hombre que confundió a su mujer con un sombrero, Sacks aborda el caso de un paciente de 49 años que, por una lesión cerebral, ha quedado estacionado en cierto instante del tiempo en que tenía 19. Dicho capítulo, que abre con un epígrafe de Luis Buñuel, lo comienza Sacks de este modo: «Este fragmento conmovedor y aterrador de las memorias de Buñuel plantea interrogantes fundamentales… clínicos, prácticos, existenciales, filosóficos: ¿qué género de vida (si es que alguno), qué clase de mundo, qué clase de yo se puede preservar en el individuo que ha perdido la mayor parte de la memoria y, con ello, su pasado y sus anclajes en el tiempo?». ¿El caso de este paciente, en particular, ha llevado a Sacks a plantearse esas cuestiones, o ha sucedido al revés? Es difícil decidirlo, por más que lo que se lee a continuación sea lo siguiente: «Estas palabras de Buñuel», apunta Sacks, «me hicieron pensar en un paciente mío en el que se ejemplifican concretamente esos interrogantes…». No importa, en todo caso, qué ocurrió primero: lo que interesa es que, en la medida en que sus preocupaciones trascienden el ámbito de la ciencia médica —y el ámbito de la ciencia en general—, el neurólogo procede antes que nada como un ensayista, en la comprensión del género según la cual su escritura consiste en una exploración cuyo progreso depende de la capacidad que tiene para hacerse preguntas y, con las respuestas provisionales que va encontrando, encontrar nuevamente ocasiones para hacerse más preguntas otra vez.
    Así pues, acaso no sea aventurado afirmar que el ejemplo de Oliver Sacks es paradigmático en la comprensión del ensayo como una vía para el conocimiento científico, y ello en los dos sentidos de esta expresión: uno, el que atañe al beneficio que obtenemos los lectores de Sacks —los lectores que hacemos mayoría en tanto que no somos especialistas de su materia—, al ser enterados por su conducto de asuntos que sólo aparentemente no tendrían por qué concernirnos. Pero, también, la escritura como una vía de conocimiento para el propio autor que la pone en práctica, servicio que se demuestra, para poner uno de los ejemplos más célebres, en el caso de Freud —«Freud es esencialmente Shakespeare en prosa», escribió Harold Bloom: «la visión de la psicología humana que tiene Freud se deriva, no de una manera del todo inconsciente, de su lectura del teatro shakespeariano»; también anotó Bloom que Freud creó «para el psicoanálisis una literatura propia»—: al ir dando cuenta de sus búsquedas y sus hallazgos, ante el científico seguramente se abren posibilidades que, de otra manera, quizás no habría tenido en cuenta.

II
El género ensayístico es tan reacio a las definiciones que, incluso, hay quien duda de que pueda considerárselo propiamente un género: críticos como Marc Angenot afirman que más bien habría que hablar siempre de «ensayos», en plural, dado que encuentran imposible determinar características invariables que afilien a este tipo de textos en una sola concepción universal. «Desde una perspectiva esencialista y ahistórica», ha escrito Liliana Weinberg, «el ensayo no puede verse sino como género impuro, impropio, mixto, marginal, ambiguo, inestable, impreciso, fuera de lugar; e incluso, en una mirada extrema, como “género degenerado”, dado que su posibilidad de pertenencia a la familia literaria resultaría siempre incómoda en cuanto estaría amenazada por el prosaísmo y “contaminada” por la ideología. Otro tanto sucede a la hora de pensarlo como forma artística, debido a su extrema apertura temática y libertad compositiva».
    El ensayo, en efecto, es todo lo que estas acusaciones quieren que sea, y más. Pero, precisamente en su inestabilidad, en la obcecación con que rehúsa encuadrarse dentro de ningún molde y rechaza apegarse a ninguna forma de comportamiento prescrito, es donde radican sus virtudes mayores, las que han atraído a los autores que han robustecido su existencia en el curso de los últimos cuatro siglos: por ser un territorio de libertad prácticamente irrestricta, en el sentido en que cualquiera puede ocuparse de cualquier asunto del modo que mejor le parezca, el ensayo es también el espacio óptimo para la heterodoxia y para la búsqueda más fructífera de la originalidad. Es fama, como recuerda Weinberg, que para Theodor W. Adorno «la más íntima ley del ensayo» —y yo precisaría que la única— «es la herejía, la continua ruptura con cualquier posibilidad de certidumbre». Tal liberalidad, refrendada siempre que un ensayista ha puesto manos a la obra en su examen de cualquier asunto que le venga en gana, es también causa de que todo ensayo esté animado, al tiempo que por un afán de esclarecimiento, por un principio de crítica (que frecuentemente tiene por vehículo el ejercicio de la paradoja o de la ironía, como puede apreciarse —y valga la digresión, al fin que es uno de los rasgos más característicos del comportamiento imprevisible de la escritura ensayística— en el caso ejemplar del doctor Marcelino Cereijido y sus «patrañas»: el peculiar género que ha inventado para desvelar, mediante el recurso al humor, al absurdo y al juego, los entresijos de la actividad científica, porque según él «la ciencia es muy importante como para hacerla aburrida 2»).
    Un ensayo no es un intento, sino una aproximación; no es la versión previa del abordaje de un tema, sino el abordaje mismo por la vía de poner en funcionamiento, simultáneamente, la imaginación, el conocimiento y la intuición. El ensayista —o el autor que está por escribir un ensayo— se acerca al asunto de su interés suponiendo, creyendo o dejando de creer, manejando una cierta cantidad de información al respecto, pero en la búsqueda de lo que complemente o contradiga dicha información y le permita descubrir siempre nuevos enfoques, nuevas ideas, nuevas percepciones. De ahí que la naturaleza del ensayo —reticente ante las definiciones (que serán siempre provisionales), reacia a encajar en esquemas invariables, azarosa y personalísima— esté determinada, antes que nada, por una voluntad de conocimiento: el ensayo conjuga la observación con la intuición de tal manera que su práctica constituye a la vez un ejercicio de interpretación y una reformulación del mundo a partir de los hallazgos que propicia. Como dice Liliana Weinberg, el ensayo es «una de las formas más altas alcanzadas por la aventura del pensamiento», y «el ensayista es un especialista en esa actividad humana por excelencia que es el acto de entender el mundo, dotarlo de sentido, ponerlo en valor».

III
Hacia 1852, tras haberse casado por tercera vez y luego de haber perdido sus cargos públicos y con ellos sus ingresos —y luego, también, de haber dedicado casi la totalidad de su vida al estudio de la historia, dedicación cuyo resultado, observó Roland Barthes, es «una obra enciclopédica hecha de un discurso ininterrumpido de sesenta volúmenes»—, Jules Michelet se aparta del ajetreo del siglo y cae postrado por lo que hoy llamaríamos un cuadro grave de estrés. En una estación termal italiana se somete a una cura intensiva a base de inmersiones en el barro: una suerte de muerte y renacimiento simbólicos, pues al cabo del tratamiento, que incluye el primer baño de mar que tomaría en su vida, sus intereses y su obra toman un giro radical. Pese a continuar regresando ocasionalmente a la historia de Francia, ahora lo atarean más bien la observación y el estudio de la naturaleza. En la introducción a uno de los libros que escribe por entonces, El insecto, cuenta cómo luego de haberse establecido con su joven esposa en los alrededores de un bosque, en los Alpes, en uno de los paseos que solían dar lo sorprendió el descubrimiento de un viejo tronco en el que «se apreciaba perfectamente bien el trabajo que los escólitos o gusanos roedores, que habitaron antes el árbol, habían hecho siguiendo el diseño concéntrico de la albura»: los vestigios de una colonia, ya deshabitada, que sin embargo la imaginación deslumbrada de Michelet va reconstruyendo en todos sus detalles: «Verdadero palacio, o más bien, vasta y excelsa ciudad», sigue diciendo, absolutamente fascinado por lo que tiene delante. «Se dice que se han encontrado algunas que, cavadas con perseverancia, tenían hasta setecientos pisos. Tebas y Nínive fueron poca cosa. Sólo Babilonia y Babel, con su audaz altura, podrían resistir una comparación con estas tenebrosas babeles que van creciendo en el abismo». Al cabo de una relación exaltada sobre la historia de la edificación y la destrucción de esa «ciudad» hallada en un tronco, Michelet declara lo que, a mi modo de ver, es el mejor ejemplo del ímpetu que pone en funcionamiento la labor del ensayista, absorto como está en la necesidad de explicarse lo que lo intriga tan poderosamente:

    Me puse enfrente y, sentado sobre un abeto, me quedé mirando y dejé fluir mi imaginación. Acostumbrado a la caída de repúblicas e imperios, esta caída sin embargo me arrojaba a un océano de pensamientos. Una marejada y luego otra marejada subían y latían en mi corazón. Los versos de Homero vinieron a mi boca: «¡Y Troya verá también su jornada fatal!». ¿Qué puedo yo por este mundo destruido, por esta ciudad casi en ruinas? ¿Qué puedo yo por este gran pueblo insecto, laborioso, de gran mérito, al que todas las tribus animales persiguen, devoran o desprecian y que, aun así, nos muestra a todos las más intensas imágenes de amor desinteresado, de abnegación por los demás y el sentido social en su más intenso vigor?… Una cosa: comprenderlo y explicarlo si puedo; aportar una luz, una interpretación benévola.

    Lo que Michelet puede, y hace, es el libro dicho: El insecto, la hermosa y profunda satisfacción de la curiosidad de un hombre acerca de las perplejidades que constantemente le depara el encuentro con la naturaleza. En éste como en los otros títulos que Michelet dedicó a sus observaciones y a sus reflexiones, ya vuelto un naturalista de vocación inclaudicable —títulos como El ave, El mar, La montaña—, consta la sed de conocimiento de un explorador que, para guiarse en sus pesquisas, revisa constantemente el saber de quienes le han precedido (Malpighi, Swammerdam, Lamarck, Buffon o Goethe, entre otros, e incluso Darwin), pero también el ánimo de quien busca iniciar y sostener una discusión, arriesgando junto a las consideraciones de orden científico sus pasiones e ideales más personales, y ello en la estela de un impulso creador que nunca deja de lado la asunción artística de la propia subjetividad. En la medida en que los ensayos naturalistas de Michelet pueden —y acaso deban— tomarse, antes que nada, por literatura, es donde precisamente radica la perdurabilidad del servicio que han prestado a la expansión del conocimiento científico, pues como ha señalado Michel Serres a propósito de una de estas obras, «El mar es un libro de historia natural —y de ciencias naturales. Un libro de historia, y un libro de ciencias, es decir para nosotros, hoy día, un libro de historia de las ciencias. Lo anecdótico y lo patético esconden con mucha elegancia una teoría completa de la observación».

IV
Es posible que, como en ningún otro lugar, sea en el ensayo de tema científico donde mejor pueda verificarse lo que Georg Lukács advirtió en su examen canónico sobre las formas y los fines de este tipo de escritura. «Es verdad que el ensayo aspira a la verdad; pero al igual que Saúl, que salió a buscar las asnas de su padre y encontró un reino, así también el ensayista que es verdaderamente capaz de buscar la verdad alcanzará al final de su camino la meta no buscada: la vida». No lejos, pero sí aparte de las abstracciones y las sofisticadas codificaciones de los lenguajes especializados, la escritura del ensayo de tema científico, en tanto está determinada por una necesidad continua de esclarecimiento, impele a reflexionar constantemente acerca de otra necesidad, la de comunicar el saber, sea para someterlo a la consideración de los demás (los pares incluidos, desde luego) en pos de las discusiones que lo enriquezcan, o sea sencillamente para acercarlo a las posibilidades de su aprovechamiento en lo cotidiano. Así, el ensayo se hace con lo que Pablo Fernández Christlieb ha llamado el «lenguaje reflexivo». Para este autor, psicólogo social y a la vez uno de los ensayistas mexicanos más notables de los últimos tiempos (aun cuando, para serlo, no haya tenido necesidad de abandonar o dejar en suspenso su ámbito de estudio, y más bien precisamente gracias a que no lo ha hecho), un ensayo «es una perquisición sobre algún objeto de la realidad, cualquiera, desde los datos inmediatos de la conciencia hasta los tacones de los zapatos de mujer, en el que se invierten hechos, investigaciones, estadísticas, etimologías, recortes de periódico, experimentos, historias, frases oídas al pasar, introspecciones y lo demás que haga falta, para procesarlos con los recursos del lenguaje y presentar dicho objeto de una manera que no sólo es correcta sino más novedosa, atrayente y profunda que el objeto inicial, con lo cual el ensayo le confiere al objeto de estudio una cualidad que no tenía y que puede consistir en la manera de decirlo».
    La manera de decir. Si en un ensayo estamos ante la fiel constancia del estado de ánimo de su autor, así como de sus luces o de sus limitaciones, y si la materia de la que se ocupa llega a resultarnos al menos tan sugestiva como a él, ello es porque la escritura ha encontrado la naturalidad —quizás contradictoria o extravagante, pero en todo caso absolutamente humana— que la práctica del género alienta siempre: la libertad, la espontaneidad, la levedad y la oportunidad. «Es curioso», dice Fernández Christlieb, «que cuando una definición no se entiende, se tenga que explicar de vuelta en lenguaje familiar». Y precisamente porque lo suyo es el lenguaje familiar, asequible a los más y, en última instancia, indispensable para dejar las cosas claras, el ensayo, como ninguna otra forma de escritura, puede brindar un ingreso tan directo y tan inmediato a la vida: también porque, ante un buen ensayo, no podemos regatearle al autor la atención que él mismo ha puesto en responder a los misterios que su propio pensamiento fue proponiéndole; con él, siguiéndolo en su investigación, comenzaremos por reconocer lo mismo que ha visto para, entonces sí, llegar a comprenderlo mejor.
En contraste con el uso instrumental que, para sus propios fines, la ciencia hace del lenguaje —o de sus diversos lenguajes, más excluyentes mientras mayor sea el grado de especialización—, el lenguaje del ensayo constantemente incorpora operaciones (y, por tanto, posibilidades) propias de la creación poética, es decir, provenientes de la subjetividad del autor, y no sólo de la observación imparcial e imperturbable de los datos, los hechos, las leyes y sus consecuencias. Es, como se ha dicho, la participación del juicio, pero liberado por esa voluntad poética para hacer constar cuanto concierna a la apreciación particularísima que cada autor tendrá sobre el asunto del que se ocupe: en la serie de interrogaciones que activan su curiosidad, y en las respuestas que va dando —respuestas que generarán nuevas interrogaciones—, así como en las digresiones que le sugiera la lógica interna de su escritura —una lógica que sólo es posible descubrir a medida que el trabajo prospera—, el ensayista deja el rastro de su pensamiento, y en tal rastro pueden quedar incluidas las dudas, las perplejidades, las emociones y, naturalmente, los pareceres que lo han acompañado en el camino. Ahora bien: dado que nunca queremos ser menos malentendidos que cuando hablamos de nosotros mismos, el ensayista, al dejar testimonio de su forma de pensar, ha de tener en cuenta siempre, como un imperativo, la búsqueda de la mayor legibilidad: por eso la escritura ensayística, que ha sido puesta en marcha por un propósito de interpretación o reformulación de las cosas, implica siempre una continua atención a la necesidad de explicarse con la mayor precisión, y a la vez echando mano de cuantos recursos literarios hagan falta para procurar la comparecencia del lector en todo momento. «El ensayo», señala Weinberg, «es una determinada configuración de la prosa, esto es, una forma relacionada con una poética del pensar que no sólo emplea la prosa como vehículo de transmisión de las ideas sino que se relaciona íntimamente con las potencialidades artísticas y comunicativas de la prosa en general. A partir de un detonante inicial, el ensayista teje una red que coordina “visiones y asociaciones” culturales y artísticas a través de las cuales ve el mundo y lo representa bajo la especie del arte».
    (Un paréntesis: el tema de las prácticas lingüísticas en los terrenos de la ciencia es vastísimo, y por ello aquí únicamente convendrá recomendar, al respecto, un vistazo a la crítica —implacable en varios pasajes— que hizo el físico teórico Jean-Marc Lévy-Leblond en un libro de 1996, La piedra de toque. La ciencia a prueba. Dos capítulos, en particular: uno titulado «¿Qué puede hacer la literatura por la ciencia?», donde el autor concluye lamentándose con humor: «Nosotros los científicos estamos demasiado solos. A veces se nos invita a salir de nuestros laboratorios y a presentar al mundo nuestros hallazgos. Pero somos tan mal educados, tan torpes que, a menudo, nuestra torpeza aburre y nuestra brutalidad asusta a la sociedad. Así que necesitamos que se ocupen de nosotros y de nuestra ciencia, que vengan a nostros, nos ayuden, nos vigilen. […] Gracias a los novelistas, a los dramaturgos, a los poetas, por no dejarnos solos». Y otro, «Hablar ciencia», donde exhorta a una revisión de las precariedades presentes en la comunicación entre los científicos, lo mismo que en la comunicación de éstos con el mundo, dados los riesgos que entrañan las condiciones de aislamiento propiciadas por dichas precariedades, en concreto la que supondría una deficiente capacidad de los científicos para escuchar a los demás. «Si la divulgación tradicional o la mediatización actual de las ciencias en general tienen una eficacia tan baja», se pregunta Lévy-Leblond, «¿no será que responden a interrogaciones que el “público” jamás ha formulado y que no perciben sus cuestionamientos reales, ciertamente poco explícitos y a menudo confusos? Pero, a falta de ese esfuerzo previo de escucha, ¿cómo podría ser escuchado el discurso científico? Si se soslaya por mucho tiempo más esta exigencia, la ciencia, que practica tantas experiencias como si fuera dos veces ciega, terminará por trabajar como tres veces sorda». Fin del paréntesis).
    Así como puede comunicar eficazmente con la circunstancia inmediata de su autor y con la atención que éste le presta a su tema, el ensayo también puede servir al efecto de amplificar nuestra propia comprensión de cualquier materia mediante la emancipación absoluta de la imaginación, y hay casos en que su naturaleza digresiva conduce a que nuestra propia inteligencia tome su camino con resultados felizmente insospechables. Leemos esto:

    Así como los antiguos adoradores de Afrodita viajaban a la sagrada Citerea, yo iba diario a la lechería. El aroma de las esencias de Siria era para mí el olor a crema y leche pasteurizada que vendían por litro; la sacerdotisa de Chipre, una mestiza morena de trenzas intensamente negras; y una danza hierática, fascinante, el pavoneo de una criada morena que balanceaba ollas de leche descremada al dos por ciento en un movimiento rítmico oscilante de sus caderas opulentas. No digo que me haya lamentado de mi suerte. La leche se encuentra a la altura de los perfumes de Arabia. Se encuentra en un sitio más alto incluso: fluía del pecho de la diosa, para derramarse en el cielo como el sendero estrellado del empíreo.

    ¿Por dónde iremos ya cuando reparemos en que el autor, el médico escritor Francisco González Crussí, adonde se dirige es a hacer una recapitulación histórica del funcionamiento de los códigos secretos en las relaciones amorosas?

V
Es frecuente que, en las recensiones de la obra del doctor González Crussí, sus comentaristas destaquen los méritos de su estilo: la agilidad con que su prosa sabe hacerse cargo de una vasta erudición de la que se sirve con tino y con medida, de tal manera que la lectura evoluciona guiada por un interés continuamente estimulado, tanto por la amenidad y la cordialidad del tono como por las continuas sorpresas y hallazgos que el autor ha dispuesto con astucia y elegancia. A esto se añade el notable rigor documental que sustenta las informaciones, así como el sentido de pertinencia que el ensayista demuestra en la elección y en el abordaje de sus asuntos: una virtud por la que consigue hacer evidente, en el transcurso de la lectura, la incumbencia que cada una de sus preocupaciones puede tener para cada uno de nosotros. Lo incontestable de tal incumbencia, en buena medida, se debe al hecho de que la materia de trabajo de González Crussí, en términos generales, consiste en algunos de los temas cardinales de la naturaleza humana. En «Nuestra natural inclinación a depredar», uno de los ensayos que forman el libro Mors repentina, González Crussí lo pone de este modo: «Hay sólo dos temas dignos de ser escritos o leídos: el amor y la muerte: eros y thanatos. Y si las presiones de nuestro tiempo, la pereza o la inercia nos obligaran a ser breves, podríamos conformarnos con uno, el canibalismo: hervor, síntesis, depósito y suma de los otros dos». Creo que es sumamente difícil dejar pasar, impávidos o indiferentes, una afirmación de ese calibre. Pero el hecho es que, en las argumentaciones que han conducido a ella, lo mismo que en las que la continuarán (una dilatada reflexión en la que menudean la reminiscencia o el apunte biográfico, la referencia libresca, el relato fantástico, el episodio histórico o la leyenda que ilustran el decurso de las ideas, la adopción de diferentes puntos de vista, la llana exposición de una duda), el ensayista ha ido «arreglándoselas», por decirlo de algún modo, para que junto con él consideremos, con parejo interés —y, a veces, hasta con sobrecogimiento y con reverencia—, las implicaciones gravísimas a las que hemos sido conducidos acompañándolo en su inquisición.
    La muerte, la percepción sensorial, el nacimiento, el sexo, la enfermedad, el cuerpo, la medicina: los terrenos de la obra ensayística de González Crussí están delimitados por su formación como científico (aunque no siempre, pues su vivaz curiosidad puede también llevarlo, por ejemplo, a dedicar un magnífico libro a su fascinación por la cultura china). Y, aunque es cierto que por esa circunstancia bien puede vérselo como un autor de divulgación, pues en sus libros invariablemente hay ocasión de desarrollar problemas, historiar las vicisitudes del progreso de las ciencias, examinar y criticar los adelantos o el estado actual del conocimiento científico y de la tecnología —como ocurre, por citar un caso, en On Being Born and Other Difficulties—, lo cierto es que va más allá en el sentido en que su discurso promueve incesantemente un ánimo meditativo por el que, como ocurre con los más altos practicantes del género ensayístico, a sus lectores nos resulta irresistible comenzar a hacernos preguntas con las que, quizás, de otro modo no habríamos tenido ocasión de encontrarnos.
    Es posible que tal efecto tenga su causa en los móviles originales del autor —amén, claro, de sus dotes literarias y del enorme sustento cultural que González Crussí tiene como el humanista que es—: quiero decir: en el hecho de que sus ensayos comiencen por ser, antes que ninguna otra cosa, ocasiones para el asombro compartido. Y, significativamente, dicho asombro —que él experimenta el primero, para enseguida confiárnoslo a sus lectores— suele originarse en la necesidad que tiene de encontrar las explicaciones que la ciencia, por sí sola, no puede dar. Hacia el final del último capítulo del volumen autobiográfico There’s a World Elsewhere, aún inédito en español, González Crussí despliega con toda franqueza esta necesidad fundamental de respuestas, en concreto respecto a uno de sus temas centrales, el de la muerte:

    Yo imaginaba que la verdad estaba en el reino, más preciso, de las ciencias: en esas cumbres científicas donde las conclusiones son luminosas, irrefutables y universalmente válidas, tanto en la física como en la química. Pero si buscaba en este terreno —asumiendo que pudiera entender lo que se dice en tales alturas—, estaba seguro de que quedaría decepcionado. Entre más elevado sea el razonamiento, menos concierne al individuo: la vida se vuelve abstracción. Los científicos ven la vida como un precario —e improbable— equilibrio entre el ambiente y el complejo sistema de macromoléculas que constituyen un organismo. Para mantener este equilibrio se requiere de un suministro de energía, pues de lo contrario el sistema naturalmente tendería al desorden, de acuerdo con las leyes de la termodinámica. La muerte, entonces, es definida como el estado en el cual la diferencia de energía entre el sistema macromolecular y el entorno que rodea a éste equivale a cero.
Confieso que la primera vez que escuché proposiciones como ésta me quedé sin habla. No supe qué decir. Que la vida y la muerte pudieran ser definidas como abstracciones manipulables matemáticamente me parecía el cenit del entendimiento intelectual. Pero muy pronto me recuperé de la sorpresa y me di cuenta de que esta respuesta era tan insatisfactoria como las otras. Lo que yo quería saber es lo que significa la muerte para nosotros como individuos: ¿qué uso podía hacer de tales abstracciones? Mi muerte, para mí, significaría el fin de las abstracciones, el fin de las manipulaciones matemáticas, el fin del equilibrio macromolecular, el fin de la termodinámica. El fin de todo.
Pero quizás no era entendimiento lógico lo que buscaba…

    No hace falta decir que, lejos de dar la espalda al conocimiento científico e histórico o de descartarlo tajantemente como el suministro de las respuestas que se procura, lo que González Crussí lleva a cabo es, por el contrario, una constante ponderación de dicho conocimiento en pos de obtener de él —y para ofrecerlas a sus lectores— las luces óptimas con que se puede guiar la búsqueda. En la observancia de la mejor tradición ensayística, según la cual es completamente ajeno a los propósitos del autor estatuir ninguna postulación doctrinaria, González Crussí parece tener siempre en cuenta la divisa de Michel de Montaigne, «Que sais-je?» («¿Qué sé yo?»), para que, a partir de la revisión de su propio saber, tanto él como sus lectores procedamos al ejercicio de la razón y de la reflexión. Por lo demás, acaso no sea una exageración afirmar que en su práctica del ensayo literario se comprueba la advertencia de Lévy-Leblond: «lo que la literatura puede ofrecer a la ciencia son lecciones de saber vivir, de moral y de mantenimiento. Pero, de paso, no habría que rechazar algunas lecciones de imaginación». (En La fábrica del cuerpo, uno de los libros más recientes de González Crussí, el primer capítulo, titulado «El cuerpo fue antes invisible», termina con la recuperación del sabroso relato que hiciera Plutarco de un episodio de la historia de la medicina protagonizado por Erasístrato: un episodio que es una comedia de enredos motivada por el amor, y cuyo sustento en la realidad bien puede ponerse en duda. «Hay estudiosos que niegan toda realidad a la narración de Plutarco», apunta González Crussí luego de habernos convidado a presenciar el desenlace del cuento, un final feliz debido a la agudeza de Erasístrato. Y concluye diciendo: «Yo sospecho que los que así piensan son eruditos vacuos, sosos, cargantes e indigestos, incapaces de ver las auténticas virtudes de la fantasía en la historia»).

VI
Es particularmente sugerente la imagen que Liliana Weinberg ha propuesto para la comprensión del ensayo en nuestro tiempo, sobre todo en lo que respecta a su utilidad como vía del conocimiento científico. A partir de la figura del osado intermediario que arrebata el fuego y el saber de los dioses para entregarlos a los hombres, la estudiosa llama a prestar atención al espíritu prometeico del ensayo, antes que a su carácter proteico, es decir: atender a su papel como vinculador de mundos, mejor que a la mutabilidad incesante que, a la vez que lo dota de la heterogeneidad característica por la cual puede ser tenido por el género más libre de escritura, también puede conducir a que se lo vea con la suspicacia que acaso suscite su informalidad, su desdén por lo incontrovertible, su preferencia por sugerir y persuadir más bien que por demostrar y convencer. «Prometeo», dice Weinberg, «es responsable de sus actos y sabe, a diferencia de Hermes, que el secreto que tendrá que conducir debe ser averiguado por él, porque en ello radica su ejercicio de responsabilidad». Y tal responsabilidad, en el caso del ensayista que trabaja con temas científicos, está directamente relacionada con su función como articulador de diferentes ámbitos de la cultura en la medida en que consiga insertar el conocimiento especializado en el entendimiento de quien, de otra manera, no podría tener acceso a él.
    El ensayo de tema científico no se limita a la transmisión de informaciones, sino que conlleva una valoración de éstas que es continuamente propuesta al juicio del lector. Por ello, más allá de ser un vehículo para la documentación del progreso de la ciencia y para la divulgación de sus afanes, en las rutas que sigue generalmente va siendo orientado por una voluntad crítica, indispensable en la medida en que el ensayista verdaderamente esté interesado en la configuración de un sentido para aquello de lo que esté ocupándose. Y, si esa voluntad crítica se conjuga con el reconocimiento del servicio que la intuición puede prestar a la creación de conocimiento, acaso sea posible que Prometeo quede libre de la fatalidad del mito (es decir: que escape a la condena que lo encadenará para que no regrese al Olimpo) y, una vez que haya hecho su entrega, sea capaz de emprender de nuevo, una y otra vez, el viaje de ida y vuelta: porque, si bien el ensayo puede conferir al saber del erudito una incumbencia más universal, también es dable que propicie ocasiones para el hallazgo que habría dilatado o evitado la observancia rigurosa de la investigación sistemática, pues al aventurarse la imaginación del científico ensayista, en la vanguardia, la razón que viene detrás de ella quizás tenga el trabajo más fácil.

 

Bibliografía

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Harold Bloom, El canon occidental, Anagrama, Barcelona, 1997.
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Georg Lukács, «Sobre la esencia y forma del ensayo (Carta a Leo Popper)», El alma y las formas y Teoría de la novela, Grijalbo, México, 1985.
Jules Michelet, El insecto, Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, México, 2002; El mar, Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, México, 1999.
Oliver Sacks, Un antropólogo en Marte, Anagrama, Barcelona, 2001; El hombre que confundió a su mujer con un sombrero, Anagrama, Barcelona, 2002.
Liliana Weinberg, Pensar el ensayo, Siglo xxi Editores, México, 2007; Situación del ensayo, Universidad Nacional Autónoma de México, México, 2006.

1 Un espléndido ejemplo de la actitud crítica de Sacks es el ensayo «Escotoma: Una historia de olvido y desprecio científico», donde realiza una revisión de la historia de la ciencia a partir de la localización de zonas de sombra en las cuales la transmisión del conocimiento fue detenida o desviada, ya fuera porque ciertos descubrimientos o avances no tuvieron, en su momento, la repercusión que ameritaban —la incomprensión de la época—, o por razones más cercanas a la mera vanidad y a la mezquindad de quienes, desde posiciones de autoridad, desdeñaron e incluso invalidaron el trabajo de precursores y colegas que pudieron llegar más lejos. Y lo que Sacks cuestiona, nada menos, es la idea misma del carácter de progreso que habitualmente se suele reservar a la historia de la ciencia. «A la hora de abordar la historia de las ideas», comienza su ensayo, «podemos mirar hacia delante o hacia atrás; podemos remontarnos a las primeras etapas, a las intuiciones y a las anticipaciones de lo que hoy pensamos; o podemos centrarnos en la evolución, en los efectos e influencias de lo que pensábamos antiguamente. En ambos casos podemos imaginar que la historia se revela en un continuum, un avance, una apertura como la del árbol de la vida. Sin embargo, lo que a menudo encontramos dista de ser un desarrollo majestuoso y una continuidad constante. Trataré de ilustrar esta conclusión», anuncia, y vaya que lo hace, «por medio de ciertas historias (que podrían multiplicarse por cientos) que ponen de manifiesto lo extraño, complejo, contradictorio e irracional que puede llegar a ser el proceso de los descubrimientos científicos». (Oliver Sacks, «Escotoma Una historia de olvido y desprecio científico», en Historias de la ciencia y del olvido, vv. aa., Siruela, Madrid, 1996, p. 13).

2 «Algunos investigadores son tan eruditos que parecen enciclopedias con patas, pero tienen su acervo cognoscitivo solidificado o guardado en estanques aislados, y aunque se los retuerza como trapos mojados no les gotea una idea original; al discutir con ellos uno siente que está frente a un castrado. Otros en cambio juegan —literalmente— con las ideas, hacen comparaciones chistosas, se solazan en proponer analogías traídas de los cabellos y son un chispero de creatividad. Es que la creatividad mejora en la medida en que el investigador se desalmidona, se aflojan sus tuercas y remaches obsesivos, se informalizan las relaciones dentro de los equipos de trabajo, se permite y celebra la analogía exagerada, la distorsión hecha ex profeso, se festeja el chiste, se derriten los tabiques rígidos de las jerarquías institucionales y se provoca un número mayor de asociaciones de contenidos conceptuales por unidad de tiempo. Ya no se teme que esa informalidad vaya a desembocar en una intolerable falta de respeto, pues éste depende ahora de valores reales y no de un trato distante, envarado, hierático y vertical. El antiguo profesor autoritario, engolado y siempre dispuesto a escandalizarse ante la menor irreverencia, hoy es tomado por lo que es y siempre ha sido: un pajarón». (Marcelino Cereijido, «Apéndice: El humor y la ciencia», El Doctor Marcelino Cereijido y sus patrañas, Libros del Zorzal, Buenos Aires, 2004, p. 154).

 

 

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