La tierra natal de Meherunnisa / Shukti Roy

Isha jamás tuvo el deseo de ir a aquella aldea llamada Turtuk. Siempre tuvo la ilusión de visitar Ladakh con su hermano mayor, su cuñada y su sobrina pequeña, Jhilmil. Tantas investigaciones sobre este viaje por casi dos años, juntar el dinero tan meticulosamente y arreglar todo lo necesario para llevarlo a cabo. A Isha no le gustaba viajar con gente desconocida. Por eso se había negado totalmente a la opción de ir a Ladakh con un grupo preorganizado por las agencias de viaje, aunque su cuñada, por su parte, tenía miedo de ir a un terreno tan difícil sólo con su marido Somok, su cuñada Isha y su niña Jhilmil. Pero al fin se rindieron ante la obstinación fuerte de Isha. Poco antes de la salida, se convirtieron en un equipo de cinco en vez de cuatro, cuando Rafael, el jefe de Somok, expresó su deseo de volverse parte del grupo. Había venido a la India desde un lugar tan lejano como México por dos motivos: para enterarse de cómo se venden en la India las cosas que fabrica su empresa y para conocer el país. No era la primera visita de Rafael. La primera vez que él conoció a Somok Das, el gerente de ventas de su compañía en Calcuta, conoció a Isha. Rafael quedó muy impresionado por la sabiduría de Isha en el campo de la lengua, la literatura y la cultura hispánicas. Le gustaban mucho las canciones que Isha cantaba cuando Somok lo invitó a un programa cultural. Poco a poco creció una amistad pura entre Rafael e Isha y Rafael expresó el deseo de acompañar a la familia de Somok a Ladakh durante las vacaciones. Somok y su mujer Rini aceptaron la propuesta de Rafael con mucho gusto.

      En realidad no viajaban totalmente juntos como una familia. Rafael era más joven que Somok y le gustaban mucho las actividades de aventura. Por eso él había alquilado una moto para pasear por Ladakh. A veces también iba con todos para visitar los monasterios budistas. Isha y Rafael ya habían llegado a ser muy buenos amigos e Isha, con mucho orgullo (como una ciudadana de la India), le explicaba todo sobre las historias y la arquitectura de aquellos monasterios muy cuidadosamente, lo que le encantaba. Con mucha ilusión, Isha le narró el tema de la unidad entre la diversidad de la cultura de la India. Rafael ya había visto Kerala y Rajasthan, provincias hermosísimas. Después de ver la belleza del paisaje de Ladakh y la arquitectura imponente de los templos, stupas y monasterios, Rafael también estaba de acuerdo en que verdaderamente la India tiene una cultura muy impresionante.
      Al cruzar el paso altísimo entre las montañas, llamado Paso Khardung, se encuentra Hundar, un sitio muy pequeño ubicado cerca del río Shyok, que emerge desde el glaciar Siachen y pasa por las montañas entre los chopos y los pinos. Este paisaje parece un hermoso oasis en el desierto frío de la región. Debido al crecimiento del turismo, el número de gente que viene de otras partes de la India ha superado a la población indígena. Las casas privadas hechas de piedra y madera se han convertido en alojamientos pequeños para ser alquilados a los turistas. También los campesinos pusieron un aviso para alquilar algunas recámaras de sus casitas propias. La familia de Isha, con su invitado extranjero, ya se había alojado en una posada donde había sólo tres habitaciones. Después de viajar durante días enteros, disfrutaban las tardes charlando, discutiendo y cantando. Rafael era un hombre genial. Le gustaban mucho sus nuevos amigos y la parte de este país que él nunca había visto antes. Somok también había empezado a charlar con su jefe como si fuera un amigo suyo. Jhilmil estaba aprendiendo algunas palabras en un español de la vida diaria y se las dirigía a Rafael, lo que él disfrutaba mucho.
      Por la tarde durante la cena Rafael mencionó Turtuk como una aldea pequeñita ubicada en la orilla del río Shyok, muy cerca de la frontera con Paquistán. En la época en que la India y Paquistán habían ganado sus independencias del reino británico, la aldea Turtuk era una parte de Baltistan, que es una provincia de Paquistán. Pero después de las guerras entre la India y Paquistán en el año 1971, Turtuk, con tres aldeas más, quedó dentro del dominio de la India. Actualmente los turistas de Ladakh pueden visitar Turtuk, que todavía muestra los vestigios de la cultura antigua de Baltistan. Rafael quería ir a Turtuk porque tenía mucho interés en las civilizaciones antiguas. Pero los demás ya habían reservado su alojamiento en Panamik, un lugar al lado del río Nubra, que está situado demasiado lejos de Turtuk. También Isha tenía ganas de visitar Turtuk, aunque le costaba aceptar que India hubiera invadido la tierra de cualquier otro país. Finalmente decidieron dividirse. Rafael e Isha alquilarían una moto para ir a Turtuk y los otros seguirían el plan de visitar Panamik en el coche que habían alquilado desde Leh. Al día siguiente se encontrarían en la posada de Leh.
      A la mañana siguiente, Isha y Rafael despidieron a Somok, Rini y Jhilmil y salieron para Turtuk en la moto. La autopista pasaba por la orilla del río Shyok. No se puede ver ningún habitáculo humano, salvo los campamentos militares rodeados por cerros sin árboles. Las piedras muestran tantos colores increíbles, azul y gris y púrpura y verde, mezclados con el color de la tierra. A veces, al lado del río se pueden ver los pueblos pequeños sembrados de manzanos, albaricoques, sauces y álamos. Las aldeas están poco pobladas. Los niños con su uniforme escolar les sonreían agitando sus pequeñas manos.
      Rafael detiene la moto frecuentemente para poder sacar fotos. Algunas veces Isha se lo impide porque no se permite sacar fotos en las zonas cerca de los campamentos de los soldados. Como Rafael es extranjero, está encantado al ver la belleza del paisaje. Otras veces se quita los zapatos y sumerge los pies en las aguas de los manantiales o baja a la arena del río Shyok. Isha se siente ansiosa por los arrebatos de Rafael, pero en las inmediaciones de la naturaleza empieza a invadirla un sentimiento dulce y suave hacia su amigo extranjero.
      Al fin llegan a Turtuk al mediodía. Al lado de la aldea fluye un manantial de agua clara y azulada que desemboca en el agua gris del río Shyok. La aldea entera se estrecha desde la orilla de Shyok por los cerros verdes. Hay unos alojamientos nuevos cerca del río. Rafael no tiene ganas de alojarse en uno de estos hoteles. Lo que quiere es conocer todo sobre la aldea y, tanto como sea posible durante su estancia, saber sobre sus habitantes. Aparcó su moto en el estacionamiento y se marchó con Isha hacia el puente construido con troncos de madera sobre el manatial, que corre rápidamente para entrar en la aldea.
      Lo que atrajo la atención de Rafael fueron las caras de los aldeanos. Los habitantes de Turtuk no tienen las característica mongoloides ni son como los habitantes de Kashmir. Se pueden distinguir sus rasgos casi europeos con las narices puntiagudas y a veces con los ojos azules y grises. Aunque las caras de los hombres son bronceadas por el sol tan fuerte, las mejillas son rosadas como una manzana madura. Rafael e Isha tenían muchas ganas de sacar fotos de los aldeanos, pero lastimosamente ellos se lo negaron. Casi todas las personas se cubrieron la cabeza, las mujeres tan hermosas no se habían puesto el burkha o hizab. Era evidente que no les gustaba la vestimenta de Isha, pantalones vaqueros y camiseta. Isha también se sintió incómoda con la presencia de las bellas con las cabezas cubiertas. Rafael e Isha siguieron subiendo por la senda bajo el fuerte sol de mediodía, sudando mucho. Cuando a Isha le faltó el aliento para respirar y le pareció que sus pulmones iban a estallar, vio de repente un letrero Friendship Café. Sin esperar a Rafael, entró en el sitio rodeado de árboles y cubierto por un toldo.
      Se sentó sobre un banco hecho con ramitas de árboles. Había algunas mesas y bancos para los clientes. Los bancos estaban cubiertos por mantas ásperas hechas con lana local. Los toldos estaban atados a las ramas altas de los albaricoques. Isha no veía a nadie. Lo que pudo oír fue el sonido monótono del azan. Es claro que los aldeanos han ido a la mezquita para asistir a la oración del mediodía. Entonces, ¿qué se puede hacer? ¿Hay que subir los cerros de nuevo? Estaba en esos pensamientos cuando de repente Isha vio a una vieja acercándose. Era evidente que debió de ser bellísima en su juventud. Ahora tiene la piel arrugada, el pelo blanco y su espalda encorvada como un arco. Sólo brillan sus ojos verdes con la viveza de la experiencia.
      Isha estaba todavía jadeando y sudando profusamente. La vieja llevaba un vestido bastante flojo y sacó una manzana madura de su bolso, no era totalmente roja, era una mezcla de verde y rosa. Colocando la manzana frente a Isha le dijo: «Come, hija mía. Te va a quitar el cansancio y la fatiga». Enseguida se marchó lentamente hacia su cuarto hecho de piedras.
      Isha tomó la manzana y al voltear vio que Rafael había llegado a aquel sitio. También estaba muy cansado y sudaba mucho. Isha y Rafael compartieron la manzana y, cuando se la estaban comiendo, llegaron unos aldeanos y el dueño de la cafetería. Él recibió a Rafael y a Isha con mucha cortesía y con una cesta llena de albaricoques maduros. Para entonces Rafael e Isha se sentían mejor. Pidieron el menú porque tenían mucha hambre. El dueño de la cafetería les preguntó si querían comer comida nacional o deseaban saborear la comida local. Y entonces empezó la tertulia informal entre ellos. El dueño se presentó como Sadek. Por generaciones su familia ha vivido en la aldea de Turtuk.
      Rafael le preguntó a Sadek con curiosidad si Turtuk había sido ocupado por el ejército de la India después de la guerra entre la India y Paquistán. De repente se oscureció la cara de Sadek Mian, aunque pudo controlar sus emociones rápidamente y le respondió:
      —¿Ha visto usted el nombre de mi café? Podemos ser una parte de cualquier país porque queremos mantener amistad con todos los lugares del mundo.
      —¿Pero por qué el ejercito de la India ha ocupado su aldea particularmente? ¿Hay alguna razón diplomática? —Isha preguntó muy seriamente.
      —No lo sabemos —contestó Sadek—, sería mejor preguntar a los diplomáticos. Nuestra aldea es muy importante para nosotros y lo que más nos importa es nuestra cultura. No somos de Cachemira ni de Ladakh. Somos una población muy antigua. Somos de Baltistan.
      —¿Entonces Baltistan y Paquistán son distintos, verdad? —preguntó Isha.
      —Claro que sí —respondió Sadek orgullosamente—, como su país, la India, Paquistán también es una tierra de muchas variedades culturales.
      —Ustedes forman ya parte de la India, ¿verdad? —Isha le preguntó.
       —Tiene razón —dijo Sadek, sin discurrir más.
      A Rafael el asunto de la India y Paquistán no le importaba nada. Él quería saber únicamente sobre la civilización antigua de Baltistan. Sadek fue adentro para pedir la comida para Isha y Rafael. Volvió con su teléfono celular y empezó a mostrar los videos de tantas fiestas de Baltistan. La mayoría de las fiestas habían tenido lugar en el pueblo de Turtuk, como las carreras de caballos a la orilla del arenal de Shyok, los bailes con espadas y escudos alrededor del fuego con la música de bocinas y tambores. Sadek les contó que todos los hombres de aquel sitio pueden tocar los dos instrumentos musicales que se llaman sanai (la bocina), daman (el tambor) y un instrumento metálico como los platillos. Pero no había ni una mujer participando en la fiesta del baile. Es normal en aquellas regiones. El interés de Rafael aumentaba cada momento. Estaba ansioso por ver más, escuchar más y aprender al máximo.
      Ya está lista la comida. Un platillo con tortillas preparadas de una variante de trigo local que se llama hiran dana y una mezcla de yogurt y pedacitos de nueces locales. Sadek les ofreció los albaricoques maduros. La comida era verdaderamente muy sabrosa. Isha y Rafael comieron con mucho gusto. Luego salieron a dar un paseo para ver la aldea con Sadek como su guía. Por las laderas de los cerros se podían ver las cosechas maduras de hiran dana. Los árboles de albaricoques llenos de las frutas doradas. Abajo de los árboles las aldeanas estaban cosechando en distintas cestas las frutas secas y frescas. En este sitio se usa el aceite de albaricoque para cocinar.
      Sadek puede comunicarse bien en inglés. Relata la historia local de la aldea con gran detalle. Nadie sabe que cuando fue construida la mezquita vieja de la aldea, había un gran pedazo de madera con las grabaciones de los signos sagrados del islam, el judaísmo, el hinduismo y el budismo. Lo que les pareció a Rafael e Isha fue que la gente de aquel tiempo luchó para que su religión dominara sobre las otras religiones. Al lado de la mezquita hay un museo pequeño. Las aldeanas están preparando la lana con los husos. Con la lana ellas tejen las mantas gruesas para venderlas en los hoteles nuevos construidos cerca del río Shyok y para uso diario de los locales. Las mantas no son tan hermosas, pero sin duda son calientes.
      El sol ya había perdido fuerza y se sentía agradable la brisa fría. A Rafael le parecía que todo el mundo era amigo de Sadek, con quienes presentaba a Rafael e Isha como sus nuevos amigos extranjeros. De repente se le ocurrió a Sadek que Rafael e Isha quisieran ya regresarse. Les mencionó que deberían salir para llegar sanos y salvos a su destino. Rafael dijo que él tenía ganas de pasar una noche en Turtuk e Isha lo apoyó. Al saberlo Sadek llamó a su mujer y le dijo algo en su propia lengua. Enseguida llamó a Rafael a un rincón del café y le preguntó si Isha era su esposa. Rafael se rio mucho y contestó que Isha no era su esposa, ni su novia, que eran muy buenos amigos. Por su parte, la mujer de Sadek hizo la misma pregunta a Isha y recibió la misma respuesta. Entonces Sadek les dijo a Rafael e Isha que su cafetería no era albergue para pasar la noche, pero de todos modos podrían estar con su familia como sus huéspedes. Su familia estaría muy feliz si ellos pasaran la noche con ellos.
      Rafael e Isha aceptaron la invitación con mucha alegría. Sadek les explicó que su casa estaba ubicada arriba al subir el cerro, que Rafael se quedaría allí y al lado de la cafetería había una sala cómoda en la que Isha podría dormir. Para acompañarla, unas mujeres de la familia dormirían en la sala al lado de aquella sala especial. Al arreglar todo Sadek preguntó a Rafael con una voz misteriosa:
      —¿Has visto una carrera de caballos en una noche de luna llena?
      —No, nunca —respondió ansiosamente Rafael.
      —Entonces hoy mismo por la noche nos vamos a la orilla del Shyok. Lo vas a recordar toda la vida. Pareciera que los pies de los caballos no tocan la tierra, tan rápido van, en verdad, tan rápido. Tanta gente va a la carrera para apostar, ¿sabes? Unos regresan como reyes y los otros como mendigos.
      Rafael se sintió muy excitado y le dijo:
      —Yo también voy a apostar.
      —No es posible, amigo mío. No se permite a los huéspedes —Sadek le respondió con una sonrisa suave—, no queremos causar daño a nuestros huéspedes.
      —De acuerdo —dijo Rafael—, si no hay alternativa de todos modos quiero tener la experiencia.
      Isha también tenía muchas ganas de ir a la carrera, pero no se permiten mujeres, siguiendo la tradición local de Baltistan.
      ¿Quién sabe qué hora es? Probablemente Rafael no haya regresado todavía. Sobre el cielo oscuro estaba la luna llena. Isha había ido a la cama para descansar y dormir. El cansancio de todo el día había cubierto sus parpádos con el sueño. De repente le pareció que alguien caminaba por la sala. Isha saltó de la cama. Un lugar desconocido. ¡Quién sabe cómo son los habitantes! Pero, ¿cómo se ha abierto la puerta? Isha recordaba bien que había cerrado antes de irse a acostar. Tomó el celular que había dejado cerca de su almohada, ¡qué horror! ¡estaba descargado! Pero no era por falta de energía. La sala entera parecía estar sumergida en la luz maravillosa de la luna llena. El baño estaba afuera de la sala a poca distancia. La esposa de Sadek había dejado un bello mantón o chal para Isha en caso de que ella necesitara ir al baño. Isha sintió un deseo irreprimible de ir afuera de la sala y sentarse bajo la luz de la luna entre las montañas. Se puso el mantón y se sentó afuera sobre una piedra muy grande.
      No veía a nadie caminando como una sombra. Normalmente Isha no es una mujer temerosa, pero en este sitio, este ambiente y sobre todo a la medianoche… ¿Y si esa sombra fuera un hombre con malas intenciones en vez de una fantasma? ¿Podría Isha defenderse de él? Isha empezó a andar hacia su sala cuando una voz muy suave vino a ella flotando por la brisa fría y húmeda de la luz lunar.
      —No tengas miedo, hija mía. Soy Meherunnisa, todo el mundo me llama Meher Dadi (abuela).
      ¡Ah, aquella anciana tan linda! Aun en la oscuridad Isha la reconoció. Ella sonrió en silencio recordando las memorias de su abuela. En sus años maduros no podía dormir bien. Por eso a veces se pasea por toda la casa descalza. Isha se sentó sobre la piedra de nuevo cara a cara con la viejecita. La cara arrugada de la anciana mostró la luz por un lado y por el otro lado estaba cubierta por la oscuridad misteriosa. Isha y Meher sonrieron mirándose una a la otra. Se quedaron ahí silenciosas.
      Después de un rato, la abuelita Meher le preguntó a Isha:
      —¿Quieres ver la carrera de caballos?
      ¡Qué dice la vieja! ¡La carrera! ¡Ahora! ¡A la medianoche! ¡Quién sabe! Todo parece ser posible en este mundo mágico y prehistórico. Isha asintió con la cabeza.
      —Ven entonces —dijo la vieja.
      Isha la siguió como si estuviera encantada por su magia. Al bajar un poco se encontaron un asiento de piedra sobre la ladera del cerro. Un considerable número de personas podrían sentarse allí. La abuelita se lo mostró a Isha y le preguntó:
      —¿Sabes las reglas del polo?
      —¿Polo? —pronunció Isha, tartamudeando—, ¿el juego montando los caballos?
      —Sí —confirmó la anciana—, pero el juego es muy difícil aquí. Necesitas mucha fuerza y mucha inteligencia también, ¿entiendes? Los caballos de aquí son los más fuertes y los más listos. ¿Sabes de Genghis Khan?
      —Sí, fue un conquistador —respondió Isha inmediatamente.
      —Él y sus soldados montaban los caballos de aquí, de Baltistan en las guerras.
      —¡Ah! ¿Es verdad? —suspiró Isha como una niña. La historia y la geografía y todo lo que ella había aprendido antes se desvaneció. La verdad estaba sólo en las palabras de la anciana flotando a la luz de la luna y en los ojos verdes de la mujer como dos luciérnagas.
      A la distancia, más abajo, brillaban el agua del río y la arena blanca y plateada. Desde lejos flotaba en el aire el sonido de daman y sanai. El ritmo aumentaba a cada momento. De repente hubo un silencio total y en un instante aparecieron siete u ocho caballos. A Isha le pareció que corrían como sombras de fantasmas sin tocar la tierra con sus cascos. En un instante los caballos desaparecieron en la curva del río con los jinetes y de nuevo sonaron los instrumentos musicales.
      —Mi marido era el jinete más conocido de nuestra localidad —dijo la abuelita—. Él era el hijo más listo de su papá. Tenía la misma habilidad de su padre de capturar los caballos en las junglas y entrenarlos. Los caballos silvestres se volvieron tan adaptables como los perros domésticos. Él iba a los bosques para escoger los caballos de la mejor calidad. Al final los vendía. Nadie replicó nunca sobre el precio de los caballos entrenados por Mudassar Mian, mi marido. Sólo el nombre bastaba. Yo era la primera esposa de aquel hombre tan famoso y con un cuerpo tan sano. Cuando los caballos corrían por la arena de este río que ves, no había ninguna duda sobre el jinete que iba a conquistar todo. El caballo que corría como el relámpago y cuyos cascos no tocaban la tierra era el caballo de mi marido.
      —¿Naciste en este pueblo, abuela? —le preguntó Isha.
      La anciana suspiró una vez y dijo:
      —Sí, este mismo pueblo es mi tierra natal. Mi papá vivía ahí, entre aquellos cerros. En esta aldea todos los habitantes son parientes de sangre.
      —¿Entonces tú no tienes ningún pariente en Paquistán?
      —Sí —respondió la anciana—, de mis catorce hijos algunos viven en Paquistán. Sólo es una hora de camino, pero el proceso de cruzar la frontera es demasiado complicado. Por eso he perdido las ganas de ir allá a visitarlos. ¡Un tiempo muy largo de no verlos! Recibo noticias, por supuesto. ¡Qué pena el saber que ya murió mi hijo Sami! Pero ¿qué se puede hacer? Lloré días y noches. El fallecimiento de un hijo es la pena más profunda para una madre. Mas no hay otro remedio que llorar y orar al Supremo que conceda paz al alma del muerto. Entonces entendí la verdad absoluta, ¿sabes? La vida es como la corriente del río. El tiempo repara todo.
      —¿Odias a la India? —preguntó Isha a la vieja.
      —No —respondió ella casi suspirando—. ¿Sabes por qué? Yo conozco bien la tierra mía. Mi papá y mi marido, los queridísimos míos, siempre decían que en este sitio de Baltistan hay tanta gente, tantas sangres mezcladas. Hace muchos años esta tierra era de los griegos que habían venido con el conquistador Alejandro. Un gran número de sus soldados no se marcharon a su país cuando regresó él. Se casaron con las mujeres de este lugar y así luego la población llevó la sangre de los griegos en sus venas. Y después vinieron los judíos, los soldados mongoles de Genghis Khan, y todo el mundo aceptó esta tierra como su propio lugar. Baltistan no se ha negado a nadie, no ha odiado a nadie. Mira mis ojos verdes, hija mía. A mi me parece que es posible que yo también lleve en mis venas la sangre de un general del gran héroe Alejandro.
      —Pero, abuela, los otros se habían establecido en este lugar y lo habían aceptado como su tierra natal; el caso de India es diferente, ¿no?
      —No importa, hija —la vieja respondió instantáneamente—. Cuando era pequeña los mayores de la familia hablaban sobre la lucha por la Independencia. Nos sentimos orgullosos de ser una parte del gran país, la India, y nuestros padres tenían la ilusión de la independencia del Reino Británico. Los adultos discutían sobre los sacrificios de las personas que luchaban en la guerra de independencia en Karachi o Bombay o en otros sitios lejanos y desconocidos. El año de mi boda ocurrió la Independencia. Los adultos nos enseñaron desde entonces que somos ciudadanos de Paquistán y que la India es nuestro enemigo. ¿Quién sabe por qué? Durante los días de las elecciones, íbamos juntos a votar siguiendo la orden del jefe de la aldea. Las alegrías y tristezas pequeñas de la vida diaria eran todo para nosostros. Sí, había guerra entre la India y Paquistán. Los machos del pueblo expresaban su enfado y odio por unos días y después seguía la vida como siempre. Yo di a luz a catorce hijos. Entre ellos diez eran varones. ¡Qué honor! En la familia todo el mundo me trataba como una reina.
      —¡Catorce partos! ¡Dios mío! —exclamó Isha y cambiando de tema preguntó otra vez—: Abuela, ¿tú eras la única mujer de tu marido?
      —No —se rio la abuela sin dientes—. Tenía sólo una mujer más. Éramos dos. La otra era mi prima. Casi diez años menor que yo. ¡Lástima que ella era yerma. No pudo dar a luz ni un hijo. ¡Tantas oraciones en tantos lugares! Pero no ocurrió nada. Es verdad que ella era una buena mujer. Quería mucho a mis hijos. Después de cada parto era ella quien cuidaba a mis niños. Mis hijos también querían y respetaban mucho a su madrastra.
      —¿No peleaban ustedes? —Isha preguntó con mucha curiosidad.
      —Sí, a veces sí. Yo era mayor que ella y a veces le pegaba en los momentos de rabía. Pero eso es todo. No nos odiamos una a la otra. Éramos cordiales. El año 1971 nos trajo muy mal tiempo, particularmente para mí fue lo peor. De repente vino la noticia por la radio de que había empezado una guerra más entre la India y Paquistán. Los jóvenes salían a decir que esta vez Paquistán iba a vencer totalmente a la India. Antes también habíamos tenido guerras. Mi hija Ashrafi nació durante las guerras, ¿quién recuerda en qué año? Luego terminó la guerra como algo normal. Sólo mi esposo se quedaba triste por algunos días porque la India había vencido a Paquistán. No obstante, las cosas no parecían ir bien. Los ejércitos, primero el de Paquistán y luego el de la India, marchaban por nuestra aldea de vez en cuando. ¡Alá! ¡Qué sonido de fusilamiento! ¡Qué fuego de las bombas! Como si rompieran las montañas. No podía cerrar los ojos, tanto terror tenía. Mi marido entonces había ido entre los bosques para capturar caballos. Durante esos días no teníamos noticias de él ni de sus compañeros. Al fin llegaron las noticias. Ese mismo día supimos que mi marido, Mudassar, y cuatro de sus compañeros habían muerto por una explosión terrible entre las junglas. ¿La bomba era de los soldados de la India o de los ejércitos de Paquistán? ¿Quién lo sabe? También supimos que desde entonces nuestra aldea Turtuk, junto con dos más, Taksi y Feng, habían sido incluidas en la tierra de la India. Otra vez la India había vencido a Paquistán. Todo el mundo ardía de rabia, de dolor y de luto. Pero ¿qué se puede hacer? No teníamos la fuerza mínima para hacer algo. Lo que podíamos era soportar tiempos peores y lo hicimos. En unos días la aldea entera se quedó vacía. La mayoría de la gente se fue a Paquistán. Ellos no aceptaron a la India como su país. De mis hijos, los mayores salieron para Paquistán y los menores permanecieron aquí. Al crecer en este lugar poco a poco aceptaron a la India como su país. La aldea empezó a poblarse de nuevo. Mis dos hijas se habían casado al otro lado de la frontera. La tercera murió por la fiebre en sólo tres días. La menor se casó en Leh y está bien. Finalmente de nuestra familia sólo quedaron aquí unas cuantas personas y los demás vinieron de Cachemira, de Ladakh y quién sabe de dónde para establecerse en esta aldea. En esta sala yo me quedaba con Munira. Munira no quería salir a ninguna parte sin mí. Y yo no quería dejar mi aldea, mi tierra natal.
      —¿Y Sadek es tu pariente? —Isha le preguntó a Meher.
      —Mi nieto —contestó la anciana con mucho cariño en su voz—, su papá se trasladó a Cachemira poco después de la Guerra de 1971. Ahí se casó con una mujer bellísima. En Cachemira abrió un restaurante de comida típica de Cachemira y también de Baltistan. Ganaba bastante dinero. Venía aquí durante Naoroz (el año nuevo de la gente de Baltistan) con muchos regalos para cada miembro de la familia. Luego, se precipitaron las tensiones políticas después de la guerra de Karguil y mi hijo se fue a Paquistán para siempre. Sadek regresó aquí con su familia sólo para cuidarme.
      —¿Por qué no quieres irte a Paquistán, abuelita? Allá viven todos tus hijos —dijo Isha.
      —No, hijita mía, contestó la vieja, somos sólo una parte de la multitud. Sólo una entre millones. Mi propia identidad es mi tierra, mi aldea. ¡Ven, hija, mira la fuente brillando bajo la luz de la luna! Así brillaba la fuente cuando era una chica. Lavaba yo la ropa en esta fuente desde la niñez. Hace tantos años que solía ver la carrera de los caballos a la orilla del río. Mi marido después de ganar la carrera me besaba con todo su corazón y me amaba tanto. ¿Ves el viejo árbol de nueces? Cada año ahí solíamos colgar una hamaca nueva para los recién nacidos. Esta aldea es mi vida, hijita, mi alma, mi corazón. No importa qué país gobierna esta tierra, sobre qué mapa fluye este río, este manantial. Mi nieto Sadek sabe mucho sobre tantas cosas, yo puedo entender todo lo que él me relata. Tuve la triste suerte de enterrar a mi prima, mi amiga y mi compañera Munira en esta tierra el invierno pasado. Lo que yo quiero es hacerme una parte de esta tierra después de morir. Quisiera confiarte una cosa muy secreta, hija mía, esta tierra de Turtuk no es de nadie. Ni de los gobiernos, ni de los ejércitos, ni de los negocios, ni de los extranjeros que vienen aquí cada año sólo para divertirse, ni de la India, ni de Paquistán. Esta tierra pertenece sólo a los que la aman, que la respetan.
      —Como tú —dijo Isha.
      —Por supuesto —respondió la anciana inmediatamente y brillaron sus ojos verdes como un par de estrellas—. Sí, hijita, tienes razón.
      La luna se había ocultado por el oeste del cielo. Por el este brillaba la estrella de la madrugada. Desde todas partes lucía como si estuviera cubierta por una luz que queda fuera de toda descripción. Meherunnisa se levantó cuidadosamente. Sacó un par de pulseras para los tobillos.
      —Mi marido me las regaló con mucho amor. Nunca me las había quitado de mis pies. Guárdalas para conservar los recuerdos de esta noche y mi memoria.
      La vieja colocó cariñosamente las joyas en las manos de Isha. Isha lo aceptó como si estuviera encantada por una maga. Meherunnisa empezó a subir por la senda lentamente.
      Unas personas bajaron rápido el camino. Hasta adelante de todos venía Sadek y le seguían su esposa Saira y Rafael. Al ver a Isha sentada sobre el banco de piedra lanzaron un suspiro de alivio.
      —¡Ah, estás aquí! —dijo Rafael.
      —De repente me ocurrió que la puerta de la sala estaba abierta. Ella nos despertó. Y vi la carrera de los caballos desde aquí —dijo Isha con mucha emoción en su voz.
      —¿Qué carrera? —preguntó Rafael con mucha sorpresa—. Anoche no tuvo lugar la carrera porque la gente no pudo venir debido a derrumbes en las montañas. Después de charlar un rato nos acostamos.
      Isha vio a Sadek y a su mujer por un instante y les dijo:
      —Su abuela Meherunnisa estuvo aquí conmigo durante toda la noche y ella misma me mostró la carrera. ¡Qué visita inolvidable!
      —¡Mi abuela! ¿Cómo sabe usted que ella era mi abuela? —preguntó Sadek con una pizca de diversión y mucha sorpresa.
      —Ella misma me lo dijo, contestó Isha. Y he aquí estas joyas que ella me ha regalado como signo de su presencia conmigo anoche —abriendo su puño, Isha le mostró las pulseras de tobillo. Sadek y su mujer se quedaron muy sorprendidos y al fin Saira dijo:
      —¡Qué maravilla! Habíamos buscado estas cadenas tantas veces y no las encontramos. Es que nuestra abuelita falleció hace seis meses. El sitio adonde usted llegó anoche era su lugar favorito para pensar, hablar y descansar. Pasaba todas las horas, días y noches ahí relatando sus historias a cada uno que pasaba por el camino. ¿Quién tiene tanto tiempo para escuchar las palabras de la vieja? Estas joyas eran su vida, su aliento. Ella la ha bendecido con estas joyas. Guárdelas con cuidado.
      La luz dorada de la mañana lavaba los valles verdes. El sol saltaba desde el pico de los albaricoques sobre las ramas de los manzanos. La moto corría con demasiada velocidad hacia la ciudad de Leh, situada muy lejos. Los ojos de Isha estaban nublados por las lágrimas ¿Sería posible regresar una vez más a la tierra natal de la abuelita Meherunnisa? ¿Quién lo sabe?
     

Traducción del bengalí de la autora.

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