Moneditas / Jonathan Jesús Garcí­a

La cajera del supermercado pasó el último artículo por el scanner correspondiente. Se escuchó el característico sonido. El lector de códigos de barras trabajaba adecuadamente. Después, ofreció tiempo aire electrónico al comprador. El hombre rechazó la oferta amablemente. Luego, la mujer miró la pantalla en donde se mostraba la lista de productos comprados, así como el total de la cuenta. «Son veintiséis pesos con veinte centavos», pronunció. El cliente sacó su cartera del bolsillo trasero de su pantalón de mezclilla, la abrió y miró en su interior. Tenía veintinueve pesos.

      Los cuatro artículos adquiridos ya estaban dentro de una bolsa plástica. El hermano del caballero hacía las funciones de empacador voluntario al no haber ninguno en aquella terminal de cobro. El cliente entregó a la cajera un billete de veinte pesos y dos monedas: una de cinco y otra de dos pesos. La empleada efectuó el cobro, cerró la caja registradora y entregó al consumidor el ticket de compra, acompañado de ocho monedas de diez centavos cada una. La operación concluyó exitosamente. El hombre guardó el cambio en su billetera y, entonces, pasó el siguiente comprador.
      Luego de avanzar un par de metros, el hermano del cliente le preguntó a éste por qué no había adquirido el yogurt del cual le había hablado antes de entrar a la tienda. «¡De veras!», exclamó el caballero. «De seguro no se me antojaba tanto, que hasta se me olvidó», añadió después de revisar la bolsa con las compras. «Si quieres ve por él, yo aquí te espero», intervino su consanguíneo. Aquél asintió con la cabeza e ingresó nuevamente al supermercado. Poco tiempo después llegó a la terminal número once, la misma en la que pagara un par de minutos atrás.
      La cajera pasó el yogurt por el lector de códigos de barras correspondiente. Se escuchó el característico sonido. Después, ofreció tiempo aire electrónico al consumidor. El hombre rechazó la oferta amablemente. Luego, la mujer miró la pantalla en donde se mostraba la lista de productos adquiridos, así como el total de la cuenta. «Son dos pesos con ochenta centavos», pronunció la empleada. El cliente sacó su cartera del bolsillo trasero de su pantalón de mezclilla, la abrió y miró en su interior. Poseía, exactamente, dos pesos con ochenta centavos.
      El caballero tomó el dinero y lo entregó a la empleada. Enseguida, con un movimiento veloz, cogió el yogurt situado a unos centímetros de distancia, lo abrió y bebió un poco. Sólo esperaba su ticket de compra para poder retirarse del establecimiento en compañía de su hermano. Sin embargo, la cajera lo miró fijamente y extendió su brazo derecho; en el interior de su puño se encontraban ocho de las monedas recibidas. «Disculpe, pero no aceptamos estas moneditas», dijo la mujer. El cliente se sorprendió por el comentario. «¿Qué?», preguntó. «Que no aceptamos estas moneditas». El hombre miró a su hermano, quien le manifestó su carencia de dinero.
      —Disculpe, señorita, pero es lo único que tengo. Además, es el precio exacto del yogurt.
      —Sí, perdón, pero no aceptamos estas moneditas. ¿Contará con otra forma de pago, por favor?
      —No, señorita, no tengo otra forma de pago. Además, usted misma me entregó esas monedas de diez centavos hace unos minutos —el cliente bebió nuevamente su yogurt.
      —Sí, pero usted no tenía que recibirlas si no quería —la empleada se mostró ligeramente impertinente.
      —¡¿Qué?! Pero si es dinero, señorita —el caballero comenzaba a impacientarse.
      —Pues aquí no recibimos esas moneditas.
      —Bueno, pues entonces devuélvame mis dos pesos y ahí le dejo su yogurt —el cliente estaba claramente molesto.
      —No se lo puedo recibir, caballero. Usted ya lo abrió, así que le faltan ochenta centavos para pagar la totalidad del producto. Le regreso sus dos pesos, pero usted debe pagar el yogurt.
      —¡Pues allí están los ochenta centavos! ¡Qué más quiere!
      —¡No me grite! ¡Y ya le dije que aquí no aceptamos esas moneditas! Si no paga ese yogurt, voy a llamar a seguridad.
      Los clientes situados detrás del hombre se retiraron uno a uno, salvo una anciana, que permaneció en la caja para conocer el desenlace de la penosa situación. Miraba a cada uno de los involucrados y asentía con la cabeza cada vez que la cajera expresaba su postura. Evidentemente, estaba de acuerdo con la posición de la empleada.
      —Señorita, ya le dije que no tengo más dinero, así que cóbrese los ochenta centavos de aquí.
      —Deme un peso y le cobro tres pesos. Pero no le puedo recibir las moneditas de diez centavos.
      —¡Que no tengo! ¡¿Está usted sorda?!
      —¡Óigame, no le grite a la muchacha! ¡Grosero! —intervino la anciana—. Para eso viene con sus moneditas a comprar aquí. ¡¿Qué es limosnero o qué?!
      —¿Y usted quién es? No se meta en esto, señora.
      —Me meto porque quiero, no crea que la muchacha está sola
      —replicó la vieja mujer.
      —¡Por favor! —la desesperación se dibujó en el rostro del comprador.
      En ese instante, la cajera activó la luz de su terminal, llamó al supervisor de cajas y a un elemento de seguridad de la tienda. El oficial llegó en cuestión de segundos y preguntó por lo ocurrido. La empleada explicó la situación y el cliente se mostró indignado por lo acontecido. No obstante, el agente de seguridad le concedió la razón a la dependiente.
      «Es que aquí no se reciben estas moneditas; mejor no insista y dele el peso que le pide», expresó el oficial. «Con usted no voy a hablar, quiero ver al gerente», respondió el caballero. El administrador y el supervisor de cajas llegaron un minuto después. La respuesta recibida fue la misma: ese establecimiento no recibía aquellas moneditas. El comprador ya no sabía qué hacer. Los empleados de la tienda le pedían que pagara el costo del yogurt. Con el paso de los segundos, la sugerencia se transformó en orden.
      —Pague de una vez o tendremos que llamar a las autoridades
      —afirmó el supervisor de cajas.
      —¡¿Qué?! ¡¿Qué les pasa?! ¡Ni que me estuviera robando un maldito yogurt! ¡Llamen a la policía a ver si con ellos van a poder! —el hombre estaba enfurecido.
      —Como guste —respondió el gerente de la tienda.
      La cuenta fue suspendida inmediatamente y la caja dejó de cobrar. No obstante, la anciana se mantuvo en su lugar: esperaba la resolución del asunto para ser atendida por la cajera, a quien ya profesaba un cariño fraternal. «No te apures, hijita, ahorita viene la policía y le van a poner un alto a este majadero», dijo la vieja. La empleada sonrió. La llenaba de alegría saberse respaldada por la experiencia y la sabiduría de la virtuosa octogenaria. El comprador, al escuchar dicha frase, quiso responder, pero se contuvo. En lugar de eso, terminó de beber el yogurt y buscó a su hermano con la mirada. Éste ya había desaparecido.
      Ante la ausencia de su hermano, el caballero tomó su bolsa con las compras previamente realizadas y la sujetó fuertemente contra su cuerpo. En ese instante, con inaudita velocidad, se presentaron dos oficiales de policía. Los agentes estatales se dirigieron hacia donde se hallaban el gerente, el supervisor de cajas y el empleado de seguridad interna. El cliente también se acercó, pero los oficiales le indicaron que esperara, puesto que ellos debían conversar, primero, con quien había solicitado el apoyo. Después de una breve plática, los oficiales se acercaron al cliente y le preguntaron su versión de los hechos. Todo coincidía completamente.
      —Mire, caballero, todo está claro y esto es muy sencillo —dijo el primer agente—. Sí, mire, le invitamos, mi compañero y yo, a que pague los tres pesos del yogurt que se bebió. Porque ya se lo bebió, ¿verdad?
      —Sí, ya me lo acabé. Y con gusto pago los dos pesos con ochenta centavos que cuesta el yogurt. Aquí están los dos pesos con los ochenta centavos exactos.
      —Sí, caballero. Pero, como ya le indicó la cajera, aquí presente, el agente de seguridad, también aquí presente, el supervisor de cajas, aquí presente, y el gerente de tienda, también aquí presente, en este supermercado no se reciben estas moneditas. Así que lo invito, nuevamente, a que proceda a pagar los tres pesos correspondientes.
      —¡Pero si la cajera me dio esas monedas como cambio la primera vez que compré!
      —Mire, caballero —intervino el segundo agente—. No se busque problemas y pague el yogurt que se bebió. Si no lo paga se lo estaría robando.
      —¡Pero yo nunca dije que no quería pagar! ¡Ahí está el dinero!
      —También le voy a pedir, caballero, que baje el tono de su voz o lo voy a arrestar por faltas a la autoridad —intervino el primer oficial.
      —¡Esto es increíble! —expresó el cliente.
      —Pues sí, caballero —dijo el segundo oficial— ¿Cómo es que anda cargando esas moneditas? Le hubiera dicho a la cajera que no las quería. No se las hubiera recibido.
      —Eso mismo le dije yo —agregó la empleada.
      —Sí, yo estaba presente —añadió la anciana.
      —¡Usted no se meta, señora! Y, ¿saben qué? ¡Háganle como quieran! ¡Ahí está el dinero! —el cliente lanzó las monedas al suelo. Eran exactamente dos pesos con ochenta centavos. Acto seguido, dio media vuelta e intentó retirarse del lugar.
      Después de someterlo con un poco de violencia, ante el estupor y la indiferencia de los demás clientes, el hombre fue esposado y conducido a la unidad localizada afuera del supermercado. Posteriormente fue remitido a la agencia investigadora correspondiente. Se le acusaba de robo, delito perseguido de oficio. Sus compras quedaron en poder de los agentes, quienes no pensaban devolverlas. En el suelo, frente a la caja once, quedaron las nueve monedas: ninguno de los empleados del supermercado quiso recogerlas. Sólo un niño, algunos minutos después, tomó la moneda de dos pesos, ignorando las moneditas, a las cuales tenía por cosas realmente insignificantes. Entonces, la cajera reanudó las operaciones y la anciana pagó sin mayores problemas. Ambas se despidieron con un cálido abrazo. «Ya ves, hijita, Dios siempre hace justicia. Tú nunca estarás sola», finalizó la octogenaria.
      Segundos más adelante, la cajera recibió a una nueva cliente. Como de costumbre, pasó cada código de barras por el scanner correspondiente. Se escuchó el característico sonido. Después, ofreció tiempo aire electrónico a la compradora. La mujer rechazó la oferta. De inmediato, la empleada miró la pantalla en donde se mostraba la lista de productos comprados, así como el total de la cuenta. «Son cincuenta pesos con setenta centavos», pronunció la dependiente. La dama sacó el monedero de su bolso, lo abrió y miró en su interior. Ahí estaban, radiantes, un billete de cincuenta pesos y muchas moneditas de diez centavos.

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