Eduardo Lizalde: la crudeza que ilumina / Armando González Torres

Eduardo Lizalde es una de las voces poéticas más potentes y abarcadoras de la lírica en español del siglo xx. En su obra puede observarse la confluencia de dos tradiciones encontradas de la poesía en este idioma: por un lado, el poema de largo aliento y de inspiración filosófica, surcado por el sentimiento de angustia moderna, que se pregunta en torno al lenguaje; por el otro, el poema de la circunstancia y la experiencia cotidiana, ya sea romántica o política. Por eso, en el linaje mexicano, Lizalde lo mismo emparienta con la abstracción, la dificultad y la ambición de José Gorostiza y Octavio Paz que con el coloquialismo de Rubén Bonifaz Nuño o Jaime Sabines, y crea tanto un monumento al lenguaje como una jocosa lírica callejera y tabernaria. Entre Cada cosa es Babel y El tigre en la casa, entre La zorra enferma y Algaida, sus distintas consanguinidades poéticas se contrastan y se asimilan.

      La poesía de Eduardo Lizalde navega con fortuna por los extremos poéticos: alterna el tono culto y el coloquial; la poesía amorosa y la cerebral; el poema extenso y el epigrama; la lírica más refinada y la más desgarradora imprecación. En una época caracterizada por la polarización entre poesía pura y poesía de la experiencia o el compromiso, Lizalde evade esas dicotomías. Porque Lizalde es un poeta de la gran construcción lingüística, pero también del despecho amoroso; un poeta de la abstracción filosófica, pero también un moralista cáustico que observa, con mirada amarga y lengua viperina, la sustancia humana. Pocos como Lizalde para describir la podredumbre, la enfermedad, la estupidez y la maldad en un lenguaje casi capaz de lastimar físicamente («De pronto, se quiere escribir versos / que arranquen trozos de piel / al que los lea»).
      Perteneciente a una generación explícitamente rebelde y parricida, Lizalde, junto con Marco Antonio Montes de Oca, Enrique González Rojo Arthur y Arturo González Cosío, participó en una reducida y olvidada vanguardia, el poeticismo, que buscaba sepultar la poesía sentimentalista y sustituirla por una nueva lírica que combinara el cálculo científico con la provocación. Lizalde también tuvo una juventud militante y fue compañero de ruta de la izquierda, aunque siempre enarbolando su espíritu levantisco y libertario y acumulando, como su amigo José Revueltas, expulsiones y anatemas por parte de la ortodoxia. De hecho, la poesía política y social de Lizalde, por su tono de indagación inmisericorde de la condición humana, estaba naturalmente impedida para desplegar el optimismo y ánimo pedagógico de la poesía militante.
      La experiencia de esa época efervescente de mocedad deja a un poeta adiestrado en los rigores del conteo de versos y la forja de imágenes, consciente del entorno social pero también de las limitaciones de la denominada literatura comprometida, dotado musical y visualmente y con un temperamento intelectual abierto a muy diversas formas de expresión y pensamiento. En 1966 aparece el primer libro que el propio autor parece aceptar en su bibliografía, nada menos que Cada cosa es Babel, un imponente poema filosófico que alude al acto de nombrar, a las insuficiencias, ambigüedades y vulnerabilidades del lenguaje y a la enorme distancia entre las palabras y las cosas. «¿Pero qué cosa dicen de las cosas los nombres? ¿Se conoce al gallo por la cresta guerrera de su nombre, gallo? ¿Dice mi nombre, Eduardo, algo de mí?». A partir de esta evanescencia del lenguaje, se manifiesta la necesidad poética de escrutar en los significados, de buscar la máxima precisión y profundidad y, en ocasiones, de violentar al idioma para que, a través del choque, la paradoja o la lógica meramente prosódica, revele su sentido. De modo que la especulación poética de Lizalde no sólo es teórica, sino que se ayuda de esa metáfora física que «prende garfios en el cuerpo» y se «enreda en las vísceras».
      En 1970 aparece un contrapunto indispensable en su trayectoria poética, El tigre en la casa. Si Cada cosa es Babel parece concentrarse en la especulación lingüística, El tigre… es un libro deliberadamente pesimista y misantrópico que, volviendo a un uso brillantísimo del Siglo de Oro, recurre a la comparación animal para denotar los defectos humanos. De esta manera, desfilan tigres, perras, zorras y otras especies que, como en un Ovidio delirante, se aparean y dan pie a engendros inasimilables, seres multiformes que dan cuenta de la degradación y devastación de lo humano. El desagradecimiento, la vanidad, la cólera, el resentimiento, el desamor y otras emociones tóxicas se dan cita en este libro y son representadas por la horripilante zoología de Lizalde.
      Sus libros ulteriores giran alrededor de estas recurrencias temáticas y estas formas de tratamiento estético. Alrededor la vertiente coloquial y burlesca pueden agruparse libros como La zorra enferma (1974), un poemario epigramático que combina denuncia e ironía y que fue novedoso e importante en su momento político; Caza mayor (1979), que vuelve a los motivos del tigre, aunque con un pesimismo y una amargura más acendrados y realistas; Tabernarios y eróticos (1989), una evocación y glorificación de la bohemia, con una hechura exigente que rehace ritmos y giros populares de reminiscencias decimonónicas; Otros tigres (1995), que insiste en su viejo motivo y vuelve al felino una metáfora de lo humano, con su ánimo imprevisible y su irredimible instinto depredador.
      Por la parte del poema unitario o de largo aliento, pueden identificarse Tercera Tenochtitlan (1999), una declaración y un reclamo, que dialoga con la antigua tradición de poemas urbanos, que son, a la vez, alabanza y diatriba de la ciudad; el delicioso divertimento de Rosas (1994); el Manual de flora fantástica (1997), que, con una escritura heterodoxa y fragmentaria que incluye el relato y el poema en prosa, aborda el mundo vegetal, o Algaida (2004), un poema de reminiscencias y evocaciones en el que el poeta recuerda paisajes, hace ajustes de cuentas y, en el filo de la senectud, manifiesta su satisfacción y su gratitud a la vida.
      La génesis de un poeta como Lizalde requiere de una confluencia de las dos vías que, habitualmente, se han considerado antagónicas en la poesía del idioma: la lírica y la intelectual. Lizalde es un artífice de la lengua y un conocedor a fondo, tanto de la tradición más amplia de Occidente, como del legado poético en lengua española (desde los epigramistas romanos hasta la llamada poesía pura de Mallarmé y Valéry, pasando por un muy bien leído Siglo de Oro y por la presencia tutelar de Baudelaire). Más allá de esta formación impecable en el oficio de poeta, Lizalde cultivó distintas vocaciones y facetas profesionales (el aspirante a cantante, el permanente melómano, el promotor y funcionario cultural y, sobre todo, el intelectual público, atento a las ambivalencias del lenguaje, las trampas de la ideología y los desplantes de su propio gremio), que complementan y aterrizan la mirada poética y le brindan una malicia y gravedad peculiar a su escritura. Gracias a esta combinación, la poesía de Lizalde puede abordar de manera fresca los tópicos del pensamiento más complejos y abstractos y, al mismo tiempo, elevar una cópula o una libación a rango filosófico y, con ello, puede fundir familiaridad con monumentalidad y complicidad con ejemplaridad.

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