Una charla con César Aira / I. Contreras, A. Sánchez y L. Vizcaíno

Novelas para leer en un viaje en ascensor.

Isaura Contreras, Abraham Sánchez Guevara
y Laura Elisa Vizcaíno

Llegamos a un café con pinturas de colores intensos y pinceladas expresionistas formando músicos de jazz. Pronto entró César Aira, sonriente, con una playera de un superhéroe surcando los cielos. Tuvimos una charla divertida en la que el muy singular escritor argentino, con más de cincuenta novelas publicadas, nos mostró otra parte de su universo. Empezamos hablando de literatura y terminamos hablando de caricaturas. Finalmente, todo es parte de la vida y de la visión de un escritor que no tiene clichés.

 

Abraham Sánchez: Le quería preguntar cómo definiría usted su obra con respecto al género de la novela. ¿La considera novela, antinovela…?
César Aira: Novela. Yo las llamo novelitas porque son pequeñitas, pero también por respeto a Thomas Mann y a Balzac las llamo apenas «novelitas». Pero la idea es… novela. El cuento no me gusta tanto porque está demasiado supeditado a la calidad: tiene que ser bueno. Si no es bueno, no es nada. En cambio, la novela tiene otra razón de ser. Entretener… pasar un rato… enterarse de algo… Y uno puede estar más relajado, no tiene que estar pensando en que está haciendo algo bueno. Puede tener pasajes no tan buenos, después redimirse con un pasaje bueno…
A.S.: Pero independientemente de Balzac y Thomas Mann, como que hay una… no sé cómo llamarlo… una novela hegemónica. Incluso en nuestros días, y la suya es particularmente distinta, ¿no? Es por eso… de alguna manera, no es que no sea novela, sino que…
C.A.: No tiene exactamente…
A.S.: No coincide con muchos de los patrones, o no sé cómo llamarlos… de las novelas que se venden. Y no es que las suyas no se vendan, je.
C.A.: Es que no se venden mucho. No es que uno quiera hacer una cosa rara específicamente; sale así. Qué le voy a hacer.
A.S.: ¿Y qué es el arte para usted?
C.A.: Bueno, ésa ya es una pregunta un poco filosófica. No sé… arte… Mi hijo detecta el arte porque según él después de Leonardo da Vinci ya vino el fraude. Él siempre lo pronuncia con comillas: «arte». Evidentemente es una palabra demasiado amplia y entonces ahí entra todo. Arte sería el modo de vivir sin trabajar (risas).
A.S.: Bueno, aunque Leonardo da Vinci sí… Bueno, pero algunos sí trabajan bastante, ¿no? ¿El arte actual ya es vivir sin trabajar, o cómo? ¿O ya no es arte?
C.A.: En el campo de las artes plásticas se ha vuelto una especie de carnaval.
Isaura Contreras: Al hacer novelas, ¿todo lo que usted busca es divertirse?
C.A.: No, también busco la calidad, evidentemente. Todo artista la busca. Pero me parece que puedo relajarme con la novela.
A.S.: En una ocasión dijo en una entrevista que la literatura es el reino de la libertad, y dentro de esa libertad está el elegir mal. Y justamente usted quería ejercer esa posibilidad.
C.A.: Exactamente. Porque escribir mal no es tan fácil. Es más difícil que escribir bien.
A.S.: Sí, porque implica salirse de las concepciones de lo que es bueno.
C.A.: Exacto. Además ¿bueno y malo qué es? Digamos: «¿Bueno para qué? ¿Bueno para quién?».
I.C.: Dentro de esa pasión o vicio de estar escribiendo siempre, porque  usted tiene muchas novelas, ¿concibe dentro de esa creación constante esa posibilidad de vislumbrar una obra de arte a la distancia? Es decir, hay escritores, como Rulfo en el caso de México, que escribieron una sola obra, y en esa sola obra intentan concentrar todo su potencial creativo.
C.A.: En eso he estado pensando ahora últimamente, en el hecho de si todas mis novelas no formarán algo. Cuando estoy pensando en una, evidentemente me olvido de lo que hice antes, de lo que voy a hacer después. Pero si todas las escribí yo, quiere decir que tienen una unidad y que quizás… Como esa vieja fábula europea de que alguien ha andado y al final todas sus andanzas han dibujado su rostro. Pero eso yo no puedo verlo. Tendría que tomar una distancia que yo no puedo tomar. Tendría que morirme.
A.S.: Y resucitar.
C.A.: No es algo que me preocupe lo que piensen. Digo, es mi modo de hacerlo.
A.S.: Por ejemplo, su libro Haikús, ¿usted lo considera una novela? Aparte, no sé si fue el editor o usted, pero en la contraportada dice «novela».
C.A.: Todo lo que yo escribo son novelas, aunque tenga tres páginas. Una vez les he dado el título de «novelitas». Yo las he caracterizado como «novelas para leer en un viaje en ascensor».
A.S.: ¿Usted coincide más con las vanguardias que con la posmodernidad?
C.A.: Sí, yo me considero modernista. El posmodernismo con su cinismo, con esa cosa un poco frívola… El posmodernismo es como entrar al supermercado de la cultura y comprar una cosita de acá, una lata de acá, un frasco de acá. No sé… Soy anterior al posmodernismo. Preposmodernista. De hecho, hasta hace muy poco entendí qué era eso. Tampoco es que sea tanto. Son nombres que le ponen a algo.
A.S.: ¿Tiene la intención de subvertir la institucionalidad literaria?
C.A.: No. De hecho soy un vanguardista raro porque mi amor a la literatura, a la vieja… No podría… Un verdadero vanguardista tiene que ser un destructor. Y yo no. Yo escribo queriendo las viejas novelas, la vieja poesía. Así que debo ser una mezcla anfibia.
I.C.: ¿Pero entonces no tiene un sistema de escribir?
C.A.: Me siento a escribir todas las mañanas a eso de las diez y media. Me tomo un café. Me siento y escribo la media paginita diaria, y eso es todo. Antes escribía una página por día. Ahora he bajado, por la edad. A veces me lo reprochan: «¡Qué prolífico!». He descubierto una buena frase para responderles: «Para ser prolífico no se necesita escribir mucho, basta con escribir bien». Porque escribir mucho, cualquiera, hasta el mono que lo sientas a escribir. La cosa es escribir bien, que eso sirva para alguien. Así que, sin ser demasiado vanidoso, puedo decir que yo soy prolífico en ese sentido. Lo que pasa es que escribo muy despacito, muy lento, voy pensando cada frase. Y como sale queda.
I.C.: ¿Y cree que es cierto eso de que el escritor, preocupado por escribir, ya no lee?
C.A.: No. No es mi caso. No es mi caso porque yo me paso todo el día leyendo. Yo ya no lo digo porque parece que estoy imitando a Borges, que decía: «Me siento más orgulloso de los libros que he leído que de los que he escrito». Pero más o menos por ahí va. Yo soy un lector que escribe unos libros de vez en cuando. Pero básicamente leo.
Elisa Vizcaíno: ¿Si se topa con algo malo lo cierra, o lo termina?
C.A.: Sí. No lo termino. Ahora ya no. Antes tenía esa superstición juvenil de llegar a la última página. Pero no… Me queda demasiado poco tiempo y me mandan muchos libros. Cosas nuevas… A otra cosa (risas).
A.S.: ¿De las editoriales?
C.A.: Sí. De editoriales, escritores. Hay dos o tres editoriales que me mandan todas las novedades. Siempre estoy atento. En los últimos, qué diría, veinte y pico de años no ha aparecido ningún escritor de primera línea. Desde la muerte de Osvaldo Lamborghini… Tiene que aparecer. Así que lo estoy esperando. Lo que pasa es que uno lo espera dentro de ciertos parámetros, y si aparece, va a aparecer por otro lado, por algo que yo diga: «Ah, qué feo». Porque lo verdaderamente nuevo tiene que salir de algo que salga de lo… que escape de lo que estamos esperando. Para que sea nuevo tiene que ser otra cosa.
I.C.: ¿Y usted cree que la academia sí es como un puente, un diálogo con la literatura, o cree que ese diálogo se hace más en otros medios como las revistas?
C.A.: Ahora critican mucho a la academia. Hay escritores que se especializan en hablar mal de Puán. Puán es la calle donde está la Facultad de Filosofía y Letras. Porque después de todo ahí van los jóvenes que tienen esos intereses. Se deforma un poco por este exceso de teoría. Tanto Derrida y tanto Deleuze… Pero sí, se lee, se estudia. No tengo nada en contra. Y yo no podría tener nada en contra porque yo soy como un favorito de la academia.
I.C.: Sí (risas).
C.A.: De hecho ahora Puán está muy cerca de mi casa. Es el único sector en el mundo donde me reconocen en la calle cuando paso (risas). Así que tengo que hacer mi caminata para el otro lado. Ahora, cuando vino este polaco y empezó con lo de la construcción de la identidad… Él traía todo un sistema: la construcción de la identidad y los límites genéricos. Cómo venía, tan cuadrado, no es posible… Otra cosa mala que tiene la academia cuando ve una cosa es que nunca van al texto. Siempre está como mediado por la bibliografía. Y a veces esa bibliografía es un cristal refractante que impide ver. Hace poco salió un libro que hicieron en Estados Unidos con el título Sobre Osvaldo Lamborghini. Era todo académico. Y los leí todos, no sé, diez artículos que tenía, y como que ninguno de ellos había abierto un libro de Lamborghini para leerlo. Daba la impresión de que tomaban a Derrida o Foucault.
A.S.: Hablando un poco de su obra, usted comentó una vez que no le gusta su novela Canto castrato. ¿Por qué?
C.A.: Fue un experimento, porque yo me dedicaba, me dediqué durante más de treinta años a traducir estas novelas horribles norteamericanas que les llaman best-sellers.
A.S.: ¿Como Stephen King?
C.A.: Sí. Traduje varias novelas de Stephen King y de todos ellos. El traductor es como un lector con microscopio porque ve de muy cerca al texto, tiene que ir traduciendo palabra por palabra. Y empecé a entender cómo era el mecanismo del best-seller, cómo había que hacerlo, y por qué no probar yo escribir un best-seller, que consiste en elegir un tema atractivo para el público. Y lo llevé a una editorial que se especializaba en best-sellers acá, que es Javier Vergara, y lo aceptaron. Hicieron un gran lanzamiento, pero no se vendió nada, fue un worst-seller. Porque ahí cometí un error, y es que el best-seller, que es la novela comercial —los norteamericanos le llaman commercial fiction—, tiene que tener como cualidad esencial y básica la sinceridad. El lector tiene que identificarse con ese lector ingenuo que quiere la novela. Pero en serio. Se mete una gota de ironía y ya se estropeó todo. En este caso tenía unos cuantos litros de ironía, lamentablemente. No podría ser de otro modo. Pero quedó como una experiencia, para mí un poco fallida. Fue el librito que más he vendido. Ha salido una edición del Círculo de Lectores en España, para señoras (risas).
A.S.: Y hasta con la portada de la película de Farinelli.
I.C.: Quisiera preguntarle algo sobre su libro de Alejandra Pizarnik. ¿Usted cómo ve esa relación que se establece constantemente entre la vida y la obra de Pizarnik? ¿Le parece como algo ineludible?
C.A.: Sí. Bueno, siempre es ineludible. No sé qué decir. Estuvo muy cerca siempre. Una frase de ella que me sorprendió mucho, el otro día estaba comentándola con una amiga, sobre ese gran amor que tuvo al final de su vida. Ella dijo que ahí había descubierto el amor. Entonces dijo: «Si yo hubiera sabido lo que era, me habría dedicado al amor, no a la poesía». Yo creo que da la clave de cómo funcionaba su poética. Ponerlo en el mismo nivel. ¿Qué podría haber elegido? Hoy mismo me acordaba de un documental sobre Frida Kahlo, y aparecía Monsiváis, contando la única vez que la vio, en una manifestación a la que la llevó Diego Rivera. Frida Kahlo ya en ese momento era una leyenda en vida. Y con Alejandra pasaba lo mismo. En vida ella ya era una leyenda. Entraba y había como una electricidad. O sea que no cambió tanto. Todo mundo piensa que su muerte, trágica, joven, fue lo que le dio esa aura. Y no, ya en vida era lo mismo.
I.C.: ¿Y concebía mucho su vida como una romántica?
C.A.: Sí. El escritor maldito…
I.C.: Usted ¿nada qué ver con eso?
C.A.: No. En ese sentido había un poco de ingenuidad en ella. Cuando era joven.
I.C.: ¿Y qué piensa de esos rescates que se han hecho de su obra, esos rescates póstumos?
C.A.: Bueno, yo escribí este primer librito (en realidad fueron unas charlas que di acá en el Centro Rojas) un poco en contra de esa recuperación fantástica, romántica, mística que se hacía de ella. Sobre todo el hecho que a mí me parece tan mal, repulsivo, de escribir sobre Alejandra, sobre quien sea, usando su lenguaje. Todo lo que se escribía sobre ella y se sigue escribiendo es «la niña al borde del abismo, de la angustia, y la náufraga…». Me parece una falta de respeto tomar sus propias metáforas para hacer una pseudocrítica. Por eso este librito quise hacerlo un análisis técnico, frío. Con lo cual ya algunas bobas han echado a correr la voz de que yo escribí un libro contra Alejandra Pizarnik. Claro, porque no ponía «la niña» y «la náufraga» (risas). Pero qué mito, Alejandra, en toda Latinoamérica. Ahora, en Perú. Una locura. Y decían que ya estaba bajando.
I.C.: ¿A usted le parece sobrevalorada?
C.A.: No. No. Para mí es una gran poeta. Aun con toda la vulgarización que hubo después, de la leyenda de poeta maldita, su suicidio y todo eso, uno puede superarlo y ver el valor. Un poco como Frida Kahlo. Toda esa vulgarización, las películas ridículas, una porquería, y aun así cuánto vale Frida Kahlo.
A.S.: ¿Y qué música le gusta?
C.A.: Toda. Soy muy ecléctico. Ahora estuve escuchando bastante a Schönberg. La gente a la que le gusta la música suele enfrascarse en algún género… le gusta el jazz… le gusta el rock… Yo tengo muy mal oído musical y no puedo hacer música. Salvo cuando se corta la luz. Cuando se corta la luz saco la guitarra y, como no se puede hacer otra cosa, como dependemos tanto de la electricidad hoy día… Cuando se corta la luz yo saco la guitarra y me pongo a improvisar melodías atonales (risas). Y mis hijos rezaban para que no se cortara la luz porque yo daba mis conciertos.
A.S.: ¿Usted tiene algún programa de televisión favorito?
C.A.: No. No miro mucho. El Superagente 86, Maxwell Smart, pero ya me lo sé de memoria. Creo que cada capítulo lo he visto veinticinco veces, aunque cuando me engancho por casualidad me quedo ahí fascinado, porque lo amo a Maxwell. Uno de los chistes es el viejo truco de… y ahí viene una cosa rarísima (risas). Un agente de Kaos lo llega a atrapar y se hace atrapar por un vendedor de diarios. Le vende el diario y le dice: «Señor Maxwell, ¿quiere ver su horóscopo?». Le dice: «¡Cómo no!». Le da un libro, lo abre, Escorpio, Escorpio, y cuando llega a Escorpio sale un gas. Cuando vuelve en sí dice: «¿Cómo pude caer en el viejo truco del gas somnífero en el horóscopo?» (risas). Me inspiran tanto… Había un dibujito animado que me cambió la vida. No sé si ustedes lo conozcan, se llama Ren y Stimpy.
A.S.: Sí.
C.A.: De hecho en una novelita mía que se llama El pequeño monje budista hay todo un capítulo sacado de Ren y Stimpy. Un caballo que se suicida tirándose de una alta torre (risas).

18 de marzo de 2009
Buenos Aires

 

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