Conocimiento / Luis Vicente de Aguinaga

Conozco el olor de mi muñeca izquierda. El reloj de pulsera lo mantiene tibio. Me acerco la mano a la nariz y recorro ese olor como un reguero de leche agria, seca, ya convertida en la capa traslúcida que recubre, por dentro, las jarras y los cántaros. En mi muñeca izquierda consulto un archivo de generaciones animales: su olor condensa los milenios que van del almizcle al sudor y del sudor al perfume. Atraviesan la tundra el caribú y el zorro blanco, el buey de renegrido pelaje y el ratón jaspeado; se asoman a la cornisa de Siberia, dejan atrás Kamchatka y nadan por el mar de Behring hasta enfilar, Pacífico abajo, rumbo a mi ciudad, mi casa, mi habitación, mi axila izquierda, en busca del olor que finalmente alcanzan aquí, bajo el reloj, en una sombra de humedades permanentes que les recuerda el invierno que han abandonado.

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Conozco mi barba pormenorizadamente. Nunca la he dejado crecer más de seis o siete milímetros, y esto en casos muy raros, pero sé que la forman pelillos testarudos, persuadidos de su individualidad, hartos de agruparse con otros filamentos que, a su vez, también se piensan únicos e irrepetibles. Como las pinceladas verdes, negras y rojas que constituyen, a la distancia, la corteza café del árbol que pinta un paisajista, las unidades que componen mi barba son blancas, rubias, negras y castañas, pero en conjunto producen una superficie morena. Es una vegetación híbrida, suave al acercarse a los pómulos, rígida entre la boca y la barbilla, tenaz bajo la curva del mentón. Si dejo de afeitármela, mis hijos la encuentran cómica y puntiaguda; en cambio, si acabo de rasurarme, ven mi rostro con añoranza, como si anhelaran encontrarse otra vez con la presencia desvanecida de un patriarca.

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Conozco el dedo cordial de mi mano derecha. En la falange más alta, la más alejada del dorso de la mano, cerca del nacimiento de la uña, el dedo cordial de mi mano derecha tiene un callo redondo y abultado que no se repite, valga la comparación, en el dedo cordial de mi mano izquierda. Es una deformación del hueso, me dicen algunos. Pero el callo no está en el hueso. Es una inflamación pasajera, me dicen otros. Pero tengo esa inflamación desde que aprendí a escribir. De niño la veía como una bolsa de palabras: tomaba la pluma entre los dedos, apoyándola en la curva que va del índice al pulgar, y las palabras pasaban de mi dedo al depósito de tinta y de ahí al papel del cuaderno. Me preguntaba cómo se desenrollaría la palabra otorrinolaringólogo al salir de mi mano, y cómo se las arreglaría esternocleidomastoideo para no romperse a medio camino. Pasó el tiempo y me interesé de verdad por quizá, me preocupé sinceramente por indivisible y escribí cientos de veces antílope, tan sólo por el gusto de sentir sus cuatro sílabas alinearse como las cuatro pulsaciones de un compás ligero y vibrante. Cerca del nacimiento de la uña, en la falange más alejada del dorso de la mano, el dedo cordial de mi mano derecha tiene una yema de repuesto, una joroba que alguna vez me avergonzó y que ahora más bien me dolería perder, si por algo tuviera que perderla.

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Conozco mis fosas nasales. Como la garganta, como el recto, las fosas nasales existen solamente por dentro. No tienen forma exterior. No tienen afuera. Si, en un principio, me las imagino como simples conductos tubulares, lo cierto es que, apenas explorándolas, resultan ser cavidades desiguales, tan largas como anchas, tan anchas como flexibles, todo el tiempo listas para estrecharse o dilatarse. Por las galerías de mis fosas nasales podría llegar hasta Lascaux, visitar las grutas de Dordoña y admirar misteriosos ejemplos del arte parietal del paleolítico. A veces, cuando el silencio lo permite, me acerco un dedo a la nariz y alcanzo a percibir, como una vibración, el avance de los pelotones de turistas que, al salir de nuevo a la intemperie, bendicen el atardecer y se felicitan en secreto por no haber perecido en avalanchas o desplomes, arrollados los unos por los otros, asfixiados, incluso acuchillados por estalactitas. Adentro, en la caverna, cuando los visitantes ya se han ido, el bisonte y el ciervo dejan sus escondites, lamen restos de agua en las filtraciones de la bóveda, resoplan movidos por el hambre y, según van acercándose al exterior, vuelven a respirar el oxígeno que yo también respiro.

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Conozco mis testículos. Están hechos de suposiciones y creencias. Parecen resguardados por mis muslos, por el vello del pubis, por la piel gruesa y acanalada del escroto, pero en verdad están abandonados a su suerte. Yo nunca, ni en pleno delirio, los compararía con huevos, pero ya es imposible desarticular esa metáfora. El huevo es elemental, descolorido, perfecto de contornos; el testículo es opaco, temeroso, consciente de sí mismo y reconcentrado en su trabajo, y su tamaño es voluble. Aunque son dos, no es fácil percibirlos por separado. Un magnetismo extraño los mantiene juntos, como imanes de cargas opuestas, pero a veces la energía de uno de los imanes cambia y los testículos, en ese momento, se repelen, diferenciándose. Sus formas, entonces, varían hasta lo impredecible, y si uno decide asemejarse, por decir algo, a ciertas frutas estivales insoportablemente hinchadas, el otro, por contraste, se reduce a la mitad, acaso por prudencia. Ciertos días vuelven a ser los que tuve cuando era niño: inertes, apretados, inalterables. Otros días no consigo encontrarlos y apenas toco en el arco de mis piernas la fláccida piel del escroto, como si fuera la muda inservible de una serpiente que se ha ido.

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