Kilimanjaro / Lorea Canales

 

Margarita entró al gigantesco lobby del Waldorf Astoria pasada la media noche. El vuelo se había retrasado. Su hija, Isabela, estaba acelerada después del viaje. Dijo tantas veces que tenía hambre, pero quedó dormida antes de que llegaran los deditos de pollo que le pidió a la habitación. Le mandó un texto a su esposo diciéndole que había llegado. Se sentía tan desconectada de él. Margarita intentó dormir consolándose con todas las compras que debía hacer la mañana siguiente y pensando en las amigas que vivían aquí.
      Isabela se despertó a las cinco de la mañana. Durante más de una hora Margarita trató de que se durmiera, ella había pasado la noche en vela y justo acababa de caer dormida. Le puso la tele para entretenerla, por fortuna había un canal con caricaturas las veinticuatro horas, pero ya no logró descansar. Jamás se había sentido tan sola, tan desprotegida, ni siquiera aquella vez que vino a hacerse un aborto.

Tenía veinte años, llevaba cuatro de novia con Álex. Lo que empezó con besos que nunca fueron inocentes, se convirtió en caricias cada vez más atrevidas: en plena luz del día, en la sala de la casa de Margarita, mientras sus hermanos y el servicio paseaban por los pasillos con la clara intención de monitorearlos. Chiflando y aplaudiendo, les decían. Pasaron tardes enteras frente al televisor, cuando la mano de Álex se movía a un centímetro por hora o aún más lento. Y así le tomó meses, años, llegar a su destino. Nada era mejor que la mano de Álex sobre ella. La mano de él sobre su ombligo, apenas rozando su piel, el dorso de su mano recorriendo la curva de sus pechos, la mano sobre su cuello, sosteniéndola, llamándola hacía él. Meses de una sola mano explorando el territorio nuevo que era el cuerpo de Margarita, mientras veían la televisión. Todo era tan inocente, ella recién salida de su crisálida, estrenando sus curvas, escuchando sus hormonas. Margarita ya lo anticipaba y lo deseaba. Ella también tenía curiosidad de conocerlo, de hacerle sentir los temblores que la sacudían. Recordó la primera vez que se dio cuenta de que Álex tenía una erección. Se besaban al despedirse, no había nada especial en eso. Eran novios, pero cualquier acto más allá del beso era una transgresión que llevaba al drenaje del pecado y desembocaba en el último caño: la pérdida de la virginidad. Ahí era cuando se caía al abismo, directo a la perdición eterna.
      Ahora que estaba casada y tenía una hija, podía burlarse de todo eso, podía —sin que le hiciera gracia— reír. Pero entonces había sido cosa seria, una mujer valía mientras tuviera ese himen intacto. ¡Qué absurdo! Entendía quizás el afán de proteger el futuro del infante, en un mundo sin anticonceptivos, podía entender que fuera mejor coger casada, cuando el futuro económico de la mamá y el niño estuviera algo asegurado, pero ahora, en pleno siglo xx, que su único valor como mujer hubiera radicado en eso, era ofensivo. Ella jamás le pediría eso a Isabela. La enseñaría a cuidarse, eso sí, pero no a ser virgen. ¡Qué hueva! Qué mentalidad en la que el chiste era aprender a aguantarse, en lugar de aprender a disfrutar. Y si se le chisporroteaba —así se decía, porque era mala onda decir que tuvo un accidente— un bebé, aunque fuera por accidente, no se podía llamar así: —fue sorpresa, decían, o no nos lo esperábamos. Se comió el lonche, se le chisporroteó, nunca tuvo que verbalizar lo que le ocurrió a ella, gracias a Dios.
      Por ese entonces Margarita estaba aún muy lejos de perder su virginidad: a tres años de distancia, exactamente, del día en que ella vio cómo algo empezaba a crecer dentro del pantalón de Álex y se asustó. Dejó de besarlo, dio un paso hacia atrás y con su mirada señaló el bulto. Álex rio sin vergüenza, como si fuese algo que le ocurría con frecuencia.
      —Es que hoy me puse bóxers —dijo.
      El beso había sido de despedida. Como ya había concluido, Álex se dirigió hacia su coche. Su erección todavía era visible. Margarita estaba asustada. ¿Qué había sucedido? Era sólo un beso. Álex debía de ser un pervertido. Un degenerado. Conocía esas palabras, no su significado. Sin embargo, su mente las empleaba ahora. Había algo anormal en su novio. Esa historia de los bóxers, ella no se la creía. Desde la infancia había visto las pilas de trusas de sus hermanos, lavadas y planchadas sobre el cesto de la lavandería, y había notado la transición a los más coloridos y elegantes bóxers que ahora ocupaban al menos la mitad de sus cajones. Subió a su habitación, se tiró sobre la cama y se echó a llorar. Quería llamarlo y volver a preguntar qué pasaba. Si no confiaba en él, ¿en quién podía hacerlo? De sus amigas del colegio no se atrevía a llamar a ninguna. La dinámica del grupo consistía enteramente en diseminar información y a veces transformarla. Margarita ya había aprendido bien a no abrir la boca de más. Tenía dos amigas dentro del grupo que eran un poco más de confianza, con ellas había discutido cuáles eran las reglas apropiadas del noviazgo, cuándo estaba bien pasar de un simple pico en los labios a un beso francés. Pero las preguntas surgían después: ¿en qué exactamente consistía un faje? ¿Dónde terminaba la espalda y empezaba la pompa? ¿Acercarte tanto como para rozarte sobre su pierna, algo que se sentía riquísimo, constituía algún tipo de infracción? La noche en que habían hablado sobre las reglas de los besos, sus dos amigas tenían novio, pero ahora una había cortado y la otra no parecía llevarse muy bien con el suyo. Margarita no tenía ganas de establecer comparaciones ni comunicación con ellas, tampoco quería sentirse observada o juzgada. Pero con alguien tenía que hablar. Extendió la mano hacia un canasto donde guardaba revistas de moda y aventó algunas sobre la cama, al alcance de su vista. Con la otra mano se secó las lágrimas. Empezaba a hojear una Cosmo vieja cuando Daniel, el menor de sus hermanos, entró a su cuarto. Era rarísimo que Daniel viniera a visitarla, seguramente algo quería.
      —No te presto mi coche —dijo, antes de que él tuviera oportunidad de abrir la boca. Daniel había chocado su auto la semana pasada.
      —¿Cómo sabes que quería tu coche? —preguntó Daniel, tirándose a un lado de ella sobre el colchón. Aunque el más cercano a ella en edad, sólo dos años más grande que ella, se había peleado más con él que con nadie. Él era más fuerte, pero Margarita más cabrona. Eso se estableció el día en que ella le machucó los dedos cerrando con fuerza y a propósito la puerta del refrigerador. Eventualmente los pleitos desistieron, ahora hasta iban juntos a las mismas fiestas y tenían amigos en común.
      —¿Conoces a Clara Sánchez?
      Margarita esculcó en su memoria. El nombre no le era conocido. Sacudió su cabeza sin dejar de ver la revista. Estaba pensando si sería posible preguntarle algo así a su hermano.
      —¿Por?
      —Quería invitarla a salir. ¿Qué no está en tu clase?
      —No, no me suena. ¿Cómo es?
      —Chaparrita. Güerita. Pelo hasta acá.
      —¿Chichona? ¿Mona?
      —Sí, ésa.
      —Va en tercero. ¿Cómo la conociste?
      —En la fiesta de la semana pasada.
      —¿La de Renata Casassús?
      —Sí. ¿Por qué no fuiste? Fue en un cortijo poca madre por Cuajimalpa. Torearon vaquillas.
      —Ya no me acuerdo qué tenía Álex. Creo que tuvimos que ir a casa de su abuelita. ¿Oye, y qué tal estuvo? ¿Te empedaste?
      —Dos tres, nada grave.
      —¿La besaste?
      —Ya, güey. ¿Pa qué tantas preguntas?
      —Ayy. La besaste. ¡Qué puta! Por eso la quieres invitar a salir. ¿Y se te paró?
      —¿Qué te pasa?
      Daniel agarró una almohada de la cama y le pegó en la cabeza a Margarita. Ella volteó a verlo y de pronto, en un tono serio pero cariñoso, le dijo:
      —No, güey, en serio. Quiero saber si se te puede parar por dar un beso.
      —Depende.
      —¿De qué?
      —Del beso.
      —¿Y también depende de los bóxers?
      —¿Qué?
      No quería dar explicaciones. Álex había mentido, pero Daniel parecía intrigado.
      —Pues no, no depende del bóxer.
      Margarita levantó las cejas como para decir: lo sabía. Pero Daniel continuó.
      —Si se te para o no se te para depende del beso. Pero que tú te des cuenta, entonces sí tiene que ver el calzón o el pantalón. Si traes jeans y jockeys, es casi imposible. O sea, sí, se te pone dura, pero se queda adentro del pantalón. Si estás en la playa con bóxers y pantalón de lino, pues fiú.
      Hizo un gesto con sus manos señalando el tipo de erección que Margarita acababa de ver.
      —Entonces es como gelatina.
      —¿Cómo?
      —Depende del molde.
      —Prefiero no pensar en Piolín de esa manera, pero si tú quieres.
      —¡Piolín! ¿Así le dices?
      —Sí —dijo Daniel.
      —¿A poco todos le ponen nombre? —preguntó Margarita. No quería desaprovechar el momento.
      —No sé si todos.
      Margarita estaba más tranquila. Álex no le mentía. No era perverso. Se dio cuenta de que no sabía nada del universo masculino. ¡Nombraban a su pene! Sintió curiosidad por saber más.
      —¿Quieres que te consiga el teléfono de Clara? ¿O ya te lo dio, la muy puta?
      Margarita agarró un cojín y le regresó el almohadazo a su hermano.
      Margarita abrazó la almohada fría de la habitación, el sol neoyorquino se colaba por las orillas de las cortinas cerradas. Ése había sido el primer momento de confianza, pensó Margarita, viendo cómo su hija seguía entretenida con la televisión y lamentando aún no poder dormir. Cuatro años después de aquella conversación reveladora con su hermano, creía conocer perfectamente a Álex. Sabía que su verga se llamaba Margarito. En su honor. Que le gustaba que lo tocara despacito, que tenía que venirse después o cuando estaba con ella, si no le daba un dolor horrible en los huevos al que le llamaban blue balls. A ella le encantaba cuando él la tocaba. Semana tras semana, año tras año, como aficionados al montañismo, habían escalado los seis picos. Ya sólo restaba el Everest. Ya le había chupado los pezones (Cartensz, cuatro mil ochocientos ochenta y cuatro metros de altura), a Margarita le encantó una vez que pudo sobreponerse a la vergüenza. La había tocado con el dedo (Vinson, cuatro mil ochocientos noventa y siete metros). Se lo metió (Elbus, cinco mil seiscientos cuarenta y dos metros). Ella se la había jalado (Kilimanjaro, cinco mil ochocientos noventa y cinco). El la lamió (Denalí, seis mil ciento noventa y cuatro). Finalmente, ella se la había mamado a él (Aconcagua, seis mil novecientos sesenta y dos metros). No le gustó tanto, pero tampoco le dio asco. Regina le había confesado que ella vomitó.
      —Lástima, Margarito.
      Eso era lo que decían cuando —y era lo más frecuente— él ya no podía venirse.
      Les había tomado más o menos un año hacer las preparaciones para subir el Everest. Necesitaban estar solos un fin de semana, sin que sus familias ni amigos se dieran cuenta. Tenían que asegurarse de que el servicio no rajara. Margarita le preguntó si debía tomar pastillas anticonceptivas, pero Álex le dijo que no. Que él utilizaría un condón. Álex no era virgen. A los catorce años un tío lo había llevado a un prostíbulo. Confesó que esa experiencia no le gustó, ni tampoco algunos encuentros que tuvo con extranjeras en Acapulco. Estaba convencido de que con Margarita todo sería distinto. Finalmente llegó el día.
      Quince amigas de Margarita iban a un rancho en Veracruz. Ella pidió permiso a sus papás y dijo a sus amigas que sí iba, pero canceló al último momento, fingiendo estar enferma. Él consiguió la casa de un amigo en Las Brisas. Como la familia del amigo no los conocía, no habría problemas con el servicio. Llegarían a Acapulco en coche. La víspera del viaje, Margarita tuvo dudas y lo llamó. ¿No sería mejor esperar a que se casaran? ¿No sería mejor hacerlo en la luna de miel? Álex la consoló. No tenían nada que perder. Le faltaban dos años para graduarse, no podía esperar tanto sin estar con ella. Tan pronto se recibiera, aun un año antes, le daría anillo de compromiso. Se casaría con ella. Pero esto se trataba de otra cosa. Era emocionante, una aventura que los uniría más. Llevaban cuatro años juntos, no podía esperar otra semana. Eso dijo al auricular del teléfono. Ni siguió, pero Margarita escuchó una advertencia en su silencio. Le dolió. No tanto como decían. Pero sí le dolió. Sangró. No tanto, apenas unas gotas. Había llevado una sábana extra que compró en Liverpool, no quería manchar las sábanas de la casa, pero casi ni se notaba. No llegó a percibir el cosquilleo ni las centellas que solía tener cuando estaba con él. Se sintió profundamente decepcionada. ¿Esto era? ¿Esto era todo? Álex le dijo que pasaría, que poco a poco sería mejor, que les hacía falta práctica. Le sugirió inclusive que vieran algunos videos pornográficos a manera de aprendizaje. Margarita estaba dispuesta. Quería aprender. Quería satisfacerlo, volverlo loco. Hizo su mejor esfuerzo. En los meses que siguieron encontraron lugares insospechados para coger: el coche, una esquina, el baño de un restaurante. Cada minuto de privacidad que tenían lo aprovechaban. Al quinto mes, descubrió que estaba embarazada. Desde que se había vuelto sexualmente activa, anotaba en un calendario con precisión el día de su regla. Anticipaba su llegada y cada minuto de retraso le provocaba ansiedad. Esperaba un día, dos, y al tercero llegaba la sangre, confirmando que todo estaba en su lugar, literalmente en regla. Pero el quinto mes era noviembre. Pasó un día y tres. Cada hora Margarita se preocupaba más. Sufría en silencio. Álex no sabía nada, pero ella sí recordaba que no todas las veces usaron condón. No todas las veces se lo ponía. Si te la saco antes de que me venga, no pasa nada, había dicho. Margarita le creyó. No era posible embarazarse si no se venía adentro de ella. ¿O sí? Una semana de retraso. Margarita fue a la farmacia y compró dos pruebas de embarazo. Esa misma tarde compró dos más. La tenue línea rosada no la convencía, pero tampoco dejaba de estar ahí. No recordaba haber llorado. No recordaba esos momentos. ¿Se imaginó casándose embarazada? ¿Pudo visualizar la vergüenza de decirle a sus papás? Se había comido el lonche. Recordaba que se había tardado unos días en decirle a Álex. Cuando le dio la noticia, ya la rayita del indicador era inequívoca.
      —No estoy listo.
      Ésa fue su respuesta, los ojos fijos sobre los tacos al pastor que estaban fingiendo comer.
      —No puedo hacerlo.
      —¿Qué quieres que haga? —le preguntó ella en voz queda.
      —No sé. No sé. Yo no puedo —Álex empujó la silla de lámina y se puso de pie—. Me tengo que ir.
      La dejó en el restaurante, sin coche ni dinero para la cuenta. Probablemente no lo había advertido, pensó Margarita. Estaba demasiado conmocionado. Después de unos minutos esperando que regresara, Margarita llamó a una amiga que vivía cerca y le contó que ella y Álex se habían peleado. Notó en la curiosidad y compasión de la amiga que le daba gusto que hubieran disputado. Imaginó las malas lenguas hablando a sus espaldas. Lo que dirían de ella. Había jugado la carta de la virginidad y había perdido todo. En silencio escuchaba a su amiga hablar como si no sucediera nada. Luego había creído que en ese momento de desamparo rezó, pero tampoco estaba segura de eso. Lo que sí ocurrió fue que su amiga le dijo que estaba planeando un viaje a Nueva York para ir de compras. Que la mamá de Pilar tenía un departamento y las invitaba a todas, que sólo hacía falta pagar el boleto de avión. Que ya unas tenían entradas para Broadway. Que se animara.
      —Sí —dijo Margarita—. Sí, qué padre.
      En un instante todo estaba resuelto. Esa misma noche consiguió permiso de ir y dinero para sus compras. Pasó horas en su laptop, investigando, hasta que dio con Planned Parenthood. Había llegado al lugar correcto. Como era mayor de edad, no tuvo mayores problemas. Inclusive le sobró dinero para ir de compras. Le dolió un poco más que haber perdido la virginidad, pero no tanto. Tenía menos de un mes de embarazo, el procedimiento fue muy sencillo. Nunca se arrepintió. Llegando a México, terminó con Álex. Fue una simple llamada por teléfono. Sólo tuvo que decir: ya está. Eso sí le dolió, por Álex sí lloró durante años. Aunque habían sido parte del mismo grupo social, lograron evadirse mutuamente sin problemas. Sólo en tres ocasiones se habían vuelto a ver. Nunca comentaron el tema. Nadie supo nada. Ninguno de sus amigos de entonces la invitó a salir otra vez, pero ella creía que era más porque eran tan posesivos y celosos que no querían andar con alguien que hubiera sido novia de otro tanto tiempo. Cuando empezó a salir con Miguel, le preocupaba que la rechazara por no ser virgen. Lo había escuchado tantas veces, ella era ahora fruta manoseada, usada, sucia, damaged goods, producto defectuoso, capaz de ser regresada al estante para vivir el resto de su vida en el olvido. Perder la virginidad —lo del aborto podía mantenerse en secreto— la hacía no valer nada, pero a la vez, Margarita nunca se sintió así, nunca sintió que al perderla hubiese dejado nada de su esencia. Había perdido un amor, eso sí. Pero ella seguía siendo ella, que la juzgaran por eso le parecía injusto, pero real. Una noche, después de un faje ardiente con Miguel, que no hubiera sido capaz de tener si no hubiera aprendido con Álex, se animó.
      —No soy virgen.
      —Yo tampoco —respondió Miguel.
       Y volvió a besarla.

—Mami, tengo hambre. Mami —le gritaba su hija desde el piso de la habitación. A ella también le urgía un café. Eran ya las diez de la mañana.
      —Vamos a desayunar, mi amor. Nos vestimos rápido y salimos a conocer Nueva York. ¿Sale?
      Margarita se dirigió hacía su hija y la subió a la cama. Acercó su cara a la de ella y le hizo cosquillas con su pelo, la besó repetidas veces en la mejilla, hasta que la niña, muerta de risa, gritaba:
      —¡Ya, ya!
      Con un gesto veloz le quitó la pijama, y volvió a hundir su cara, esta vez en la panza de la niña, dándole un beso de trompeta. Pronto estuvieron las dos listas para bajar a desayunar.

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