Haikú / Elí­as Carlo

 

Es un trazo apenas; en realidad, el ensayo de un trazo, puesto que no ha apoyado el pincel en la hoja. Con la vista fija en el blanco inmaculado, mueve delicadamente la mano que sostiene el pincel, vertical, derecho, y vuelve al punto de partida.
Es cosa de bajar la punta de cerdas y dejar la impronta de la tinta pero, en cambio, recuesta el instrumento en la mesa, y se levanta.
Camina hacia el ventanal de la habitación.
Una semana y no ha podido siquiera empezar.
Se desespera, lo sabe, lo siente.
Un impulso inquieto que le empieza en el pecho y se va inflando, para luego perder volumen, pero no volver nunca a su tamaño inicial. Gana espacio. Igual que la niebla sobre la hoja en blanco. No puede ver más allá, no vislumbra la superficie donde apoyar el pincel.
Pone la mano contra el vidrio. Es frío al tacto. Más allá, los árboles, el musgo, tan verde que parece irreal, y el pequeño estanque al fondo, lo llaman; parecen esperarlo desde que ha llegado. El ruido del agua no es tan fuerte que pueda llegar a escucharse desde donde está parado, pero sabe que en algún lugar del jardín hay una pequeña cascada que hace circular el agua.
Mira la mesa, y sobre la mesa, el pincel, descansando inútilmente al lado del tintero.
Le da la espalda.
Abre la puerta corrediza de cristal y el fresco del exterior le llena la cara y se desliza entre los tobillos desnudos bajo la bata como el pelaje helado de un largo y sinuoso felino.
Hay un par de sandalias afuera, esperando.
Duda. ¿Es eso, realmente, lo que debe estar haciendo? ¿Pasear por un jardín mientras el trabajo espera en la mesa?
Un pie se desliza dentro de la sandalia.
Derrotado, el otro pie lo imita.
Camina sin rumbo. Disfruta la mañana que se desenvuelve, como en secreto, más allá del jardín, pero llega tarde, amordazada.
Se sienta en una pequeña banca de bambú, bajo un árbol enorme que tiene las raíces cubiertas de musgo. El murmullo del agua es una voz antigua y reconocida.
Le pesa la hoja en blanco, la niebla acumulada tras tantos años de abandono.
En la superficie del estanque la luz se mueve imperceptiblemente. El correr subrepticio del agua, que no el viento, es la causa.
Quisiera fumar, pero los cigarros han quedado en algún lugar del dormitorio. Ya que ha salido, ¿qué necesidad hay de regresar? Adentro está el reclamo de la hoja, el pincel olvidado, su exclamación de cerdas negras, esperando.
A lo lejos, del otro lado del estanque, en la penumbra de los árboles que lo circundan, ve pasar una mucama. El ruido de la madera de sus sandalias sobre las piedras acompaña los pasos breves, el movimiento acompasado de la tela en sus piernas. Lleva algunas sábanas dobladas, blanquísimas, en los brazos. Se detiene un momento, revisa cuidadosamente su peinado, y reinicia su camino, sin prisas. Desaparece tras los troncos añosos y reaparece con su carga. Más allá, al fondo, pareciera que el jardín se extiende hacia el infinito en sombras, espesura y árboles.
Es una ilusión.
Sabe que eventualmente encontraría una pared, antigua y manchada de verde, que delimita la propiedad y cuyo reverso ha visto al llegar a la posada.
Mordisquea la uña del dedo índice. Es un mal hábito. Decidió no hacerlo más pero el gesto vuelve, automático y pernicioso, de vez en cuando, sin avisar. Siente la resistencia de la uña contra los dientes y se detiene, se obliga a bajar la mano, a inhalar y exhalar hasta que la ansiedad cede.
Cómo le vendría bien un cigarro, pero qué lejos le parece ahora la habitación, como si estuviera en otro país, inalcanzable.
Un pájaro trina en alguna rama. Tal vez haya estado ahí desde un principio y no lo había notado. Mira hacia arriba pero no lo distingue entre el follaje, y aun si lo viera, piensa, no sabría identificarlo; luego de un momento, alguna otra ave responde al canto del primero. Sin proponérselo, está en medio de una conversación que no es para sus oídos, pero que, de cualquier manera, tampoco entiende.
Se mira las manos sobre las piernas, contra el gris de la bata, inmóviles.
Nada, salvo el tiempo, parece suceder.
Sobre el estanque se ha ido acumulando un poco de niebla. Flota sobre el agua, la oculta a la vista antes de desaparecer del mismo modo silencioso en que se ha formado. En el reflejo movedizo del agua está de nuevo la imagen invertida de los árboles de la otra orilla, hacia el centro del estanque se multiplican las sombras, la espesura y los árboles del fondo, y el suave movimiento del agua parece dibujar un sendero oculto entre las raíces y el musgo.
Los pasos de la mucama, pausados, breves, se escuchan a lo lejos.
El movimiento del agua cesa por un momento, el sendero ha desaparecido.
Se mira de nuevo las manos.
Inhala, exhala.
Se levanta.
Deshace el camino hasta su habitación. Deja las sandalias afuera, justo como las ha encontrado, y cierra la puerta corrediza. El jardín parece lejano, ya no puede escuchar el agua o los pájaros, ni sentir el frío que sube desde el musgo.
Vuelve a sus instrumentos, coloca las rodillas con dificultad sobre el tatami. El cuerpo se acomoda frente a la mesacomo si regresara a su estado natural, una rama que el viento ha agitado y vuelve al reposo.
Mira la hoja en blanco, toma el pincel como lo ha hecho siempre, como no podría dejar de hacerlo. Moja las cerdas en la tinta, y lo sostiene en el aire, vertical, derecho, como si sostuviera una hoja de hierba entre los dedos.
No se mueve.
El tiempo pasa lento, transparente, inconmensurable.
Sobre el papel, la niebla empieza a disiparse.
Una mucama camina sin prisa hacia un sendero oculto entre las sombras, los árboles y el musgo.

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