Barco nocturno (marina) / Adolfo Echeverrí­a

para la señora Celia Macotela y su hijo Gabriel

también para mi madre

 

En estas líneas cabe el recuerdo de una palabra que escuché por vez primera hace muchos, hace cuántos años, en el umbral de la tardenoche de una fecha quieta en su mudanza —sucinta, lacónicamente a la hora del angelus.

Caminando en voz muy baja (eso diríase de tan lento su andar), tu madre te condujo hasta la playa, una mano insinuada sobre tu hombro, la otra, constante sobre tu rostro, como un pañuelo limpio, oloroso, velando los ojos de ese niño que apenas contaba con diez, acaso once solsticios, apenas.
     Cruzaron, pues, por la margen arenosa, en silencio, muy despacio y tú a ciegas (no lo olvides), y se detuvieron en el centro del mundo, de frente al mar.

Por un momento los instantes se hilvanaron, abruptos, como el ahogo tras el anhelo.
     En espera de que ocurriera el milagro, de este lado de tus párpados cerrados una quimera te impuso las tres incógnitas de un enigma insensato. Tu respuesta fue conferirle pleno crédito al delirio.
     Dijiste (sin separar los labios): bajo mis plantas se apresura el torrente invernal de una escuela de orcas, sobre mi cabeza oscila la espesura del sargazo y su sombra azogada, dentro de mi pecho medran colonias de estrellas, anémonas y erizos.
      Fue entonces cuando la madre apartó la mano del rostro (o quizá tan sólo separó los dedos), y que el niño pudo abrir sus ojos.
     El mar estaba poseído por una calma a tal grado llana que no supo reparar en la condición esencial de las aguas, el escarceo de la marejada, la fluctuación de la materia líquida, el reclamo del abismo y su ofrenda de naufragios, la sed que abreva en la incesante resaca. Sin embargo, llamó su atención la enorme masa púrpura (surcada por reflejos matizados de color índigo) en su camino evanescente rumbo al ocaso.

Hoy sostengo que en ese momento fui testigo de una promesa: un lienzo dispuesto a recibir la deshilada traza del grafito, del pigmento el espesor de una circunstancia, o la huella untuosa de una trama por gracia de los óleos.
     Una promesa, un juramento que acabara siendo, al fin y al cabo, un paisaje marino con todo lo que requiere el género, incluido (sería un punto de fuga idóneo) ese barco que ahora, allá a lo lejos, surca el horizonte nocturno.

Mi madre, adivinando que dudo, que sospecho de lo que veo, sabe que quisiera hacerle tres preguntas, y se adelanta a responder:
     —Ignoro de dónde viene ese barco, ignoro hacia dónde va, sé que no volverá nunca.
     «¿Nunca?», se queda pensando el niño, sin entender.
 «Nunca», pienso yo después de muchos, después de cuántos años, «nunca es siempre como la primera vez».

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