Porque no todo el mundo es rey de Ítaca / Leonardo Miguel Gutiérrez Arellano

VII Concurso Literario Luvina Joven

 

I
Siento los pulmones trémulos de respirar este aire tan helado. Cuatro horas en un autobús falto de baño, y un estómago sin comida, me atormentan y me vetan de cualquier posibilidad de descanso. Me invade un odio a la totalidad del género humano y a cada compañía turística sobre la faz de la Tierra: qué buen momento para escribir. Pero no tengo bolígrafo, ni libreta. Asumo, pues, que hasta dentro de unas horas redactaré este monólogo interno producto del onanismo mental bien encauzado y de las alucinaciones inherentes a la glucosa baja y a los intestinos congestionados.
      (Carajo, estoy tan fatigado que ni yo lo entiendo: escribiré posteriormente algo que, simularé, sucede en tiempo real; por lo que asegurar anteriormente que estoy fatigado debido al viaje es mentira, ya que no escribiré esto en un futuro: lo hago ahora, en la comodidad de mi habitación. Un genuino postmetaensayo transgresor de la cuarta pared, señoras y señores).
     Cual Edipo siendo testigo del indefectible acaecimiento de la voluntad divina, me convenzo gradualmente de que una máxima de la condición humana es deducible de la épica y la tragedia griegas: al final del día (de cualquier travesía, de la propia vida), las acciones adquieren su propio mérito sólo si el ejecutor logra mantenerse de pie después de realizarlas. No basta imponerse a la adversidad, sino también llevar la lucha contra tal adversidad hasta sus últimas consecuencias.
     ¿En qué se relaciona la necesidad humana de trascendencia con la predestinación establecida por el orbe? En que ambas están entrelazadas por una constante negación mutua.

 

II
A propósito de la épica, imagino a Ulises pisando Ítaca. El transcurso de veinte años y la imposición de muy arduas pruebas atestiguan en el férreo rostro las cualidades más imponentes alcanzables por un hombre: ingenio, valentía y amor incondicional a los propios. ¿La poesía épica era una manifestación inequívoca de las aspiraciones simbólicas de la condición humana? Asumir eso es igual de válido que decir que los griegos eran un montón de alcohólicos con mucho tiempo libre y un fetiche preocupante por los hexámetros prefabricados. Y, francamente, no me engañaré comparando mi traslado en un autobús de mierda con el de un rey a través de los mares.
      Consciente de la dificultad que se presenta al intentar hacer la comparación anterior, James Joyce nos regaló una de las mejores novelas de la historia: Ulysses. Así, pues, traigo a mi mente una postal más verosímil, más humana: Leopold Bloom, un hombre cualquiera, con problemas comunes, se ve obligado a entrar a hurtadillas a su casa cuando el sol llevaba ya varias horas escondido. Después de todo un día vagando por Dublín, acompañado de amigos, colegas y enemigos, por fin puede acostarse al lado de su esposa, dispuesto al devenir de otro día.
      Si alguien me contara que el argumento de una novela de doscientas sesenta y siete mil palabras se resume en lo expuesto en el párrafo anterior, me provocaría un desgarre facial bostezar tanto. ¿Cómo, pues, es posible que una novela que narra la cotidianidad de un tipo irrelevante sea tan compleja y bella? La respuesta es, de hecho, muy sencilla: Bloom, aunque así lo pareciere, no es un hombre cualquiera. En ese 16 de junio acudió a un funeral, cuidó minuciosamente no ser descubierto al perpetrar una infidelidad epistolar, bebió en bares donde había gente que lo despreciaba por su origen racial, se masturbó en la playa mientras un pajarillo le decía cornudo, alucinó ser el rey del mundo mientras paseaba por los barrios bajos de la ciudad, y finalmente volvió a su hogar, donde lo esperaba una esposa que tuvo sexo con un conocido suyo en la tarde.
     Joyce compara la jornada de un agente de publicidad con una odisea y a una mujer infiel con Penélope (la reina que respetó el lecho matrimonial durante veinte años) no sólo para lograr un efecto satírico y una exaltación del canon mediante su propia caricaturización, sino para darle una lección a cada lector que decidiera tomar su libro: todo individuo es uno privilegiado y toda vida posee episodios tan fascinantes como los que se cantaron acompañados de un instrumento de cuerdas sin caja de resonancia. ¿Por qué hemos de sentir que no hay aventuras meritorias en nuestra vida, si, por sí solo, el esboce diario del sol matutino es el advenimiento de una gloria constante?
     El novelista dublinés se enfrascó en la empresa de trazar una cartografía de la psique humana: desde el encriptamiento del lenguaje hasta la cinemática de las ideas. Comprender cómo es, a ciencia cierta, la manera en que pensamos nos permite expandir los límites de los aspectos cognoscibles de la personalidad de los otros. Lograr reconocer la asombrosa inmensidad que reside en una masa de fideos confinada en un compartimiento de calcio con forma de coco ensancha al universo mismo, renovándolo en sí y para sí.
      El espíritu de la filosofía de Wittgenstein suscita entonces un dardo ineludible: el hombre, decodificador de las imágenes del mundo mediante el lenguaje, dará pauta a una mejora en la comprensión del entorno sólo si antes se convierte en el artífice de una mejor comprensión propia. El mono de Lichtenberg lo ejemplifica: la realidad es un espejo del cual sólo obtendremos como reflejo lo que hay dentro de nosotros. Pero el humano tiende a la alienación apenas se sabe reducido, en lugar de procurar el ensanchamiento de su poder en el cosmos. ¿Cómo logrará, pues, aceptar la naturaleza de un universo que percibe pero no comprende? Admitiendo la poca dimensión de su existencia.
      Llegar a asumir que la Tierra es un hogar ridículamente efímero y diminuto será una transformación traumática para la raza humana. El adolescente vive en choque constante por su condición de mera transición: está atrapado entre dos edades, a sabiendas de que es abnegación pura: así el hombre. La amenaza latente del olvido universal, aunada a su primigenio deseo de trascendencia, ¿conjugan un motor para su progreso o, más bien, duplican una sulfúrea carga llamada cotidianidad?
     Los héroes griegos no tuvieron necesidad de preguntarse esto, pues su actuar en el mundo ya estaba predeterminado: he ahí lo que nos diferencia de ellos.

III
Joyce no es el único ejemplo de un autor modernista cuya meta era aliviar los pesares de la humanidad: otro ejemplo es el de Marcel Proust, a quien le debemos À la recherche du temps perdu, la novela más extensa jamás escrita. Cual alquímico existencial, creó una panacea literaria. Las siete partes de su novela describen con majestuosidad las vacilaciones del espíritu y el pesar provocado por el infame paso de los días. Proust nos enseña la importancia de transmutar cada imagen en un lugar privilegiado.
     La vida parece ser monótona, precipitándonos a sectores de la sociedad y de nuestro ser que nos impiden alcanzar la plenitud, porque conforme avanza el tiempo perdemos la capacidad de asombro intrínseca de la niñez. El arte, dotando al mundo de matices vívidos y analizando el entorno desde aristas inéditas, se convierte en la herramienta predilecta para disfrutar el añejamiento de las horas. ¿Quién no ha gozado admirando un lienzo que ofrece colores distintos a elementos comunes? ¿Quién no ha sentido su piel erizarse mientras un par de auriculares le susurraba una nueva forma de escuchar lo que le rodea? ¿Quién no ha percibido un simple olor que lo remontó a la feliz infancia?
     Y, sin intención del abuso de signos de interrogación, lanzo otra pregunta al aire: ¿por qué resulta tan vital romper constantemente las cadenas del hábito? Para responder esto basta que nos remontemos al inicio de la vida en la Tierra: en medio de un ambiente eléctrico y rico en nutrientes, unos cuantos aminoácidos comenzaron a unirse para crear estructuras diminutas en medio del agua; el azar —caprichoso y fundamental azar— dio pie a que dentro de dichas estructuras ocurrieran reacciones químicas que, ordenadas, generaron energía. La vida nace sin planeación alguna, y mucho menos teniendo una conciencia que reafirmara su carácter como tal. Pero dicha condición ostentaba y ostenta una cualidad: todo lo que la posee procurará seguir vivo el mayor tiempo posible.
      Los organismos vivos, no siendo capaces de ser por siempre, inventaron la reproducción; y se perpetraron con la determinación de adaptarse para sobrevivir: el cambio es el motor de la existencia misma.
      El hombre moderno se asume como el primero de todos los que han existido: redimido de los demonios de la historia, se crea a sí mismo y al mundo en el que se desenvuelve, gracias a la innovación.

IV
Sólo hubo en la Tierra un hombre más ingenioso que Ulises: su padre, Sísifo. El fundador de Éfira osó burlar a los dioses y a la mortalidad. Su castigo es bien conocido: rodar una piedra por la cuesta de una montaña durante todo el día, con tal de dejarla caer en la noche e ir por ella a la mañana siguiente.
      Trabajar absurdamente sin obtener resultado alguno es la materialización explícita de los temores del hombre contemporáneo, quien es privado de sus pasiones en un cubículo, donde se sienta prolongadamente frente a un escritorio, para volver a hacerlo día tras día.
Albert Camus, en sus ensayos y novelas, abordó contundentemente el dilema de la monotonía en la vida del hombre moderno. El mito de Sísifo resulta revolucionario por plantear el absurdo como la base de un sistema, no como una conclusión ante la imposibilidad de dilucidar una problemática.
      Esta idea del absurdo como motor se sostiene en el ejemplo que cité de la vida primitiva: no sabiendo que está vivo, el organismo quiere seguir estándolo. Buscaré dar una muestra un poco más palpable: si reducimos el fanatismo por los equipos de futbol a un plano meramente lógico, los seguidores no existirían. Las personas a las que les guste mirar el deporte, simplemente juzgarían de la manera más neutral posible —mediante estadísticas o logros— cuál es el mejor equipo de una determinada liga, categoría, etcétera, limitándose a disfrutar del talento de los jugadores. Pero sabemos que no es así: los fanáticos de un equipo lo son porque hay algo que los relaciona con el club: cierto arraigo territorial, costumbre familiar, amigos dentro del cuadro titular y un sinfín de motivos. Pero, si nada de esto está presente, ¿cómo se justifica el fanatismo?
     Camus asegura que el hombre rebelde tiende por impulso a la lucha y a la protesta. A diferencia de los dogmatismos de la moral tradicional, las acciones del hombre libre no se dirigen con base en reglas que les den sentido, sino en la propia convicción de realizarlas. Vienen a mi mente, como conjunción definitiva para este razonamiento, los seguidores del Atlas. No, no estoy bromeando.
      Me recuerdo viendo uno de los últimos partidos que dicho equipo perdió contra el Guadalajara: sin importar el marcador, los hinchas rojinegros continuaban cantando y vitoreando a los futbolistas; y continuaron enérgicos hasta el último minuto. De hecho, se jactan de que, si explicaran el fanatismo que le tienen al equipo, los demás amantes del balompié no lo entenderían. Hoy yo lo explicaré por ellos: el seguidor del Atlas no es feliz porque su equipo sea bueno, gane copas y partidos o tenga excelentes jugadores: él es feliz por el mero hecho de ser seguidor del Atlas.
           Autojustificar nuestra actitud y nuestro actuar reafirma lo concluido en ii: nada está escrito en la vida humana.

V
Kafka, a pesar de ser una de las columnas del modernismo, en su literatura retoma un mundo asido de forma arcaica, como en la Grecia antigua: sus personajes no son más que víctimas, en este caso de una pesadilla inherente a nuestra sociedad: la burocracia.
     La burocracia, debido a su desarrollo cíclico e irrisoriamente improductivo, inhibe el curso aleatorio de las casualidades y su infatigable cadena de sucesión: ¿de qué sirve lanzar un dado si sabemos de antemano que caerá siempre, digamos, en 6? Bueno, la manera en que labora un sistema donde las condiciones de desenvolvimiento son impuestas y obligatorias es aún peor: si al lanzar el dado no sale 6, recibirás un castigo por demostrar (involuntariamente) que el orden del sistema no es tan infalible como se predica. Cuando al individuo le es vetada la transgresión —o simplemente la desconoce debido a las limitaciones de su cosmovisión—, la Historia se convierte en la parálisis materializada.
      Lo kafkiano nos recuerda que incluso en la época en la que la noción de libertad absoluta está más cerca de universalizarse a todos los hombres, existe una cantidad indigesta de mecanismos que nosotros mismos creamos para esclavizarnos sistemáticamente. Nos volvemos, gracias a nuestra falta de conciencia sobre los alcances de nuestra voluntad, los impulsores de una tiranía sin facciones humanas.
      Mi enfrascamiento tan marcado en la primacía del pensamiento modernista se sustenta en que sus protagonistas supieron exorcizar con precisión los demonios de un futuro que se esbozaba aberrante. Incluso detallar las pesadillas más lúgubres nos ayuda a que autodiagnostiquemos nuestros padecimientos más peligrosos. Hay que soñar que no hay mañana, para levantarnos seguros de que nos merecemos el hoy.

VI
La central está a menos de seis minutos de este páramo donde el chofer se bajó a comprarle gasolina robada a unos adolescentes borrachos. Por el cuerpo me recorre hastío y no linfa. Ahora sé que los dedos se pueden poner morados por el frío y que los tanates también se entumen. También aprendí que una técnica para evitar asaltos a tu autobús es dejarte rebasar por otro, con tal de que el afectado sea él. No fue un viaje tan infructífero después de todo.
      Al igual que Cavafis, hay que pedir que el viaje sea largo, para que el trayecto nos nutra de conocimiento y fuerza. Hay que pedir que el viaje sea largo para darnos cuenta de que la autodeterminación y el éxito están al alcance de cualquiera que ponga su fe en la menesterosa espera, porque no todo el mundo es rey de Ítaca, pero sí un resiliente en potencia.

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