La dimensión poética de Carlota / Silvia Eugenia Castillero

Querido Fernando:

Por fin te encuentro y puedo —ahora sí— mirarte de frente, conjeturar contigo, reír del siglo que relatamos juntos; desde la palabra, yo desde mi vida .
Ahora debo decirte que tu versión de mis elucubraciones, de mi delirio, de mi locura fue un malabarismo de tu imaginación. Porque mi dimensión humana, grotesca, la transformaste y me volviste una dama casi divina, una dama loca pero brillante, una mujer en la ruina pero digna y sabia. Como Cervantes, dejaste la realidad —tan llana y grosera— por debajo del verdadero sentido del transcurrir de cada minuto que se vuelve horas y luego años hasta extinguirse en una vejez miserable.
     Con mi linaje (Gran Maestre de la Cruz de San Carlos y Virreina de las provincias del Lombardovéneto, prima de la Reina de Inglaterra y nieta de Luis Felipe Rey de Francia. Hermana del Duque de Brabante y del Conde de Flandes) y el de mi marido Fernando Maximiliano José, Archiduque de Austria, Príncipe de Hungría y de Bohemia, Conde de Habsburgo, Príncipe de Lorena y Emperador de México. Con toda la historia de poder que me nutrió desde niña y las lecciones de estrategia y filosofía de mi padre Leopoldo, Príncipe de Sajonia-Coburgo y Rey de Bélgica, pude llegar a México, esa tierra prometida. Y gobernar. Nadie me recordaría sino como una reina loca que huyó de tu país, «Adiós, mamá Carlota, narices de pelota » . Gracias a ti, a tu pluma, a tu manera de enaltecer mi inteligencia y reconocer que logré establecer como obligatoria la educación básica y prohibir los azotes a los indígenas como castigos de trabajo; que fundé escuelas y conservatorios, asilos y hospitales. Nadie sabría que fui una mujer más fuerte que el Emperador Maximiliano, que fui visionaria y que no buscaba el poder sino el bienestar de la gente mexicana. Nadie hubiera creído en mí si no hubiera sido por esa trama tuya donde salgo de la oscuridad y me vuelvo una Dulcinea pero con la cultura de una estratega. A pesar de mi condición femenina, Fernando, a pesar de mis contradicciones y mis debilidades, me volviste una mujer en un contexto histórico y purificaste mi delirio. Lo que había en mí de quimérico, inmoral y falso, lo transformaste en un discurrir sereno y benévolo. Y le diste un alto sentido en la dimensión poética en la que vertiste mi historia.
     Fernando, no sabría cómo agradecerte la manera en que las anécdotas trágicas, jocosas y abrumadoras sobre mis días en tu patria, las transmutaste en una epopeya, y me enalteciste hasta la amplitud mítica . ¿Por qué jugaste así con el tiempo ? ¿Por qué conectaste mi pobre historia triste con la historia del mundo? Ahora que cruzaste la línea temporal, me pregunto si tú también te volverás un intersticio entre lo real y lo inalcanzable. Como yo, Fernando. Como ese personaje que tú creaste a partir de la mediocridad humana.
     Me volviste heroína. Supongo lo paulatino que fue ir desplegando de mi raquitismo mental y de mis días monomaníacos, ir desplegando un delirio purificado y extirpar de esa escoria una plenitud estética. Entonces logras que tus lectores no me tengan lástima sino veneración; que me consideren docta y me tengan respeto. O por qué no decirlo con las palabras de Wordsworth: «la razón anida en el recóndito y majestuoso albergue de la locura » . De mi locura, Fernando. Mi mente así se ha convertido en un mundo ideal en donde se engrandecen los episodios de mi realidad, se engrandecen y, al contacto con el mundo histórico, brillan. ¿Cómo es que lograste, Fernando, borrar a la Carlota convencional para dejar a la Carlota eterna? Desprendiste de mí la envoltura transitoria, esa que se desgarra en mil pedazos al contacto con la realidad, esa cáscara imperfecta, limitada siempre. Esa cáscara de mujer abandonada por el Emperador, engañada por un marido mujeriego, generoso pero con una gran ambición, con quien no pude concebir un hijo y tuve que concebirlo de otro hombre. Esa cáscara de mujer atormentada por tanta desigualdad pero amante de la belleza y el exotismo mexicanos. Esa cáscara cubriendo mis cicatrices de niña huérfana de madre, de mujer incomprendida en medio de la lujuria y el derroche de la clase aristócrata europea.
     Quizá lo único afortunado que tuvo mi transcurso por México, Fernando, haya sido la dicha de vivir en una época crítica, entre un mundo que se derrumbaba y otro que nacía. En aquel año de 1867, ver cómo el Imperio de donde surgimos Maximiliano y yo caía en manos de las repúblicas, la República de Juárez, y cómo las monarquías iban cayendo una a una. Nuestro mundo ideal, nuestro poder absoluto y el de los reyes y reinas de mi estirpe. Murió el Imperio Austrohúngaro, Fernando, se fue desgajando como los montes en un sismo. Y el sismo también recaía en el poder de la Iglesia que se quedó sin sus cuantiosos bienes. Y a ese universo nuestro le fueron surgiendo huecos y mutaciones. Y nos quedamos sin suelo, Fernando, Max y yo no tuvimos ya patria. Ni el Rey de Francia Napoleón III ni el Papa Pío Nono se acordaron de nosotros. Emperadores de una tierra que defendía sus derechos, quedamos a la merced de un indio inteligente, Benito Juárez, que terminó por llevarse lo más preciado de mi vida. Y me dejó en la indigencia, después de que fusilaron a mi único amor, al Emperador Maximiliano de Habsburgo, Fernando, tuve que huir de América a Europa y pasar del Castillo de Miramar al de Bouchout, donde me encerraron a esperar la muerte hasta 1927.
     Oscilar entre la lucidez y la locura fue la manera de ir de lo real a lo ideal: y la manera tuya fue combinar mis alucinaciones con los datos verdaderos. ¿No es así, Fernando? Y de ahí surgieron las bienaventuradas imágenes de tu novela. Tal vez la mayor osadía haya sido dejar ambiguas e indecisas las fronteras entre la razón y la demencia y poner en mi boca, Fernando, la mayor sabiduría. También nutriste a tu palabra de mi derrota y de mi adaptación aparente a ella. Sesenta años duré loca, encerrada en el Castillo de Bouchout, pero me hiciste conocer los adelantos del siglo xx. Festejé a tu lado el invento de la televisión, brindé contigo por el logro del primer avión que cruzó el Atlántico. Y así fuimos deshaciendo las fronteras entre los tiempos y haciéndolas muy sólidas entre Francia y México, entre América y Europa.
     Nos volvimos íntimos amigos, Fernando, de otra manera hubiera sido imposible que me comprendieras, que entraras en mis desatinos y volvieras cuerda mi desazón. En mi tragicomedia, en mi vida de realeza pero humanamente miserable, me formaste de estatura moral y de genio poético. Y me encumbraste en tierras que yo misma consagré. En una geografía poética más allá de los puntos cardinals.

María Carlota de Bélgica, Emperatriz de México y de América
 
Guadalajara, Jalisco, a 14 de noviembre de 2019

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