La luz rosada / Lí­dia Jorge

 

Oh, cosas, todas vanas, todas volubles.
      ¿Cuál es el corazón que en ustedes confía?
      Sá de Miranda

 

Todo comenzó en el campo. Después de los días largos seguían las noches tranquilas. Al final de la tarde la tierra perdía luz, los árboles imponían sombras, en el interior la casa reducía los contornos, cortinas cerradas que adensaban la oscuridad, pero en medio de la oficina la pantalla se iluminaba y las teclas trabajaban por sí mismas apenas las manos se acercaban. La maquinita electrónica a la que estaban ligadas parecía tener vida propia, conocer más allá de mi conocimiento, desear más que yo, saber antes de mí lo que yo misma pretendía escribir. Maratones de respuestas, más grandes que el desafío que las llamaba, se sucedían por la noche afuera, madrugada adentro, hasta el amanecer. No sólo era agradable, era deslumbrante, ni siquiera parecía realidad. Lo que ocurría entre la pantalla y yo se asemejaba a la concreción de un devaneo cercano a un baile en el que los humanos bailaran con las aves, de tal manera la vida escrita volaba. Y la conciencia de que se trataba de un placer sin pecado, tal vez el único, aumentaba a medida que iba percibiendo, por el volumen de las hojas impresas, que estaba construyendo una memoria digna sobre el correr del tiempo y su circunstancia, ya que la vida presente se mezclaba con la futura, y la futura, así descrita, se iluminaba por el espectáculo del pasado. Un cruce de todos los tiempos que me hacía acceder al orden del puro imaginario. Una noche, sin embargo, después de un exceso de excitación de connubio entre mis manos y mi máquina, al hacer un breve intervalo en el horario semiinvoluntario, observé que enfrente, al otro lado de la calle, de una de las ventanas de la planta baja salía una luz rosada.
      Me pareció curioso. Precisamente, yo trabajaba bajo el foco de una luz rosada. Un artificio doméstico, una de aquellas artimañas a precio cero que al principio sólo suprimen una falta, y luego se instalan en casa como artefacto imprescindible. Ante una luz demasiado intensa, yo había colocado sobre el brazo de alambre de donde estaba suspendida la lámpara una pequeña toalla de seda rosada. Y habiéndose establecido una distancia ideal entre lámpara y velador, ya que no era tan cercana como para que hubiera riesgo de incendiar el tejido, ni tan lejana que permitiese que la luz cruda se escapara, de ella salía un aura íntima, opalina, común y al mismo tiempo excéntrica, y yo tenía la idea de que de su vidrio, y no de las teclas, provenía la capacidad de concentración que hace que todos los tiempos humanos se junten, esa especie de proeza del espíritu que los bastos siguen llamando inspiración. Era verdad, sí. Por increíble que pareciera, frente a mi casa, más precisamente, frente a mi espacio de trabajo, allí estaba alguien que también encendía, cerca de una ventana, una luz rosada.
      Crucé la calle, me acerqué. Allí estaba, un hombre que me pareció bajo y achaparrado, con los codos clavados sobre el tablero, allí estaba él. Este hombre se encontraba delante de una pantalla, y frente a él y debajo de una tela transparente, cuya naturaleza la distancia no me permitía distinguir, emanaba una luz rosada. ¿Quién sería? ¿Qué haría en la vida aquel hombre? Seguramente un administrativo que escribía datos numéricos tan exactos como tablas de álgebra, o un agricultor que colocaba en columnas el número de coles que enviaba al mercado. En medio de la noche y en medio de la calle, sentí que mi corazón latía aceleradamente. De pronto tuve el presentimiento de que ese hombre, quienquiera que fuese, tal como yo, escribía un libro. La confirmación llegaría al día siguiente, por el testimonio de la jardinera.
      La jardinera apareció por la mañana y se rodeó de herramientas: pico, azada, tijera de podar, de alisar, cortadora de césped, cortadora de arbustos, además del delantal de plástico, de la gorra de pana y varios pares de guantes. Se llamaba Tina, palabra corta, ciertamente amputada de una palabra más larga, producto de tantos objetos de corte debido al tipo de trabajo que le encomendábamos. Tina quedó sorprendida cuando me vio junto a los arbustos a aquella hora.
      —¡Qué susto! —dijo ella—. Es que siempre hago este trabajo sin que nadie aparezca. Acostumbro trabajar en cualquier momento —dijo, poniéndose un guante pesado—. Y usted y el señor de enfrente pasan la mañana durmiendo. ¡No me sorprende! Pasan la noche escribiendo libros…
      —¿El señor de enfrente también escribe libros?
      —No lo sé. Lo que él me dijo es que estaba escribiendo uno. Pero no sé para qué. Hace días, cuando fui a su casa para hacer cuentas, vi que tiene un cuarto lleno de ellos. Hay trabajos en este mundo que son incomprensibles… —Tina avanzó hacia los arbustos, empuñando sus armas de jardinería.
      Estaba confirmado, pero la idea de que alguien, justo enfrente, escribía un libro, tal como yo, superado el primer impacto, me parecía intolerable. Anormal e intolerable. ¿Cómo era posible que, separadas por escasos metros, dos personas escribieran cada una su libro? La tierra tan vasta, las calles tan largas, y pronto se daba aquella coincidencia, algo que tocaba en el fondo más profundo la ambición de quien escribe libros, la persecución de la singularidad. Ser único, al menos en términos de un considerable radio geográfico, es por cierto uno de los ingredientes de la pretensión de originalidad que siempre mueve a quien escribe. Extraño. Dos vecinos, una jardinera, dos libros. Y así, ese descubrimiento desencadenaría en mi persona, durante algunos días, un doble efecto. Por un lado, mis dedos unidos a la máquina electrónica avanzaron con destreza competitiva para alcanzar una meta imaginaria, la meta que yo creía que otro intentaba y, por otro lado, la idea de que alguien también estaría escribiendo con la misma velocidad me paralizaba. Y todo eso me hacía sospechar que el mundo tenía otro secreto escondido. Claro que no habría ningún enigma, pero era necesario enfrentar lo que fuera, como si hubiese algo y fuese superable. Cuando oscureció y las sombras se apoderaron de las viviendas y de los árboles, salí a la calle. Con cautela. Era lo que yo sospechaba. Allí estaba, después de una curva, otra ventana, y detrás de ella, con la espalda muy erguida, se encontraba una joven frente a un ordenador, y sobre la mesa, iluminándola a cierta distancia, una luz rosada.
      Era más fuerte que yo. Salté la cerca, me acerqué a la ventana, golpeé despacio. La niña levantó los ojos a la ventana, pero no me vio, o si me vio, estaba absorta, la mente completamente involucrada en sociedad con su teclado. Si hubiese sido un oso polar o un dragón, habría tenido el mismo efecto. Se mantenía inmersa en cuerpo y alma en su tarea, y cuando levantaba los ojos y los pasaba por la ventana, su mirada tenía un brillo febril y desvariado, justo como alguien que hace el amor con el mundo. Llegué a golpear con los nudillos. No me veía. Podría ser yo granizo, o trueno con relámpago, y ella no me vería. De tal modo se encontraba concentrada que pude ver de qué libros se rodeaba: la Ilíada y la Odisea se encontraban en la primera estantería. La Divina comedia en la segunda, La guerra y la paz al lado. Eran títulos que, desde donde me encontraba, podía distinguir porque estaban encuadernados y las letras, de formato antiguo, habían sido grabadas en oro. Herencia de familia, claro. Una pena que no descubriera qué libros se apilaban sobre su mesa de trabajo. Tal vez Las iluminaciones, tal vez El cuervo, tal vez La mano al escribir este poema, pero ahora era yo quien inventaba, imaginaba que los libros que aquella niña leía eran los libros que yo misma acumulaba al lado de la computadora. Salté la cerca, gané la calle. Volví hacia atrás. Temí que, si seguía afuera, encontraría nuevas ventanas con luces rosadas. Esa misma noche decidí: regresaría a casa, subiría los seis pisos, me encerraría en mi única y verdadera oficina, allí, entre los harapos de ambición que me perseguían desde hacía mucho, como si ya no existiera nadie ni hubiera luces rosadas.
      Yo misma encontré una lámpara de luz fría, entre azul y lila, que coincidía a la perfección con el hielo que me habitaba el corazón, y de nuevo el connubio entre mis manos se produciría. Pero algo se había roto. Era como si se recalentara una comida congelada. El sentimiento de alcanzar algo como la creencia o la fe o la rabia, aunque se sepa que uno no las alcanza —y en ese entretenimiento se vive intensamente—, como que alguna de ésas ya no estuviera presente entre mis manos y la máquina. Y eso sucedía porque yo sabía que por la ciudad brillaban muchas luces rosadas. Salía de noche, y las veía, aunque de forma menos nítida que en el campo, ese espacio primitivo que permite que las singularidades de las cosas se muestren en su desnudez brutal. El nacimiento, el amor furioso, la muerte, la invención de la vida por el arte, quedan expuestos en los lugares campestres como las bacterias en la lámina del microscopio. Con todo, escondidas en la opacidad de la ciudad, yo veía las luces. Apiñadas en medio del denso caserío, yo las detectaba. Salía por las avenidas, e incluso en el esplendor de la iluminación pública, las fachadas nítidas de noche como si fuera de día, allí estaban una y otra ventana iluminadas por la luz rosada. ¿Tejido, vidrio, acrílicos, fibras sintéticas de ese color? No importaba. El efecto era el mismo, la finalidad debía de ser la misma. Fue entonces cuando tomé una decisión.
      Me daría el trabajo de tomar nota de todas las ventanas de mi barrio que veía iluminadas, de encontrar las direcciones, de llamar, caso por caso, lo que implicaría conversaciones interminables con porteros, baristas, vecinos desconfiados, agentes de autoridad arrogantes, y enviaría a cada uno de los inquilinos de esas luces rosadas un texto clean: «Hola, buenas noches, calculo que está escribiendo un libro. ¡Qué placer! Sé de veinte personas que están escribiendo un libro. Yo también. ¿Qué tal si nos conociéramos? ¿Si intercambiáramos nuestros libros? ¿Si nos encontrásemos? Ofrezco mi casa. Es bueno que seamos contemporáneos…». Añadí un punto de exclamación un tanto emocional, y feché y firmé pensando que no iba a recibir respuestas. Me equivocaba. Después de tres días comenzaron a llegar, por vía electrónica, decenas de originales, lo que daba buena idea de lo que sucedía en el mundo, ya que el espacio que había delimitado correspondía a un estricto pentágono dibujado entre tres avenidas y seis calles de Lisboa. Era increíble. Increíble la cantidad. Pero también lo era el estado de los libros que me llegaban, algunos de ellos en pesadas carpetas que mi computadora tardaba en digerir, como si fuera un buey cansado.
      Había de todo. Desde libros completos dignos de enviar a la larga lista de espera de los editores, hasta libros incompletos, libros que no pasaban de un capítulo, y los que no pasaban de simples esquemas. Algunos de ellos, incluso los que no pasaban de esbozos, traían tapa, contratapa, recomendación y copyright. Algunos de ellos venían ya acompañados de un texto crítico firmado. Me tomó medio año leer y ordenar el legado, y llegué a una conclusión. Todos habían sido escritos bajo una luz del mismo color, pero aún no estábamos escribiendo el mismo libro, o ya no estaríamos escribiendo el mismo libro. Porque aun cuando tuviera la certeza de que ese libro existía, y todos los libros que me llegaban fueran una declinación de él, yo, sin embargo, no habría sabido decir si estas versiones eran proyectos de un libro único que aún no existía, y al cual todos se acercaban, si eran recuerdos de un libro que ya existía y del que todos los demás gradualmente se alejaban. Pensando en ese asunto, tardé otro medio año. Esto es, pasado un año nos encontramos en mi casa.
      Era emocionante hacer entrar uno a uno los habitantes de la luz rosada. Colgar sus anoraks, colocar sus paraguas en el perchero, ofrecerles café. Entraban habladores, pero yo veía sus rostros acostumbrados al silencio y al éxtasis. Aparte de eso, la variedad de los autores correspondía a la variedad de libros. Había jóvenes exuberantemente locuaces, y había ancianos cansados ​​de la vista. Había autores de mediana edad que habían escrito su libro en un tiempo tan corto que la demora de un año de espera les había resultado un suplicio. Otros, filosóficos, no tenían dificultad con el paso del tiempo. O decían que no la tenían, en un esfuerzo nítido de sobriedad y comedimiento. Mujeres y hombres, en número equilibrado. Yo había reservado una tarde para el encuentro que presumía que era largo, pero no tanto como iba a ser. Los habitantes de las luces rosadas se distribuían en las sillas disponibles, en los sofás, y también se sentaron en el suelo, de pronto silenciosos, como si fueran a asistir a una ceremonia capital, y por turnos íbamos hablando de los libros, caso por caso. Un poco largo, convengamos.
      Pero lo que interesa subrayar es que, en un momento dado, comprendí que cada uno sólo se interesaba en hablar y oír hablar de su propio libro. Había los impacientes que miraban al reloj, y los maleducados que se reían a hurtadillas de mi diligencia. Había los violentos, que se miraban permanentemente la muñeca, y los bien dispuestos, que aguardaban a su vez con paciencia. A excepción de aquel que intervenía, todos los demás recibían y enviaban mensajes con furia electrónica como nunca había visto desde la invención de los teléfonos. Lamentable, pues en el contrato de intercambios entre los usuarios de la luz rosada constaba el compromiso de que todos leerían los libros de todos, y lo que se verificaba era que nadie conocía los libros de nadie. Ni los títulos habían retenido, ni los nombres de los autores que allí estaban al frente, y eran sus compañeros. Cada uno de esos usuarios de la luz rosada, que por cierto había pasado horas en exaltado entendimiento con su ordenador, cada uno, y todos, sólo deseaba intercambiar impresiones sobre lo que él mismo había escrito. Yo todavía pregunté por qué, al final, siendo escritores, no les gustaba leer los libros de los otros escritores. Uno de los más jóvenes fue directo. Bastante incisivo, comentó: «Aquí hay un error, lamento decírselo. Nosotros no somos lectores, nosotros escribimos para leer los libros que desearíamos leer y aún nadie ha escrito», dijo. Y dijo más: «Y a mí nadie me hará leer lo que no he escrito». Una joven, que había presentado dos capítulos para una epopeya moderna que consistía en evocar las voces de los caballos alados de la antigua Hélade con los sonidos del pequeño tambor novecentista de Günter Grass, recordó que era conveniente haber leído diez libros clásicos. Pero era ya el fin de tarde, la pila aún estaba voluminosa, cada uno de los autores paseaba los ojos por el techo de la sala, a excepción de ese autor que, por el momento, hablaba de su obra. Era una estafa mantener esos diálogos cerrados. Entonces invoqué la hora tardía y dije que continuaríamos en otra ocasión, y todos concordaron, sabiendo que eso no sucedería. La habitación estaba cómoda, aún había copas servidas. Sin el peso de la lectura de los libros de los demás, todos se relajaron, y todos salieron discretamente. Todos se fueron sólo con su copia bajo el brazo. Varias decenas de copias quedaban en mi casa. Y así fue, en una mañana de otoño ya fría, que decidí regresar al campo.
      Regresaba a casa como el soldado que regresó de la guerra. Vio demasiado, conoció el estruendo, la herida, la muerte, únicamente no conoció el azar de morir. Ya vio todo lo que había que ver y sabe que la supervivencia inventará una ciencia y le dejará marchar. Así era yo. Sí, regresé a la calle donde viera las primeras luces rosadas, con la idea de que en el pasado, o en el futuro, habría en algún lugar un único libro, al que todos nos aproximábamos sin fin, y por eso no tenía que ofenderme ni desgastarme. El hecho de que no nos leamos hasta era bueno, era sano, porque así la diversidad todavía se mantenía. Si ya todos estuviéramos escribiendo el libro único, entonces también todos habríamos leído el libro único y en ese caso ya no formaríamos parte de esta humanidad sino de otra, la que escribiría y leería un solo libro. No leernos tal vez fuera salvador. Eran razonamientos de entretenimiento para encontrarle un sentido a la soledad que alimentaría bajo mi luz rosada. Mi éxtasis sin ascesis ni dioses. Como todos los demás, sólo yo, las palabras y la pantalla. Así que llegué a la casa de campo a mitad de la mañana, y cuando pensaba que ya no iba a suceder, sino que únicamente regresaría al connubio con la maquinita de teclas, fue entonces que la jardinera apareció. Llegaba prácticamente sin armas; sólo un par de guantes le colgaba del bolsillo de los pantalones. Tina se acercó, risueña, para decir que el hombre de enfrente quería conocerme. Más que eso, él había dicho que quería leer mi libro, ese que él sabía que yo había estado escribiendo, un año antes, mientras él escribía el suyo.
      —¿Y qué más dijo? —le pregunté.
      —Dijo que sean otros los que apaguen la luz. No él.
      Antes de que Tina se sacudiera las diminutas ramas que la cubrían, se limpiara los zapatos fangosos y montara en su camioneta, yo le pedí:
      —No se vaya aún; por favor, cruce la calle y diga que sí, Tina, dígale que sí.

Traducción del portugués de Renato Sandoval Bacigalupo

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