El edificio / Bruno Vieira Amaral

Rebeca y Mário fueron a vivir a ese segundo piso en Moita después de un invierno muy lluvioso. La lluvia retrasó las obras de reparación del tejado. Cuando ocuparon el apartamento de dos cuartos, los obreros de la empresa de construcción aún estaban haciendo los preparativos para reparar la gotera. Por lo que llegaron a percibir, éste era prácticamente el único problema serio en el edificio. La infiltración había ocasionado una mancha de humedad en expansión en el techo del tercero izquierdo —el último piso—, habitado por una pareja cuarentona que, tal vez a causa de todas las molestias, les pareció a los nuevos moradores la más antipática. De su casa no provenía el ruido de las vidas normales, sólo el sonido constante de música clásica, por lo general piano, que se oía como una cubierta sonora para sofocar la vida, evitando que los otros pudieran deducir, por las narraciones que los sonidos componen, lo que pasaba en el interior. Hablaban poco. A diferencia de los vecinos, no iban al café que funcionaba en la planta baja. Idalina, de la casa frente a la de ellos, era lo opuesto. Si se puede admitir la existencia de tal cosa, ella era el alma del edificio. Conversadora y siempre revoloteando, tenía mechones, usaba escotes que les chocaban a las otras mujeres, menos por la falta de decoro que por la exhibición impúdica de felicidad. Era auxiliar en la escuela secundaria. La misma donde el vecino daba clases. El marido de Idalina era agente de la psp. Pesado, pasaba por bonachón debido a la lentitud graciosa de un paquidermo. Hacían una pareja perfecta en ese desencuentro y en las contradicciones. Ella le daba besitos en público, le prodigaba caricias. Era viva. Él respondía con gestos vagarosos, agradecimientos avergonzados. La memoria humana de un gran mamífero ya extinguido.

      Fue en el segundo verano de Rebeca y Mário en el edificio que aparecieron las cucarachas. Rebeca encontró la primera flotando en el cubo de la cocina. Una noche, después de que regresaran del cine, Mário vio otra atravesando el corredor en dirección a la sala. Al principio, no dijeron nada a los vecinos. Tenían miedo de que fuera un problema de la casa. Tal vez los otros pensarían mal de ellos, supondrían faltas de higiene. Sólo cuando empezaron a aparecer cucarachas muertas —arrugadas, encogidas— en las escaleras del edificio fue que los vecinos hablaron. Se concluyó que todos tenían el mismo problema y, por vergüenza, no habían dicho nada. En ese momento, la invasión llegó al máximo y no era raro encontrar dos y tres cucarachas en el cuarto de baño, en los pasillos, en las habitaciones y en los armarios de la cocina. Contrataron a una empresa de fumigación. Los empleados eran discretos. Se demoraban en las observaciones y desaceleraban los gestos para parecer más eficientes. Fumigaron las escaleras y los conductos de aire, el sótano y los garajes. Durante una semana no se vieron cucarachas, excepto las pocas que venían a morir a la luz. Sólo doña Tomasa, la moradora más antigua, dijo que iban a regresar. Se acordó bien de cómo había sido años atrás. Cientos de cucarachas festivas, terquísimas y, a fin de cuentas, maníacas, ciegamente dedicadas a la propagación, a la ocupación geométrica de cada metro cuadrado. Tenía la certeza de que acabarían por volver. Y así fue. Las cucarachas regresaron más fuertes y resistentes que nunca. Estaban ahora por todas partes. Por la mañana había decenas de ellas en las escaleras, en la entrada del edificio, en los contenedores de basura abrazados a los postes de iluminación, de donde salían por las bocas verdes como trabajadores del fondo de una mina. Después de otra fumigación fracasada, los inquilinos decidieron contactar a los servicios de la Cámara. Ya no era únicamente una cuestión de salubridad, era política. La salud pública estaba en cuestión, sí, pero también los votos y las plazas en el municipio. Al final, se supo que el problema afectaba a todos los edificios de la vecindad, construidos sobre un antiguo campo de maíz cuyas semillas venidas de América habían llegado allí después de atravesar el Atlántico en grandes cargueros oxidados. En un autostop marítimo, entre las semillas de maíz, clandestinos, habían venido los antepasados ​​de estas cucarachas. Si pudieran testificar los éxitos de sus descendientes, sin duda se enorgullecerían al comprobar cómo en pocas generaciones un grupo inicial de cucarachas tontas de bodega alcanzó el prestigioso estatuto colectivo de plaga, para desesperación de las pacíficas gentes humanas con quienes compartían el territorio. Se podía proceder a una fumigación a gran escala, pero el sensato consejo del concejal fue esperar que el tiempo caliente pasara y rezar para que al año siguiente lloviera más. Se hizo la gran fumigación, las cucarachas retrocedieron, hubo un nuevo y pequeño brote a finales de septiembre y, a mediados de octubre, no se vieron más. Ni en los años siguientes.
      El marido de la señora del primero izquierdo había muerto hacía mucho. De los actuales habitantes del edificio, ninguno lo había conocido, aunque se hablara del señor Figueiredo con la reverencia con que se habla de un antepasado noble o de un fundador de la nación. Debilitada por una enfermedad renal, doña Tomasa se rehusaba a ir a un hospicio o a la casa de su único hijo, que vivía en Torres Vedras y que, con la puntualidad que aspira a sustituir la falta de afecto, visitaba a su madre cada quince días. A partir de cierto momento, después de casi haber prendido fuego a la casa, la señora empezó a recibir la visita de la camioneta de apoyo domiciliario de la parroquia. Le dejaron la marmita con el almuerzo, le hacían la higiene personal, le limpiaban la casa. A doña Tomasa le gustaban las chicas, la animación que traían a la casa en aquellos momentos fugaces, las bromas, lo que le contaban sobre sus vidas. Era un intervalo de alegría. Con el paso del tiempo y el agravamiento de las enfermedades, la señora empezó a gritar por la noche, gritos horrendos de sufrimiento. La primera vez que la oyó, Idalina, que tenía una copia de la llave para cualquier emergencia, se levantó y se fue corriendo para socorrer a la vieja. En otras ocasiones, era sólo un llanto persistente, una queja prolongada como un dolor agudo que con el tiempo se había vuelto crónico. Un día, en el tercer año de Rebeca y Mário en el edificio, las auxiliares tocaron al timbre, esperaron durante mucho tiempo, pero ya nadie abrió la puerta.
      Fue pocos meses después de la muerte de doña Tomasa que la pareja del apartamento de enfrente se mudó. Anunciaron la compra de una portentosa vivienda —detallaban el número de cuartos y los metros cuadrados, los azulejos de lujo, la cocina gigantesca y moderna, los electrodomésticos empotrados, el pequeño jardín y la parrilla en la parte trasera, donde hasta podrían instalar una de esas grandes piscinas de plástico— «casi llegando a Palmela», y la incertidumbre del lugar era una manera discreta de marcar distancias, de separarse definitivamente de esas personas, de ese edificio y de esas vidas de apartamento en que por la noche se oía el poderoso torrente de orina del vecino, las chancletas arrastradas en la madrugada, las discusiones que estallaban en un segundo y duraban mucho más allá del silencio, y que subsistían en las miradas, como el rastro de polvo brillante de cometas intensos, y en la forma nada solidaria en que las parejas subían las escaleras en los días siguientes. Arrendaron la casa y en poco tiempo, con la sucesión de inquilinos, el equilibrio del edificio colapsó: primero estuvo ahí la profesora de educación física con su gran labrador, cuyo ladrido se propagaba en el edificio como si el perro estuviera preso en las paredes o como si el mismo edificio estuviera ladrando; más tarde llegó una pareja con sus tres hijos adolescentes; durante unos meses, tan breves que no toda la gente se acordaba de ellas, dos muchachas brasileñas vivieron ahí con gran discreción. Cada inquilino llegaba con hábitos —hasta por la ausencia, por la invisibilidad— a los que los otros tenían que adaptarse. Frente a esos cambios constantes, la pareja del tercero izquierdo vivía cada vez más apartada y, resuelto el problema del tejado, solamente la música clásica que se oía a través de la puerta señalaba la permanencia de ellos en el edificio. Por lo demás, era como si estuvieran muertos.
      Idalina desapareció durante meses. Nadie comentó el asunto porque se percibió enseguida que aquello era cosa de la pareja. Una noche, Idalina salió de un coche y se encontró con su marido a la puerta del café. Le puso una caja en las manos. Se despidió con un beso en la cara. El marido no se volvió enseguida. Se quedó parado unos instantes, con la caja en las manos, como si lo que acababa de suceder desafiara la lógica, como si estuviera más allá de su mente; acantonado en una bondad intrínseca, podía concebir que aquella inmovilidad pasmada, aquella incomprensión muda, era la única venia posible al milagro que allí se producía. Idalina ya no pudo ver al marido transformado en una estatua de sal. Ocupó el lugar del pasajero del coche que la esperaba. Sin encender inmediatamente las luces, el coche arrancó y, pasados ​​unos segundos, desapareció en medio de las calles sombrías.
      Rebeca supo que estaba embarazada el día en que nació el hijo de los vecinos. Mário telefoneó enseguida a los padres, contra la voluntad de la mujer, que quería esperar hasta las doce semanas para dar la novedad. Quebrado el sello del secreto, decidieron contárselo a los demás familiares, a los amigos y hasta, más por diplomacia que por entusiasmo, a los compañeros de trabajo. Les llovieron felicitaciones, regalos. Los padres de Mário quisieron abrir una cuenta para el nieto —el abuelo estaba seguro de que sería un niño—, y la madre de Rebeca compró inmediatamente la ropa que el niño usaría el día en que saliera de la maternidad. Comenzaron a ver sitios de decoración de habitaciones de bebé y ya tenían una idea de cómo quedaría la recámara que, hasta entonces, servía de oficina. Cada vez que se encontraban con los vecinos y veían al bebé sentían admiración, envidia sana e impaciencia. Faltaban poco más de seis meses. Un día, después de haber hecho la ecografía de los tres meses, Rebeca estaba en el trabajo cuando sintió un hincón en el estómago. Fue al baño, vio que tenía una ligera pérdida de sangre. Llamó a Mário con un pánico controlado. El marido le aconsejó que llamara al obstetra. No estaba en el consultorio. El celular está apagado. Rebeca se tranquilizó pensando que no sería nada. Había oído decir que esas pérdidas eran normales. Esa noche, ya acostada, sintió un dolor agudo, muy fuerte, un cólico prolongado. La sangre se extendió por la sábana.
      Los tiempos siguientes fueron muy duros. Rebeca estuvo un mes muy decaída. Sola en casa, lloraba al entrar en la habitación del bebé y ver las bolsas donde había puesto la ropa que le habían dado, al ver en la barra de favoritos el sitio de decoración. Oía el llanto del bebé de al lado, se tapaba los oídos con las almohadas y lloraba más. Secretamente, locamente, deseaba que aquel niño muriera. No, tampoco tanto, deseaba que los vecinos se mudaran de casa, que se fueran lejos, hacia donde aquella felicidad solar no la alcanzara. Mário también sufría. Hablaban poco entre sí. Se consolaban con el silencio, se besaban sin decir nada, se amaban sin palabras, se dormían con una esperanza triste. Cuatro meses después, Rebeca descubrió que estaba embarazada. Hicieron la prueba en casa. Cuando vieron el resultado, se sonrieron mutuamente. Se besaron con serena alegría. Ocho meses después nacía Laura, una linda niña. Al día siguiente, los padres de Mário abrieron una cuenta a nombre de la nieta que, a la salida de la maternidad, vestía la ropa que la abuela materna le había comprado.
      Una noche, el edificio y la vecindad se sobresaltaron por la sirena de una ambulancia. El profesor del tercero izquierdo había sufrido un accidente cerebrovascular. Estuvo cerca de un mes en el hospital. Cuando regresó a casa, amparado por la mujer, había en su mirada algo diferente, una vulnerabilidad, una fragilidad que ahora era de los dos. Hablaron con los vecinos largamente, como nunca habían hecho hasta entonces, salvo cuando se quejaban de la situación del tejado que aún no se arreglaba. Agradecieron las ofertas de ayuda, el cuidado. Se volvieron más humanos o, al menos, así se comportaban. Pocos minutos después de haber entrado en casa, cerrada con llave por dentro, se oyó nuevamente el sonido de música clásica. Piezas de piano. Muy tristes.
      Nada hacía prever la separación de la pareja que vivía frente a Rebeca y Mário, los que tenían el hijo que era un año mayor que Laura. Entonces debía de tener tres años y ellos exhibían el mismo aire de simple felicidad de siempre. Nunca se les había escuchado una discusión, y si a los gestos les faltaba la complicidad amorosa, se les notaba una ayuda mutua sincera. Se veía cuando cargaban las bolsas de compras del coche: ella con el pequeño al cuello, y el marido, poniendo las bolsas en el suelo, sacaba las llaves de su cartera. Había todo el tiempo una felicidad abarcadora que dominaba la rutina, tantas veces la grieta por donde se insinúan el aburrimiento, las recriminaciones y, en fin, el odio. Él le ponía el azúcar en el café, lo movía, ella respondía con una sonrisa de agradecimiento. Cuando tenían visitas en casa nadie sospechaba de malestar alguno, no había indicios de fatiga, de ruptura inminente, no se oían aquellas palabras más bruscas e impensadas que se desencadenan con un vaso de más, el instante de aire contrariado cuando se tiene que ir a buscar a la cocina una cosa que el otro debía haber traído, la mirada de recriminación —intensa aunque no ostensiva— por algo que él se olvidó de comprar, la censura por un comentario menos reservado sobre alguien que no estaba presente: de la vida de aquella pareja estaban ausentes todas esas cosas que sugieren una dificultad. No se notaba el esfuerzo de puesta en escena concertada en que algunas parejas al borde de la ruptura se especializan cuando reciben invitados. Hasta que, inesperadamente, él salió de casa para, se decía, ir a vivir con una mujer de quien era amante desde el primer año de matrimonio. Todo había pasado con discreción y en secreto, encuentros programados con antelación, hasta que Esmeraldo cometió la imprudencia de pagar una noche en una posada en Estremoz —cuando debía estar en Coimbra— con la tarjeta de crédito. Consumada la separación, empezó a visitar al hijo cada quince días. Primero llevaba un aire de culpa, después, progresivamente, a medida que el remordimiento iba disminuyendo, iba más confiado, más seguro, un hombre sin duda más interesante. Al principio, la exmujer se resistió al impacto. Se veía que estaba un poco aturdida, la mirada era vaga, perdida en los pensamientos; parecía alegremente nerviosa, como alguien recuperándose de un susto. Por lo demás, era la misma persona. Únicamente unos meses después, tal vez cuando percibió que no había un solo momento en que su felicidad se hubiera asentado en verdades, que todo lo que había vivido con aquel hombre estaba irremediablemente manchado por la mentira y el engaño, fue que se vino abajo, en un abatimiento general del ánimo y de la voluntad. El cuerpo se convirtió en una carcasa enferma, grisácea, y el rostro terminó absorbiendo la negrura que le nacía en el pecho.
      Cuando Laura tenía cuatro años, Idalina volvió a casa. Regresó diferente. Era buenos días y buenas tardes. Poco más. No volvió a ser el alma del edificio. Una vez, conversando con ella sobre la pequeña Laura, Rebeca tuvo la impresión de que Idalina quería decir algo sobre lo que le había sucedido. Era la antigua Idalina asomando, diciendo que aún estaba viva, pero se contuvo. Subió las escaleras después de un breve suspiro, lleno de las cosas que había decidido olvidar.
      Mário fue promovido a supervisor de área en el año en que la hija iba a entrar a la escuela. Hacía mucho tiempo que esperaba el ascenso. Estaba convencido de que la última vez sólo la influencia de un gerente de otro puesto le había impedido subir y, en consecuencia, tener otro hijo, como era deseo de ambos. Un hijo más significaba otra casa, con más espacio y otras condiciones. Ganando lo mismo, estaba fuera de cuestión. Mário había heredado del padre esta naturaleza conservadora, cautelosa. El padre siempre le decía que era mejor un empleo en el Estado, pero, al no haberlo conseguido, Mário trabajaba el doble para garantizar la seguridad económica de la familia, atormentado por la historia de un abuelo que había dilapidado una pequeña fortuna y que ya nunca se había recuperado. Cuando confirmaron la promoción, Rebeca y Mário empezaron a buscar casa. Oyeron hablar de una urbanización en Alcochete. Tenían prisa para tratarlo todo a fin de que Laura entrara a la escuela ya en la nueva casa. Cuando visitaron la casa, quedaron encantados. Era eso. A pesar de toda la excitación, de la adrenalina de la novedad, los últimos días en Moita fueron complicados. Habían comenzado la vida juntos allí. Laura había nacido en aquella casa, allí había dado los primeros pasos, en el banco de la cocina aún se veía una marca de café de una taza puesta aprisa para amarse, los viejos armarios que los dos habían barnizado, el asa de la bañera que Mário había montado y se había quedado para siempre torcida, las tardes largas y tristes en que, sentada en el sofá y recibiendo el sol que atravesaba la ventana de la sala, Rebeca lloraba al niño que había perdido, el lugar de cada cosa, la disposición de los muebles, el toallero, el olor de la habitación, el mueble reluciente del baño que desentonaba entre la loza antigua. Sufrió con aquella despedida, se regocijaron por todo lo que quedaba atrás, se besaron, y cuando cerraron la puerta por última vez y giraron la llave supieron que estaban cerrando la primera parte de sus vidas en común, con la herida certeza de que lo mucho que tenían para vivir nunca sería tan dulce como aquellos años iniciales.

Traducción del portugués de Renato Sandoval Bacigalupo

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