A medida que fuimos recuperando a la madre / Valério Romão

En los primeros tiempos, después de la muerte de la madre, en casa no se podía reír, correr, ver la televisión o incluso comer. Estábamos obligados, por la omnipresente tristeza del padre que no salía de la habitación, de la cama, empapando almohadas hasta dormir sobre un lago de lágrimas, sufriendo en son de penitencia, de cilicio alrededor de la cadera, hasta quedarnos todos y en simultáneo muy delgados y mal encarados y ser incapaces de hacer las cosas de la escuela, porque el cerebro, afligido de combustible, ya daba cuenta de los procesos básicos por los cuales las personas mantienen la vida, lo que no es, del todo, el caso de la educación.

      Cuando mi hermano de trece años se desmayó en el patio, alguien, en el consejo directivo, dedujo acertadamente que era hora de intervenir en un duelo que, de prolongado, amenazaba con proliferar, produciendo otras víctimas. Los profesores de física y de religión y moral vinieron aquí a mi casa, y la primera reacción de mi padre, levantándose con mucho esfuerzo de la cama, fue despedirlos con la punta de los dedos, no quiero ver a nadie, susurraba detrás de una almohada que lo protegía de la luz parda del candelero que los recibió a la puerta, desganado y sucio, los párpados tumbados en un desánimo de halterofilistas que nunca llegan a pasar de la mitad del envión, los pantalones de pijama sujetos por las tenazas de los dedos, intentando continuamente salirle del cuerpo, de enclenque que estaba, y la voz, mi padre tenía una voz que me hacía estremecer de alegría por dentro, así como lo hacía el olor a cerveza en su aliento cuando me daba un besito rudimentario de buenas noches o el olor a cigarro en las puntas de sus dedos cuando éstos me alisaban la mejilla plegada por una sonrisa rastreando sin energía la subida olímpica por la tráquea, cuya función, en los últimos días, era sólo ocuparse de ver distribuida la saliva que acompañaba con bajo registro la producción continua de lágrimas: ¿puedo ayudarlos?
      Y ellos explicaban la preocupación que se extendía por la escuela y de la que eran portavoces igualmente aprehensivos, porque cuatro niños sin adecuados cuidados de un adulto fácilmente acababan por pasar necesidades, y ni los cielos, ni yo ni el profesor Vítor queríamos exponer esto así de repente, pues es hasta posible considerar que el inframundo del crimen, de las drogas y de la violencia gratuita, con sus recompensas ilusorias de riqueza y felicidad, les pudiera proveer lo que la familia, en casa, no podía ni detectar como necesidad, y lo que la escuela, en la escasa competencia de su jurisdicción, no puede remediar sino mediante la caridad, entiende, señor Silva, la doble raíz del problema, continuaba el físico, deshaciendo el resto del discurso en el registro propio de quien come y eructa algoritmos, transformando el mundo de todos los días en una alegoría de rally-paper para ser cumplido con puntualidad kantiana.
      Mi padre, dejando de oírles o de darles importancia y con mirada telescópica registrando que la casa se transformaba, en su ausencia, en un tugurio ocupado por adolescentes prepúberes y niños acabados de salir del cuello y de los pañales, se daba cuenta, en una epifanía doméstica por la que agradecía a Dios el hecho de estar todos vivos y se culpaba de haber llegado a ese punto de degradación, de que no podía seguir acostado a la espera de que el carro de la muerte pasara de nuevo o de que diese media vuelta y de allá trajese a la madre, lívida a su llegada hasta que la cubría de besos y de calor, como quiso hacerlo incesantemente hasta que se la quitaran de los brazos para que a la postre la tierra la recibiera.
      Voy a intentarlo todo, interrumpió mi padre, voy a intentarlo todo, gracias por haber venido aquí, y a medida que articulaba sílaba tras sílaba, con una tonada de quien se recupera de un acv, iba cerrándoles la puerta a los dos profesores que, por otro lado, decían las últimas gracias y cuídese, con lo que se despedían de una tarea ciertamente desagradable para ambos.
      A toda prisa mi padre se devolvió a la cama y a la tristeza, abandonando la resolución energética proveniente de la contemplación de nuestro estado. Se metió bajo las mantas y allí acampó otra noche y otro día enteros, hasta que nosotros, de vuelta a la escuela, decidimos en verdad, yo y mi hermano, que teníamos doce y trece respectivamente, ya que los de cuatro y tres no cuentan para aquel singular sufragio, que aquello tenía que tener un límite, y ese límite no podía ser la progresiva y aparentemente inevitable extinción de toda la familia, y nos sentamos a urdir un plan para sacarlo de la cama y meterle, buche abajo, por lo menos un pedazo de pan tostado en la tostadora, que sólo yo tenía permiso para manejar. Tomamos la mesa redonda de la sala, la forramos con un mantel en muy buen estado, normalmente reservado para los años nuevos y los bautismos, oscuro, en una clara subordinación al clima que se había instalado en casa y, como toque personalizado, pusimos un lugar más para la madre, y junto a su plato, donde también habría de caer una tostada que nadie tendría el derecho de comer en un momento de distracción colectiva, por respeto a la memoria y por vinculación convincente con la realidad recién construida, la fotografía de ella en el matrimonio, sacada hacía unos buenos quince años, donde ella exhibía una sonrisa que, aunque detenida y fija en el tiempo, nos convocaba siempre a mimetizarla, en una empatía magnética de la que a veces ya no nos dábamos cuenta.
      Dijimos a los más pequeños que sacáramos al padre de la cama, independientemente de cómo él reaccionara. Era imperativo que él se levantase y comiese, no sólo para no encontrarlo, día más día menos, inerte como aquellos perros que cruzan la calle corriendo en dirección a los faros del coche y se tumban finalmente en una zanja, de donde ya sólo salen deshechos con la venida de las primeras lluvias, sino también para que la vida, peligrosamente en suspenso por encima de nosotros en un asomo de lluvia ácida, prosiguiera, a pesar de que la muerte le había arrebatado un poco, tal vez el bocado mayor, tal vez el bocado más importante.
      Cuando el padre llegó a la mesa de la mano de los hermanos, empujándolo como si de la Navidad se tratase y él estuviera obligado a distribuir los regalos, empezó a deshacer el arqueamiento a que el hambre y la tristeza le sujetaban la espalda y, tomando la foto de la madre, muy reverente, la llevó al pecho y lloró, lloró, lloró, y poco a poco nos fuimos abrazando, también llorando, y al final éramos cinco cuerpos entrelazados en la respuesta monofásica al estímulo de la muerte en retrospectiva.
      En los días siguientes repetimos los lugares en la mesa y el realce a la madre mediante la colocación en un lugar visible para todos del marco donde ella dormía, angelical. El padre ya salía de la cama más veces y por más tiempo y se involucraba, incluso, en la preparación de la cena, la única comida, aparte del desayuno de huida, en que estábamos todos los unos con los otros. De a poco fuimos logrando que el padre recuperara algunos hábitos saludables —como comer o vestirse o lavarse, todo todavía muy irregularmente hecho— por los cuales evaluábamos su grado de anclaje a la vida y a su carrusel incesante, y si había menos días en los que sólo con mucho esfuerzo conseguíamos sacarlo de la cama, después de muchas lamentaciones y el chantaje de naturaleza espiritista según el cual la madre iba a enfadarse si el padre no comía, había otros que corrían bien, días que eran como brisas de primavera en las que el sol, aún escondido, ya se anunciaba.
      Un día, a la mesa, a la hora de cenar, el hermano mayor soltó de pronto unos chistes que había oído en la escuela porque aquella solemnidad impuesta actuaba en nosotros como un resorte dentro de una caja cerrada, exigiéndonos atención incesante y capacidad para no sonreír de absolutamente nada, y el padre, cabizbajo y poco cooperante con la función de comer, se fue levantando, despacio, dejando la mesa a los comensales, incapaces, una vez en la vida, de la obediencia a la tarea de inclinarse siempre sobre el corazón de sus propias heridas, y mi hermano, con la faceta de lunático que mi padre reprimía con la misma intensidad y proporción con la que mi madre se jactaba de ella y la alentaba, cuando vio a mi padre doblar la esquina del pasillo, se puso a imitar a mi madre, su voz, su acento, su forma muy particular de hacer de cualquier final de frase un dulce listo para enroscarse en el lóbulo de la oreja de quien la oyese, y nos quedamos aterrados, los hermanos menores y yo, porque el hermano mayor estaba en nítida transgresión de las más elementales reglas subrepticias que regían el luto en esa casa, y vimos que mi padre se volteaba, primero tanteando las paredes, en lo máximo de la confusión porque mi hermano suena a mi madre, suena tan bien a mi madre que pronto me viene el llanto y sólo entonces lo ahogo, apoyado en el respaldar de la silla vacía, sonriendo una sonrisa tierna e inesperada, como ya no se le veía desde los días del hospital, del internamiento, de la quimio, de la radio, de la operación por la cual le transformaron los pechos en dos cicatrices con el aspecto de un par de cejas enojadas sobre el diafragma, y ​​mi hermano, de cuya frente pendían unas gotas de sudor, a pesar del ambiente ameno, por saber del peligro de lidiar con una materia prima que manipulaba sin poder imprimirle cadencia de destino, continuaba, dirigiéndose cada vez más directa y frontalmente a mi padre, pidiendo que él se sentara, para que comiera, para que pusiera orden en ese desbarajuste, como era costumbre hacer cuando empezábamos a gritar o a jugar con la comida en pequeños trampolines de cuchara, y mi padre se sentó, todavía sonriendo, y nos hacía, con el índice en la boca, el gesto para que nos calláramos y oyésemos a la madre como él, que la madre tenía razón, siempre tenía razón.
      Con el paso del tiempo nos acostumbramos a oír a mi hermano haciendo de mi madre, especialmente en la cena, cuando mi padre, de regreso por segunda vez al trabajo —la primera vez que volvió, se encerró todo el día en el cuarto de baño y tuvieron que llamar a los bomberos, dado que no podía abrir la puerta—, quería hablar, y quería, sobre todo, que le hicieran preguntas como sólo se pueden hacer en la unidad cómplice de una pareja, y mi hermano cuidaba de producirlas en forma y contenido, magníficamente, y allí parloteaban los dos y nosotros asistíamos, como siempre, como antes, y mi hermano junto a la fotografía de mi madre, en la mesa, parecía a veces una de esas taradas en las que personas se meten para apoderarse de las cuerdas vocales y de la capacidad de rotación vertical de los ojos.
      Por la noche, cuando mi padre se iba a acostar, lo que había perdido en hambre lo había ganado en sueño, yo y mis hermanos nos quedábamos despiertos viendo las telenovelas y las películas europeas en las que la vida de las parejas, desde las cosas más triviales a las más profundas, eran desmenuzadas, y teníamos la sensación de que absorbiendo y digiriendo aquello nos hacíamos más capaces, sobre todo él, que se esforzaba solo ante el espejo a repetirse, como quien se prepara para una pieza, a fin de comprender la importancia dada por los adultos a las cosas de que nosotros apenas sabemos que existen, y día tras día nuestro vocabulario iba adquiriendo tonalidades de gente grande, palabras que mi hermano ponía a prueba por la boca de la madre al oído del padre, diciendo unas cosas que a los más pequeños los llenaban de incomprensión y que a mi padre, por el contrario, le despertaban la sonrisa o incluso, cuando mi hermano, muy certero, llegaba muy cerca, con sonora carcajada, contagiosa, porque mi padre riendo era la única razón por lo cual se dispensaban todas y cualesquiera otras para hacernos reír.
      Un día mi padre llegó a casa y me dijo que no hiciera la cena, que había pasado por una churrasquería y había traído unos pollos y un par de botellas de vino tinto, para celebrar. Con felicidad, me puse a brincar y lo abracé, preguntándole, mientras él me sostenía por la cintura, qué celebrábamos, después de todo, ya que hacía tanto tiempo no se celebraba nada en esa casa, ni al final de trimestre, muy aceptable por parte de todos, en la escuela, para quien había pasado por tanto en tan poco tiempo, y mi padre me dijo al oído, muy tierno, que conmemorábamos el aniversario de la madre, yo me había olvidado de eso, así como todos en casa, menos mi padre, a pesar de que apenas hacía una semana habían hablado de los años de ella en la cena.
      El padre, esa noche, nos pidió a los pequeños, como nos llamó, el favor de cenar en la cocina mientras él y el hermano lo harían en la sala, porque no siempre podíamos o debíamos interrumpirlos, decía, dado que la complicidad no es susceptible de construirse entre asistentes en un estadio apiñado de gente, se quejaba, y él y la madre deberían cenar más veces solos, y a eso tendríamos que acostumbrarnos, porque había espacio para aquellos dos mundos, finalizaba, o no había espacio para ninguno, comprendieron, terminaba así el padre esa lección, interrogativamente, a la cual respondíamos con la cabeza que sí, sólo porque estábamos, desde el principio, aturdidos como para rechazarla.
      No comí nada, con miedo de que mi hermano no fuera capaz de mantenerse firme en la piel de mi madre durante tanto tiempo sin que yo estuviera allí para meterle un golpe o arrancarle una sonrisa despectiva de reprobación, y sólo cuando lo vi salir de la sala, él primero, muy sonriente, y mi padre detrás de él, medio bizco incluso, llegué a pensar que mi hermano le pudiese haber dado un sopapo por alguna cosa que el padre hubiera dicho o incluso para intentar huir del vino que había bebido en la comida, al cual ya no estaba habituado, fue que pude sentir algún alivio, y cuando mi hermano y él entraron en la cocina tuve la ilusión de estar viéndolos otra vez, a mi padre y a mi madre, después de haber regresado del teatro o del cine y de ir a vernos, aún despiertos, pese a la promesa que la niñera hacía para que nos encontraran dormidos a su vuelta, y que nos encargábamos de estropear al pedir vasos de agua, historias y pis hasta que los padres llegaran, cansados ​​y felices, y compartiéramos todos juntos el cansancio y la felicidad.
      Las cenas de matrimonio se instituyeron en casa y ya sucedían al menos una vez al mes, cuando nosotros, los pequeños, comíamos en la cocina unas pizzas que mi padre traía o, en el peor de los casos, una pasta con atún desenrollado a última hora, cuando él no había tenido tiempo o paciencia para pasar por la pizzería, y ellos comían en la sala y se oían las risas de ambos y el tintineo de los cubiertos en los platos, catando manjares de los que percibíamos, a lo lejos, el olor.
      Con el tiempo, mi hermano empezó a ser cada vez más autoritario e intransigente. Nos mandaba a vestir, a desvestir, a lavar los dientes o a hacer trabajos de casa, y ya ni cuidaba de hacerlo con su propia voz sino siempre con la de la madre, que se perpetuaba hasta que entraba en la escuela y, contrariado, tenía que hacer de pequeño de trece años para pequeños de trece años, una y otra vez. A veces lo veía en el intervalo de una clase y le obligaba a pedirme disculpas por haberme tratado mal la noche anterior o por ya no hablar conmigo como antes, cuando éramos  hermanos, y allí me lamía las heridas para no verme triste o para callarme, nunca sabré exactamente por qué, y un día más se pasaba y mi familia multiconfigurada, era una cosa de día y otra de noche y nadie podía fijar un registro de identidades que, en el transcurso del tiempo, fueran únicas y aburridamente iguales.
      Cuando empezábamos a acostumbrarnos a una cosa, fuese a las cenas a dos o a las diatribas de mi hermano, ocurría un cambio cualquiera por el cual teníamos que replantear todos los planes para el futuro. Una noche, el padre, recuperando progresivamente hábitos que había dejado a la muerte de la madre, comenzó a discutir con mi hermano, mi padre que ya había bebido más de la cuenta, gritándole que estaba harto de estar en casa siempre encerrado, como un animal o un incivilizado, él no tenía peste, ni él ni ella, repetía, y nosotros, callados sobre los platos, podíamos acceder a una mirada de circunstancia por la cual lo veíamos vaciando, entre gritos, sucesivos vasos de vino, y mi hermano, provisto de una cierta forma femenina de ignorarlo,  le aconsejaba calma, al menos frente a los pequeños, repetía, al menos por respeto a ellos.
      Las noches siguientes fueron de aparente y relativo sosiego. El estado de discordia entre ellos se había instalado de tal forma que la cena, normalmente transcurrida en tono de conversación por la que se ponía al día el presente construido fuera de allí, era de nuevo un momento solemne por el cual nos encargábamos de mostrar al Creador el peso del tedio en nuestras existencias. Fue cuando, en una noche inspirada, mi hermano, a la mesa, sacó de pronto una peluca rubia, tal cual el pelo de la madre, que mi padre, desconcertado con lo imprevisto del acontecimiento, decidió, por medio de la evocación de una sonora carcajada, seguida de una caricia en la peluca que se había puesto mi hermano, disipar el clima de nervios y decretar el fin del recogimiento obligatorio al que la risa había estado sometida.
      La vida de la familia transcurrió normalmente durante el segundo trimestre escolar. De día, cuidábamos de ser los sobrevivientes cada vez más maduros del desastre de haber perdido a la madre, y de noche, nos reinventábamos, especialmente mi padre y mi hermano, y en esos papeles vivíamos dos vidas distintas, herméticamente selladas, como personajes en tránsito entre papeles y piezas. Mi hermano no podía evitar una distancia cada vez mayor con respecto a nosotros, «los pequeños», porque nuestra presencia reforzaba, por contraste, la naturaleza fallida del personaje que se dedicaba a perfeccionar día a día, alejándose cada vez de ser mi hermano y acercándose cada vez más a ser mi madre, transversalmente de regreso, a quien yo ya me sorprendía haciéndole pedidos de ropa, para que se los repitiera a mi padre, o lo que quería para los cumpleaños, como hacía antes, con ella.
      Un día mi padre, de nuevo borracho, un hábito que él estaba de nuevo aprendiendo con demasiada frecuencia, nos llamó a la sala, arrastrándonos por los brazos con inaudito vigor, muévanse ya, repetía, muévanse ya, holgazanes, vamos a darles una sorpresa, y no dijo mucho más, también porque el alcohol no le despertaba propiamente la diversidad léxica y nosotros, semiasustados por la intensidad de la presencia física de mi padre en ese estado, lo seguimos, yo sosegando a los menores, agarrándose uno del otro y a mí, y cuando llegamos a la sala, mi padre, muy solemne, niños, denle la bienvenida a la madre, y allí estaba lo que tardé en percatarme de que se trataba de mi hermano, vestido de mujer, vestido como mi madre se vestía, una falda y una blusa con volantes blancos, muy peinado y muy maquillado, mi hermano libre de los pelos en las piernas de los que aún se jactaba hacía menos de dos meses, y mi padre a su lado como si lo presentase por primera vez a la familia, y los pequeños desatándose en llanto  para catalizar con ello la explosión de furia de mi padre, que vociferaba: fuera, calle, ni a su madre saben recibirla, qué vergüenza, y yo tendí las manos a los pequeños y mientras salíamos de la sala, apresuradamente, oímos a mi hermano con la voz cada vez más impecable de mi madre, calma, querido, la culpa no es de ellos, dales tiempo, lo entenderán y lo aceptarán, y mi padre se calló y nosotros los dejamos de oír, hasta que ambos, no sabemos por qué, salieron aprisa de la habitación con una carcajada.

Traducción del portugués de Renato Sandoval Bacigalupo

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