Ephemera / Inês Lourenço

Caja de zapatos

Se guardaban antiguas fotografías de familia, de ésas en sepia o con esbeltas coloraciones que rodean peinados con ondas y caracoles, niñas con lazos y trenzas y señores con bigote rizado. También se guardaban allí las cédulas personales de los hijos nacidos o llevados por el garrotillo o por una fiebre tifoidea, de esa que hacía caer el pelo y aparecer sangre en el bacín de esmalte. Esas mujeres no tenían cajón o cajita de sándalo para guardar los papeles de su pequeña existencia. Sólo una caja de zapatos, de la que ya nadie recordaba los zapatos.

Deslizar los dedos
Deslizar los dedos por el tibio pelaje de un amable animal, de los que agitan la cola por la pura alegría del reencuentro, aunque no estemos con buen aire o hayamos envejecido súbitamente. Deslizar los dedos en pulpas blandas redondeadas promesa de zumo y de gajos o en un mechón de hierba húmeda o en una gota de lluvia escurriendo en el cristal. Nada de seres con raciocinio, inventores de tablas del más y del menos. Nada de teorías de la luz y de lo negro. Quieres dormir en la seda de la sombra sin autofagia de las elecciones que eliminan tu mitad.

Ephemera
Eclosionan en la superficie de algunos ríos, en los limos o en las algas, a fines de junio o agosto. Tienen alas verticales, que así se conservan, incluso cuando se posan. Duran sólo veinticuatro horas, en que no se alimentan. El ínfimo cuerpo ni siquiera incluye aparato digestivo. En compensación, tienen que asegurar apareamientos y postura de huevos, en tan corta existencia. Por eso los machos están dotados de dos penes, para que ningún segundo de posibilidad genésica falle el objetivo. Son las efímeras. Antes de la eclosión esperaron, mutables, cerca de dos años en los limos, respirando por branquias como los peces, por el único día del gran final aéreo.

Cosas que se hacen de pie
Gervasio decidió pensar en las cosas que se podían hacer de pie, sentado o acostado. De pie, se podía hacer casi todo, hasta dormir, pues había visto unas litografías antiguas en las que se veía, en un albergue, una gruesa cuerda suspendida de un lado a otro, para que los mendigos pasaran la noche apoyando en ella las axilas. Al final, casi todo se podía hacer de pie, desde una honesta meadita hasta un rapidito ocasional. También carteros, policías y cobradores escriben de pie, en la calle. Y hasta había asistido a unas clases superllenas, en las que los alumnos tomaban apuntes de pie. También así se ejercía la mayoría de los oficios y trabajos agrícolas, se tocaban varios instrumentos, se bailaba. Pero, pensándolo mejor, cuando un tipo tiene mala suerte, hasta se hace todo de otras maneras. Echado. Sentado. Recostado. Y se hacen cosas soñadas, imaginadas. Soñar e imaginar, dicen algunos, son acciones. Se mueven con el mundo. ¡Cosa batida, bahhh! Pero se puede creer en eso, al menos, de vez en cuando… Así pensaba, al cuello de la compañera. La silla ortopédica.

Ana Butterfly
Era empleada bancaria y había heredado de un abuelo melómano, que bastante influenció su educación, una colección de óperas en vinilo, que muchas veces oía en un viejo Blaupunkt que había venido con la discografía. Llegó a San Carlos para ver la puesta en escena de una de sus preferidas, Madama Butterfly, que con Carmen y La Traviata hacía la trilogía de sus elegidas. Consideraba un tanto deprimente y hasta sádico saber que todas esas heroínas estaban destinadas al sacrificio final. Pero la música la emocionaba tanto, con esos melodiosos estertores, que siempre se conmovía entre augurios y clímax lanzados por sopranos y barítonos. Un tal António Pinkerton, mecánico de automóviles, que iba a la sucursal del banco donde Ana trabajaba, sabiendo de sus gustos, la invitó a un viaje a Nagasaki, donde tendría que desplazarse en representación de la marca de automóviles para la que ejercía su actividad. Ana apartó vacaciones para coincidir con el proyecto. Uno de los atractivos era visitar la bahía de Nagasaki, donde había atracado el barco del oficial de la marina estadounidense que había sido la pasión de Cio-Cio San, la hermosa exgeisha de quince años. Además, el mecánico no le era sensualmente indiferente y no tenía que dar satisfacciones a nadie. El viaje aéreo, con escalas en Helsinki y Osaka, prometía una gran aventura romántica. Llegados al destino, una ciudad totalmente reconstruida tras los horrores de la bomba atómica de 1945, se quedaron a arrullar los rituales eróticos en un simpático hotel, cerca de la plaza Oka-Machi, en el centro de la ciudad. Epílogos posibles:
—Pinkerton desaparece dejando desierta la cama, y con él se esfuman los ahorros de la pareja para la estancia. Ana, ante el desastre y la desilusión, se lanza desde la ventana de la habitación, y llega al suelo con un enorme golpe y cristales clavados en el vientre.
—Pinkerton viaja a Tokio para unirse a una antigua amante y envía un mensaje a Butterfly, pidiendo disculpas. Ésta reacciona mal a la frustración y, al no respetar las alertas de un sismo, queda atrapada por los destrozos de un derrumbe.
—Final más innovador será contrariar al destino y atropellar mortalmente a Pinkerton, con una Suzuki o un Mazda, cuando atraviesa la calle frente a una agencia bancaria para cambiar dinero. Butterfly tendrá que sobrevivir al disgusto.

Lúbricos
El erotismo telúrico de los frutos, explosión redondeada de sus colores, de sus formas, de sus sabores. Los espléndidos racimos del moscatel, de Alicante, de la malvasía, del portugués azul y muchas otras cepas que van a garantizar el báquico calor de las venas y todos los modos bebibles de licuar penurias humanas. La belleza convexa de las manzanas, ese fruto bíblico, que arrancó de la divinidad el poder de la sabiduría, a pesar del sufrimiento. El color solar bajando por el horizonte de las naranjas, su aroma cítrico que embriaga la nariz, la suavidad de la piel voluptuosa de los melocotones, el brillo lúbrico y casi perverso de los higos. En todas las artes, la lujuria apoteósica o crepuscular de los frutos es infinita.

Libros eróticos
No me refiero a la Filosofía de alcoba ni al Kamasutra ni a otros célebres guiones del placer que se anidaron en la tradición literaria. Pero sí a la intimidad con algo a lo que me rehúso a llamar objeto, es decir, a aquella humana invención con una cubierta y múltiples páginas a la que se llama libro. No es el sujeto lector que aprehende el libro, pero sí el libro-objeto que refleja totalmente sus cualidades en el primero. El libro nos influye, nos transporta a todos los lugares, nos devora haciendo parecer que somos nosotros los devoradores. La comunión erótica es perfecta, pues podemos llevarlo a la cama, al suelo, al césped, a la playa, etcétera, y sentir su olor, la textura de su papel, las facciones de su rostro, que es la cubierta que lo envuelve. Por eso, los e-books nunca llenarán esta erótica de un lector de libros. Los encuentros a la vuelta de la hoja, con ese ruido tan característico y el pequeño desplazamiento de aire al mover la página. Los libros de cabecera. Y los grandes reencuentros que son siempre posibles con sólo ir a un estante familiar del anaquel nunca desaparecerán.

El náufrago
Despertó con un sabor extraño en la boca. Había mar, viento, vegetación. Vuelve en tropel la conciencia. Era un náufrago y había comenzado la víspera por la noche comiendo un bíceps de su compañero de naufragio, muerto hacía horas. Se horrorizó de sí mismo, tuvo vómitos por la demencia famélica y un torpor cobarde que le impedía lanzarse a las olas para acabar con la infame circunstancia de respirar. Gritó, se arrastró hasta la rama alta donde habían colgado paños rasgados de su propia ropa para indicar (¿a quién?) presencia humana. Arqueaba roncamente con esa náusea de estar todavía vivo. Después, salvó el texto. Y cerró el Microsoft Word.

Voces
No conoció personalmente a Luís Vaz, ni a Fernando António, ni a Arthur Rimbaud. Pero cuando se recogió en la cama definitivamente roído por próstatas, cataratas y otros achaques que le trajeron sus ochenta años, me confesó que uno de los heterónimos de Fernando lo había venido a visitar al hospital. «¿Y cuál de ellos?», pregunté yo, con curiosidad solícita. Tal vez Ricardo Reis, ése de Nada de lo que es tuyo exagera o excluye. Él respondió: «Nada de eso. Fue Alberto Caeiro, que me obligó a repetir veinte veces el verso: Mi mirada es nítida como un girasol. ¡Qué aburrido!».

Futbolín
La mujer gritaba, noche oscura, en la calle, celebrando la victoria del Porto sobre los «lagartos», en la Copa de Portugal. Le preguntaron la razón de tal festejo aún precoz, atendiendo al tiempo que faltaba para la final de dicha copa: «Mire, mi hombre me trata mal, soy diabética, estoy casi ciega y mis hijos, por quienes pasé hambre, me desprecian. Al menos el Porto sirve para festejar victorias, que yo no sé qué son». Y continuaba: «¡Porto es el más grande!». Luego contó que de joven había jugado futbolito con el primer enamorado que le había enseñado cómo se hacen los niños. «No quedé embarazada, por suerte, pero después, como ya estaba deshonrada por él, le dejé enseñarme más veces y tuve que ir a hacerme un aborto que me habría mandado con los angelitos. Pero si no lo hacía, mi padre me llenaba de porrazos y me ponía de patitas en la calle. Así era la puta vida. Ya no me gusta la gente. Las personas son peores que animales. Sólo me gustan los chicos del fcp, que me recuerdan a los muñecos del futbolito, cuando yo era virgencita y fui a la Feria Popular con mi primer enamorado».

El zorro lupino
Es una especie de animal híbrido. Tiene las características y la simbología de las dos especies. «Maña de siete zorros» o «En la boca del lobo» son expresiones que nos transportan al imaginario donde esas criaturas habitan. Los zorros asaltan más gallineros, y los lobos, rebaños. Forman parte del equilibrio ecológico, como dicen los que se preocupan por encontrar el nexo de ese desbarajuste terrestre, aunque se suponga que las gallinas y las ovejas no estén muy de acuerdo. Como casi todas las características zoológicas tienen su correspondencia en el género humano, tengo para mí que este híbrido animal describe a la perfección una cierta identidad, que se suele llamar ilusa. Es decir, la forma de disfrazar el ímpetu depredador: despedazar ovejitas con la maña cuidadosa del ladino zorro, en el gallinero doméstico, como lobo en la escarpa de los montes. El animalito tiene pelaje de diversos colores en esta simbiosis de dos especies animales. Sólo que no siempre el zorro lupino se libra de transformarse, también él, en gallina de corral u oveja de rebaño, cazadas por otro híbrido por inventar, o que aún no ha sido registrado en los compendios de zoología.

Flumina
El último escenario para la planeada disolución en las aguas, partiendo de la sumergida noche fluvial, no surtió efecto. Hay siempre una pleamar que devuelve a la desembocadura el cuerpo, llevándolo a las riberas del río donde lo aguadarán los diversos funcionarios de diversas tareas forenses: la autopsia, los enterradores, los familiares, una nota en los diarios, si se tratara del caso. Y, así, el sueño de ser licuado en las profundidades salió frustrado por las pequeñas materialidades de la vida. Siempre algo tumefacto regresa a la superficie, un coche abandonado que por las letras de la matrícula es reconocido. La gran rabia de estar vivo sin esplendor y la pena desierta de una enorme razón desaguan en la mesa de la autopsia, donde no hay bisturí que diseque el dolor.

Suicidas menores
Aquella empleada doméstica ya intentó matarse con pastillas. Aquí debería decirse: intentó poner fin a su vida, que es un eufemismo verborreico para definir un gesto autoservido. Se quedó con una tos persistente por haber sido entubada. No hubo noticias en el periódico. Ningún crítico investigó su biografía, por lo que tuvo que volver a la limpieza.

Precipicio
Cuando el solista se precipita en las teclas como un ser arrojado a los abismos, está envuelto en la circunstancia incierta a la que se llama virtuosismo. Ésta le permite poner la técnica laboriosamente entretejida en el cuerpo desde la infancia, como soporte de la densidad de las emociones con que nos va contagiando. Cuando en un prestissimo o en una coda rutilante de velocidad y percusión melódica o posmelódica mis ojos se fijan en la figura frágil del intérprete en su milagroso desempeño, experimento siempre, por osmosis, aquel frisson del trapecista antes del triple salto o del esquiador en descendente carril. Las palmas y los bravos son la catarsis necesaria y deseable. En una sala de conciertos puede asistirse al que no se asiste en la vida. Finales felices.

La cama voladora de frida kahlo

En este simulacro de horizonte
donde empiezan
y finalizan mis días
más allá de la barra de acero
y de los tubos que me rodean
elijo los tonos de rojo
sanguíneo que atraviesan
el azul más intenso
del plumaje de un ave exótica.

Este olor fuerte de las tintas
encubre el de mi cuerpo,
que dejó de pertenecerme
para entrar en el espejo cortante
del techo, que atenta miro
en el umbral del cuadro
donde provoco el negro
de mis cejas
y la espesura de los matices.

Mis senos
que quedaron incólumes
en la fricción de las planchas,
se transforman en dalias
enormes, del color de la leche
y los monstruos retroceden inertes
por entre vestidos blancos
y rosa y las flores de México
encendidas en mis ojos.

Traducción del portugués de Renato Sandoval Bacigalupo

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