Aparecidos / Ana Teresa Pereira

Y tal vez la eternidad sea esto, acordarnos de un vestido, de un beso, de las rosas de otoño, de la primera nieve. No sé si les sucede a otras mujeres, sentir que ya usaron un vestido antes… En mi armario sólo hay faldas hasta la rodilla, azules o grises, camiseros de colores claros, abrigos de malla, dos trajes de noche que no fueron diseñados por un modisto, sino hechos en serie, que yo alegraba con una flor o un simple adorno. Mis recuerdos son cada vez más confusos, pero supongo que eso les sucede a otras personas; sólo algunas imágenes: mi padre pintando un árbol, una pequeña casa con una glorieta, una campana tocando a lo lejos, una estación de ferrocarril.

      Cuando me probé el traje de noche blanco sentí que ya lo había tenido antes: el escote profundo, la cintura entallada, la falda amplia; el tercer traje de la princesa en un cuento de hadas. Me quedaba bien, no era necesario hacer cambios ni con un alfiler. Cuando me miré al espejo, no me reconocí. El rostro estaba más pálido, los ojos más grandes, los labios más estrechos. Sonreí lentamente, y esa sonrisa no era mía.
      Tal vez, y esa posibilidad me asusta, después de meses en Manderley, siguiendo los pasos de Rebecca en los corredores vacíos, oyendo los pasos de ella siguiéndome en las escaleras (¿así será la intimidad de las fieras?), haya empezado a reflejar su belleza. Y pienso que fue eso lo que asustó a Maxim, no el hecho de que su Alicia del otro lado del espejo había ido al baile con el vestido copiado de un cuadro, sin aquella belleza intermitente. Él me dijo con voz áspera, cuando tomábamos el desayuno: Tus ojos son diferentes, pareces otra persona. Y yo bajé los ojos y traté de sonreír, apreté las manos; los ojos no cambian, los ojos y las manos no cambian…
      En los últimos tiempos, tengo la impresión de despertar de repente en medio de los bosques, con una vieja gabardina en los hombros como una capa, o llevándola encima con los botones abiertos (faltan muchos botones), las manos en los bolsillos, el perro pegado a los tobillos. Poco a poco, reconozco los olores y los sonidos del agua y de los pájaros. Una actriz que despierta en el centro de un escenario y no sabe quién es, dónde se encuentra; y después siente que tiene una misión que cumplir, y dice palabras que no comprende, y hace los movimientos correctos, una simple marioneta dirigida por un artista en la oscuridad.

***

Una mujer alta y delgada, caminando en los bosques durante la noche, la gabardina suelta como una capa, o llevándola encima, abierta, faltan muchos botones. El hombre viejo que encontré en la cabaña de la playa me dijo que tenía los ojos de un ángel; y la otra, la que camina en la oscuridad, tiene los ojos de una serpiente. Cuando paseo por los bosques al atardecer, con la gabardina que me hace parecer más alta, con un paso leve de quien tiene piernas largas y ágiles, con las manos en los bolsillos, siento la presencia de alguien que se esconde detrás de los árboles, que se confunde con ellos.
      Saco la mano del bolsillo y aplasto uno o dos pétalos de azalea; tienen la misma esencia del agua del arroyo y de la lluvia ligera. El perfume de las azaleas blancas. Olemos a lo que nace de nosotros… Hay frascos de perfume en la cómoda de Rebecca, aprendí a conocerlos cuando entraba en su habitación sin que nadie me viera. Son perfumes caros, todo lo que ella poseía era caro, pero cuando abro la puerta del armario y toco sus vestidos, sus abrigos, es el perfume de las azaleas blancas que de ellos se desprende. Y eso me perturba.
      Nunca me probé sus vestidos; me parecía conocer el nombre de los tejidos, de los colores, y yo no sé nada de tejidos y de colores. Volvía casi corriendo hacia mi casa, mirando por encima del hombro. La casa está dividida en dos: la parte que da para el jardín de rosas, dulce y tranquilo; la parte que da al mar, la niebla densa y la violencia de las olas que amenazan con llegar al césped. Hay dos caminos en el bosque que nos llevan hasta la playa: Happy Valley, donde crecen las azaleas y los rododendros blancos, salmón y dorados, flores caseras y llenas de gracia; y el sendero oscuro, entre las rocas y los árboles, de donde salgo siempre con el rostro arañado, las piernas arañadas.
      Fue ella la que plantó las azaleas y los rododendros de Happy Valley, pero también los otros, rojos oscuros, a lo largo de la alameda que conduce a la casa; ya había oído hablar de ellos mucho antes del día en que llegué aquí con Maxim (llegamos en mayo, con las golondrinas y las campanas azules). La imagino con el viejo sombrero de paja que está en uno de los barracones, las manos sucias de tierra, dando órdenes a los jardineros. En los jarros de su salita particular hay ramos de rododendros; del otro lado de la vidriera también. Por la mañana temprano, cuando los primeros rayos de sol entran en la habitación, las paredes y los objetos tienen reflejos rojos, hasta las cenizas detrás de las rejas de la chimenea se vuelven rojas, como si el fuego se reavivara solo. Y si estoy sentada en el secreter escribiendo cartas, mi letra se hace diferente, más alta, más delgada, un poco inclinada hacia adelante; si no tengo cuidado, firmo las cartas con su nombre, como si hubiera desaparecido y sólo ella estuviera allí, con su perro acostado a los pies, y su olor a azaleas blancas.

***

La tempestad, los ángeles feroces que se alzan con las olas. Fiery the Angels rose, and as they rose deep thunder roll’d around their shores… Y luego el agua parada y oscura y lo que ella esconde. Un barco casi destrozado por las rocas. Je Reviens. El nombre de uno de los perfumes de Rebecca. El nombre de su barco. El nombre está escrito en el muelle, y al lado hay una cuerda que se pudre.
      Me parece que todavía hace unas horas usaba el traje de baile blanco, pero tal vez fue hace mucho tiempo. Ahora tengo mi ropa de todos los días y una chaqueta vieja; no me acordé de la gabardina, aunque todo anuncia lluvia.
      La niebla se vuelve más gruesa a medida que me acerco al mar. Podría pasar por una persona sin verla, pero ¿quién andaría por aquí además de Rebecca o del viejo que encontré en la cabaña de la playa?
      La cabaña en la playa. Una antigua casa de barcos. El pequeño jardín lleno de hierbas, de ortigas. Me parece recordar las plantas, escogidas con cuidado, para resistir al viento y a la espuma de las olas. Y mis manos largas y sucias de tierra.
      La puerta semiabierta y ahí adentro el olor a mar y a humedad. El secreter y los estantes, los libros cubiertos de moho. Mis libros: novelas de Jane Austen y de las Brontë, historias de viajes. El sofá donde dormí tantas veces cuando volvía de Londres o de los paseos en barco. Los modelos de barcos: las manos largas y esbeltas que trabajaban la tierra sabían tallar la madera, coser los tejidos ásperos. Las telarañas unen los mástiles entre sí, transformando los barcos en otra cosa, cambiando su naturaleza. Y hay flores por todas partes… No sabía que las flores secas duraban tanto; no mueren, quedarán iguales a sí mismas para siempre.
      Él está allí, mi Maxim, mi Max, hermoso y frío, nunca conocí a alguien tan frío, tan lejos del fuego. Nunca conocí a nadie tan lejos del fuego. Me parece que ya he dicho esta frase antes, pero es así como estoy ahora, recuerdo cosas que nunca sucedieron… Mr. de Winter. Casi ríe alto. Mr. de Winter, que se casó con una niña insignificante, con un hermoso nombre que nadie recuerda, ni siquiera yo, para alejar a un fantasma.
      Me inclino a una mesa donde está un cenicero con colillas pasadas y otras muy recientes. Su rostro denota extrañeza, como aquel día tomando desayuno, cuando dijo que no reconocía mis ojos.
      Ahora, y éste es un momento lento ahora, sé cuál es mi misión. Ha llegado el momento, y mi corazón late muy deprisa. Estoy a la espera, mi amor, tienes que hacer tu parte, tienes que decirme lo que pasó. Nosotros dos sabemos que mataste a tu mujer, pero eso no tiene importancia, ella iba a morir en poco tiempo. Una vez más hiciste lo que ella deseaba, ella siempre dijo que cuando se marchara quería que fuese rápido, como la llama de una vela que se apaga. Le diste un tiro a tu bella mujer y la metiste en su barco y hundiste el barco… Pero los fantasmas ganan fuerza en el agua, y a veces regresan. No necesariamente como un montón de huesos, pueden tener un cuerpo, un cuerpo menos visible, menos caliente, más pequeño, más parecido al agua que con el fuego. El agua también era uno de mis elementos, ¿te acuerdas?
      Me siento a la mesa, haciendo caer el cenicero, y empiezo a sacudir las piernas hacia atrás y hacia adelante. Mi amor, ¿es la redención que buscas —qué palabra vacía—, la redención a través de un ángel que has descubierto no sé dónde? Él me mira y no sé lo que ve. La niña con la chaqueta larga y fea, el rostro inexpresivo, los ojos bajos y traicioneros. O la mujer de pantalones negros y camisa blanca, el pelo amarrado en la nuca, que parece un muchacho con el rostro de un ángel de Botticelli. Fiery the Angels rose, and as they rose…, el poema de Blake que uno de nosotros aprendió cuando estaba estudiando; la tempestad llegó y los ángeles se alzaron ante ti.
      Él me mira y puedo ver el asombro en sus ojos. Un asombro cansado, de quien había tratado de ignorar las señales. Pero ahora, despacio, e inesperadamente con un poco de ternura, él me está reconociendo.
      Tengo la impresión de verme a mí misma, los pantalones oscuros y un camisero que siempre he preferido a los vestidos caros, el rostro más pálido que nunca, los ojos más grandes y más grises. Acerco mi muñeca a la cara para sentir mi olor. Las azaleas blancas. Nunca me di cuenta de que se me había introducido el olor del jardín, o que le había pasado mi olor a él. Olemos lo que nace de nosotros. No, la religión no habla del amor de las piedras, pero tampoco habla del amor de la tierra y del agua y de las plantas; y del amor que nos hace levantar a mitad de la noche para ir a proteger de la lluvia una flor que acaba de despuntar, o de mañana temprano para ver una flor aún bañada de rocío. Mi cuñada decía que en Manderley había demasiados olores, pero no es verdad, sólo había uno. El olor de las azaleas mezclado con el agua del arroyo y la lluvia. Y a veces la niebla traía el olor acre del mar… Como ahora. Y me pregunto a mí misma si mi misión a fin de cuentas era ésta, ver en su rostro un poco de ternura y piedad.

Traducción del portugués de Renato Sandoval Bacigalupo

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