Desde mi mar se ve la lengua / Ana Margarida de Carvalho

Les vengo a hablar de un pequeño país, pobre en recursos, periférico, un poco marginal, que es Portugal. Y de su tan improbable existencia, de su tan poco razonable e insensata historia, y tal vez este pasado remoto le dé algún encanto —y también algún cobijo.
      Les vengo a hablar de una lengua, que es la portuguesa, que siempre queda muy bien situada en los rankings de las más habladas, doscientos sesenta millones de hablantes distribuidos por cuatro continentes, con sus, se dice, cuatrocientos mil vocablos. Impresiona, de hecho, pero no juzgo que sean estas cuestiones cuantitativas las que puedan elevar a una lengua. No es por esto que se deban medir fuerzas entre naciones. Las palabras cargan consigo una historia, los vocablos arrastran otros consigo y es la literatura la forma más elaborada en que las lenguas florecen. Es una pena que el país de la gran globalización que Portugal fue en el tiempo de los Descubrimientos no consiga repetir el hecho a la escala de la cultura: que es probablemente la cosa más importante del mundo.
      Y, en tercer lugar, les vengo a hablar de esta literatura que es la literatura portuguesa, que trasciende la lengua, que trasciende el propio país, en sus varios aspectos, en su pequeñez, en su «des-importancia» política, militar, geoestratégica, para los designios del mundo y hasta para la comunidad europea, como bien saben… Nuestra literatura es mucho mayor que nuestro país, nuestra literatura es mucho mayor que nuestra lengua, y es ella, la literatura portuguesa, más que la lengua portuguesa, aquello que verdaderamente nos une, a nosotros, comunidad lusoparlante, y a quien consigue acceder a ella, que nos une, que nos aproxima, completa, que nos transmite identidad, carácter y sintonía.
      Porque el portugués tiene esta cosa mágica de ser una lengua maravillosamente impura, aglutinadora y globalizante. Proviene del latín, claro, en primera instancia, como el español, el catalán, el gallego, el francés, el italiano, el rumano… Mas está saludablemente contaminada por el árabe, por el inglés y francés, también el alemán y el japonés, ahora por criollos y dialectos africanos, hasta por palabras y polisemias que vienen siendo absorbidas del mundo virtual, que, para mí, son muy bienvenidas… Y, desde siempre, salpicada de vocablos griegos (algunos por vía latina, otros por vía directa), que, curiosamente, me parece siempre que llegan de la esfera de lo erudito, de la poesía, de la metafísica, de lo sublime, tal vez.
      Sophia de Mello Breyner, que se refería al día de la Revolución como «el día inicial, completo y limpio», decía también en otro poema: «todo lo que es bello tiene un monstruo en sí mismo».
      Vengo de un país que es casi un país-isla, con las fronteras fijas desde tiempos medievales —lo que parece ser una excentricidad. Allá seguimos diciendo «Vamos a Europa», como si no formáramos parte de ella. Y en la definición de nuestros poetas, este país-isla es «una franja de tierra inclinada al mar» (Miguel Torga), un «país de marineros» (António Nobre), «donde la tierra acaba y el mar comienza» (Luís Vaz de Camões), que se «recuesta con la cabeza hacia el Norte y los pies sumergidos en el Atlántico» (Nuno Júdice). Siempre nos habituamos al susurro marítimo, como una perpetua banda sonora. Y, acorralados por España, seguimos de frente. En este «no tener regreso del verbo navegar / país del opuesto, sólo mar» (Manuel Alegre).
      Y el mar nos invadió la literatura cuando nosotros lo invadimos a él. «Desde mi lengua se ve el mar», en palabras de Vergílio Ferreira. «Los portugueses tienen una cuna pequeña al nacer y un mundo entero para morir», Padre António Vieira. Debajo del cielo y sobre el mar: «Ya la vista, poco a poco, se destierra / de aquellos montes patrios, que quedaban / Quedaba el amado Tejo y la fresca sierra / de Sintra, y en ella los ojos se extendían / Dejábamos también en la amada tierra / el corazón, que las penas allá dejaban. / Y ya después que todo se perdió / no vimos más, en fin, que cielo y mar» (Os Lusíadas, Luís de Camões, canto v).
      La más extensa y bella obra épica portuguesa, que todos los niños aprenden en la escuela, en honor del Periodo de los Descubrimientos… Más aún, y mejor dicho, que generaciones y generaciones de niños fueran descomponiendo en una gigantesca ecuación de métricas, octavas y decasílabos, es una pena… Si en tanto aprendieron el reverso de esta historia, las zonas oscuras, los puntos ocultos, la historia de los descubrimientos, la historia de los que ya estaban, los que fueron vencidos, torturados, muertos, esclavizados, traficados…
      Los portugueses supieron dar nuevos mundos al mundo, pero también nuevos tercer-mundos al mundo.
      Casi como contrapunto a la sublime elegía épica de Os Lusíadas, tenemos la desnudez cruda de la historia trágico-marítima, antología de relatos de los siglos xvi y xvii, en que la gran expedición de los portugueses «por mares nunca antes navegados» aparece despojada de esa magnanimidad, en historias terribles de tempestades, naufragios, batallas, mucha ruindad, el delirio de la sobrecarga y la vana codicia. Es verdad que de las páginas de la literatura portuguesa se desprende el aroma del mar, pero también el de la putrefacción, de la vocería, de los gritos, de los terrores, de los llantos lastimosos de los náufragos y de la mercancía que, como muchos saben, tantas veces era humana. «Si el océano en vez de agua fuese calzada estaría toda empedrada por los huesos de los portugueses» (Diogo de Couto). Tal como el Mediterráneo se va volviendo una fosa común, en esta crisis humanitaria de refugiados que Europa no sabe acoger, no sabe estar a la altura.
      Y regresamos al verso de Sophia, «cada cosa bella tiene un monstruo en sí misma». O el de Pessoa: «Dios, al mar, los peligros y el abismo dio, pero es en él que al cielo espejeo».
      Los brasileños acostumbran decir que al portugués hablado en Portugal le falta azúcar. Los españoles dicen que el portugués es una especie de español sin huesos. Sin huesos, sin azúcar, me gustaba decir que mi lengua es la más bella del mundo. No porque la domine razonablemente, sino porque es la lengua que hablaban Camões y Pessoa, que hablaban Eça de Queirós y Machado de Assis, que hablaban Saramago y Jorge Amado, que hablaban Drummond de Andrade, Manoel de Barros, y Sophia y Herberto Helder y O’Neill. Y también la lengua que cantan Chico y Caetano, Vinícius y João Gilberto, y nuestros Zeca Afonso, Sérgio Godinho, José Mário Branco, Fausto, Jorge Palma…
      Y sólo no digo que mi patria es la lengua portuguesa, frase que se mitificó de Fernando Pessoa/Bernardo Soares, del Livro do desassossego, que parece muy patriótica, pero que se sacó de su contexto, se autonomizó, porque lo que el poeta agrega es: «Nada me pesaría que invadieran o tomaran Portugal, si no me molestaran personalmente. Pero odio, con odio verdadero, con el único odio que siento, no a quien escribe mal el portugués, no a quien no sabe sintaxis, no a quien escribe con ortografía simplificada, sino a la página mal escrita, como persona misma, la sintaxis equivocada, como gente que se golpea, la ortografía sin ipsilón, como esputo directo que me enoja, independientemente de quien lo escupiera». Una declaración de odio a la reforma ortográfica del tiempo de la Primera República, que nos quitó, de cierta manera, la etimología griega y latina de las palabras.
      En Portugal vivimos la introducción del acuerdo ortográfico con el mayor de los alardes. Hay quien lo rechaza, ferozmente. Hay escritores y académicos que lo niegan, también ferozmente. Los periódicos lo adoptan o no. Y mientras tanto, los organismos oficiales y las escuelas redactan siguiendo el acuerdo introducido por decreto. O sea, en Portugal existen, en este momento, dos grafías, simultáneamente. Es decir, se instaló el caos —palabra griega.
      Vivimos tiempos extraños, difíciles de clasificar. Probablemente todavía no disipamos esta niebla ambigua y finisecular que envuelve el fin de un ciclo y el principio del siguiente. Fase ésta consonante con la crisis —también palabra griega— en que lo viejo aún resiste y lo nuevo todavía no se ha conseguido instalar.
      Pero no deja de ser interesante analizar cómo la alteración de la forma en que escribimos las palabras genera posiciones tan extremadas y tan exaltadas. Tal como sucedió con Fernando Pessoa, a principios de siglo. La lengua es algo muy nuestro, lo que nos da sentido del mundo, lo que nos define y moldea nuestra forma de pensar.
      Y termino de una manera optimista, diciendo que el caos no es más que un orden por descifrar, como acostumbraba señalar Saramago. Y que este régimen capitalista en el que vivimos, que trata a los pueblos del sur como consumidores o como mano de obra barata, y no como ciudadanos, no será y no puede ser el fin de toda esta tan larga historia.

Traducción del portugués de José Javier Villarreal

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