La casa de verano / Isabel Rio Novo

I

«La vida está llena de ironías». Así pensó Miss Riverey recargada en el barandal de su terraza que daba al río, arreglándose el chal, completamente innecesario para el tiempo de calor, que Susana le acababa de colocar sobre los hombros. Miss Riverey tenía razón en pensar de ese modo. No habían pasado ni quince minutos desde que el doctor Carlos, deslizando sus pálidas manos por las alas del sombrero, se había despedido de ella, aún con vergüenza en la expresión confusa de los que llegan a dar malas noticias, y había sido conducido al patio por una Susana que parecía haber envejecido de repente, más pequeña, más grisácea, más sumida en su vestido gris, demasiado largo para su complexión.
      Miss Riverey los vio descender la escalera exterior, la cual, entre algunas zonas escondidas por las jacarandas que cercaban la casa y por las esquinas propias del edificio, estaba hecha de partes que se veían y otras que permanecían ocultas, haciendo que los visitantes que se retiraban de la mansión aparecieran y desaparecieran delante de los que se despedían desde la ventana o de la terraza en una especie de encantamiento.
      La última parte de la escalera no se apreciaba desde la terraza pero, aun antes de que las figuras del joven médico y de la empleada reaparecieran visibles en el patio, Miss Riverey adivinó la presencia de ambos, no sólo porque conocía por sí misma el trayecto, el tiempo habitual de descender los peldaños, sino porque el cochero se adelantó súbitamente, quitándose la boina, y se apresuró a abrir la puerta del carruaje al que subió el médico para acomodarse en el asiento y lanzar hacia el barandal una mirada cargada de lágrimas.
      Miss Riverey vio cómo el carruaje hacía volar pequeñas piedras sobre la grava del patio y viraba en la calle en dirección de la ciudad. Después su mirada se perdió enfrente, en el paisaje del río que corría ya muy cerca de la cascada siguiendo la dirección del caudal hasta el punto extremo en que el mar se confundía con el cielo. A su izquierda, melancólicamente erguida sobre el acantilado, la fortaleza en ruinas recordaba los siglos en que era necesario defender de los ataques de piratas a los barcos que atracaban. A su derecha, el puerto aguardaba la hora en que los pescadores recogerían sus redes, soltando la carga preciosa de doradas, congrios, pargos y corvinas, de ojos muy vivos y escamas plateadas que brillaban con el sol.
      Susana regresaba y, en el momento en que la sintió cerca, Miss Riverey se volvió. Al darle la cara, la empleada se sobresaltó como la primera vez que la vio, hacía casi dos décadas, cuando ella era una joven que venía a trabajar para una mansión de ingleses ricos, y Christina, una niña de trece años, la mayor de cuatro hermanas, a quien ella iría a enseñar a tocar el piano y pintar acuarelas. Los ojos de Christina Riverey eran espantosamente azules, de un azul cerúleo y brillante que Susana jamás había visto en lugar alguno de la naturaleza, flor, cielo, río o porción de mar de aquella fría ciudad al norte donde se habían conocido.

II
En nuestra historia, entonces, Susana se aproximaba a Miss Riverey, colocada atrás de la balaustrada de la terraza. Era el clímax del verano, el inicio de un agosto más caliente que de costumbre, la continuación de una primavera que se había presentado espantosamente clara y cálida, llena de largos días y noches perfumadas, durante las cuales las señoras, esposas de banqueros de vacaciones, las sobrinas de los industriales que habían hecho fortuna con tejidos y conservas, las hijas de negociantes opulentos, salían de sus casas prescindiendo del carruaje, vestidas con ropas claras y frescas que acostumbraban reservar para los días de playa y mostrando a todas luces que eran muy bellas y deseables. Miss Riverey hizo como las demás señoras: acompañada por Susana durante los últimos meses, paseaba de noche por el margen del río y también durante las mañanas más amenas, observando las chalanas que transportaban el corcho desde la sierra hasta el puerto. Ciertos días tomaba el camino en dirección de las casas de los pescadores, recorriendo calles empinadas y espantando al barrio con su sombrilla de seda escarlata, su esbelta elegancia, la belleza traslúcida, los brazos blancos, casi desnudos bajo las mangas de gaza, los cabellos rubios y sobre todo los ojos, muy grandes y azules. Entonces los pescadores interrumpían el esfuerzo de arrastrar los barcos, las vendedoras de higos paraban su alboroto y las mujeres de los pescadores, de bruces sobre las redes, suspendían las agujas y las cantaletas porque todos, realmente todos, se quedaban asombrados delante de aquellos ojos tan intensamente azules, donde se podía observar el color del cielo, la fuerza del mar, el poder de los elementos.
      Una mañana, Miss Riverey caminó con Susana hasta la playa, se quitó las zapatillas y se atravesó por la arena, justo junto a aquel punto donde el río y el mar se fundían. Fue en esa mañana que lo vio por primera vez, un bulto aislado y recortado contra el manto liso del agua. A partir de ese día, no dejó de recorrer el arenal, esperando encontrarlo y, al mismo tiempo, recorriendo con los ojos las cimas de los acantilados e imaginando los lagos escondidos en los despeñaderos y el aspecto de las bahías alejadas. Corriendo los ojos. Imaginando apenas. Porque, en ese momento, Christina Riverey ya sabía que sufría del corazón.

III
Era, realmente, un verano espantoso. Los días calientes y sin viento se mantenían tan constantes que hacían suponer un verano eterno, los pájaros cantaban con más júbilo, la casa de verano justificaba su nombre, simple y al mismo tiempo imponente, amarilla y blanca, vuelta hacia el río y bañada por toda especie de claridades: la del cielo, la del sol, la de la superficie reverberante del río, la de la alegría de los rostros delante de un estío tan continuo, sonriente y animado.
      La mansión donde Miss Riverey habitaba y donde, al inicio de esta historia, la encontramos absorta, contemplando el río, comenzó siendo la casa de verano del matrimonio. Estaba circundada por un jardín donde crecían orquídeas, ládanos y lirios salvajes, pero también lavanda, con la que Susana rellenaba bolsitas bordadas que distribuía por las cómodas, y manzanilla, que mandaba hervir en tisanas. La fachada principal estaba compuesta por ventanales de cantera rematados por frontones ojivales, recuerdo de la época romántica en la que el suegro de Miss Riverey mandó construir la casa.
      Ella y su marido habían visitado por primera vez el sur para que Christina se curara de lo que parecía ser una grave crisis de melancolía. Le aconsejaron los médicos huir del clima húmedo, de la bruma espesa de la oscuridad granítica del viejo pueblo norteño, que, al obligar a las personas a permanecer en sus casas para protegerse de la lluvia, les volvía los pensamientos viejos y encerrados. Y Ricardo, con temor a una tisis, a la que no le gustaban las playas con viento, se acordó de la casa que su padre poseía junto a aquel poblado de pescadores en el Algarve y de su amigo de infancia, Carlos, que ahora era médico allí.
      Christina adoró la casa desde el primer instante y se aficionó rápidamente al clima mediterráneo. Le gustaron los arenales dorados, la aridez de los acantilados, las tonalidades calientes del crepúsculo, tan diferentes de la ciudad fría y vieja donde nació. A su regreso, los médicos se sorprendieron con el buen semblante de la joven y con el apetito que mostraba. Pero el regreso, al final de aquella temporada, les sabía a exilio y, en los años siguientes Miss Riverey fue procurando, durante los veranos, prolongar lo más posible los meses de estancia en el Algarve y, durante el invierno, contar los días hasta que esos meses llegaran.

IV
«Muchachita extraña», escuchó tantas veces de su madre, una inglesa que nunca quiso encerrarse en una quinta en el Douro y vivía, con labios trémulos, lamentando el casamiento con un negociante de vinos. «Muchachita extraña», le habían confirmado las hermanas, en cuanto las criadas les cepillaban los cabellos frente al tocador, las hermanas, muchachas muy lindas y sensatas, que en el momento oportuno habían escogido como maridos a los más ricos propietarios de viñedos de la región. «Muchachita extraña», le susurraba Ricardo, aunque en otro tono, acariciándole la cara y robándole besos en los lóbulos de las orejas, en un gesto de atrevimiento que no la ofendía. Ricardo, el novio y futuro marido, tan inmerso en los valores del pueblo y que, sin embargo, tanto la estimaba y le permitía todas las excentricidades.
      «Extraña», pensó muchas veces Miss Riverey acerca de sí misma, constatando el desapego con el que se mostró durante sus cuatro embarazos, cuatro veces madre de niños que nacían en partos sin dolor, de cuerpos blandos y azulados, envueltos en mucosidades y que morían algunos días, o máximo algunos meses, después del nacimiento sin que la muerte de cada uno de ellos le despertara algo más que un gran cansancio físico y una gran apatía. Como si la liberación de los infelices partiera de su propio esfuerzo y fuese arrancada a sus propias entrañas. Náuseas del embarazo, malestar en la cintura, el olor de la leche manchándole el peto de la camisa, todo pasaba por Miss Riverey como si fueran, no ocurrencias de su ser, sino trivialidades de un vestido cortado en tejido crespo, que le quedaba muy mal y que se quitaría al día siguiente para meterlo en un baúl en el ropero y no ponérselo nunca más. Como si su cuerpo, que todavía tiritaba de placer con los baños de pétalos que Susana le preparaba con piezas de músicas tocadas por su marido, que se dilataba cuando estaba embarazada, que producía leche cuando le nacían los hijos, fuera, a pesar de eso, una cosa inacabada a la espera de ser usada.
      «Extraña», comentaban los vecinos que, aunque habituados a la muerte en general y a la muerte de niños en particular, se espantaban con los cuatro féretros blancos salidos de la misma mansión en un corto intervalo de años y después todavía se asustaron más con el féretro de Ricardo, si bien la tisis no era una causa de muerte cuestionable. «Extraña», resumía en sí, la buena sociedad del siglo respecto de Christina Riverey, sabiendo que, ya viuda, rechazaba la posibilidad de integrarse a la casa de alguna de sus hermanas y recomenzó a utilizar su apellido de soltera, dejando de ser la señora Castro Gomes para volver a ser Miss Riverey. Decidió cerrar su caserón en Porto y desparecer en el Algarve. «Extraña, extraña, extraña», decían todos, viéndola instalarse en la casa de verano durante todo el año, sola con su empleada, la cocinera y tres criados, en un desafío de hábitos, de costumbres y de trayectorias esperadas.
      No se puede decir que Miss Riverey viviera completamente indiferente a la opinión que tenían de ella sus parientes, amigos y vecinos, pero las insinuaciones de las que era objeto, como todas las otras cosas de la vida, le acontecían a la distancia y ella las contemplaba como a través de una puerta de vidrio esmerilado, atenuadas y refractadas. Fue más tarde, mucho después de que las ocurrencias de la vida le acontecieran, que recordaba, apreciaba y, sí, es verdad, se emocionaba y había momentos en que se acordaba con pormenor de los rostros lívidos de los niños muertos, de la mirada desalentada de Ricardo, que sucumbió a la tisis en menos de un mes.

V
Despacio, muy despacio, cuando ya vivía en el Algarve, aquella sensación de opresión en el pecho que le venía desde la juventud, que se acentuó desde el tiempo en que Ricardo vivía y los niños le nacían y morían en espacio de días, fue creciendo, se fue adensando, agudizando al punto de no poder explicarse con razones fortuitas. Una caminata hasta la avenida que se transformaba en un suplicio. El transcurso de unos pocos metros hasta la playa que le cubría el rostro de sudor. Los peldaños de la escalera convertida en una vía sacra. La dificultad de subir al atrio de la iglesia de Nuestra Señora de la Concepción, desde el cual le gustaba tanto contemplar el río y la ciudad vecina.
      Y ahora, hace pocos minutos, el doctor Carlos Saraiva, perturbado, porque era su médico desde hacía años, porque había sido amigo de Ricardo y porque amaba, ya desde hace algún tiempo, a Christina Riverey, le confirmaba una condición cardiaca irreversible.
      Esa especie de consulta transcurrió en la sala con vista al río, sentados uno frente al otro, exactamente como un año atrás en aquella mañana irremediable en que Carlos, sujetando la punta de marfil de un bastón como si quisiera hacerlo desaparecer entre las brechas invisibles del tapanco, le confesó su amor y le propuso matrimonio, si bien, como él decía, se sentía muy inferior a ella en todo (y este «en todo» entristeció inexplicablemente a Christina, incluso ahora, en la distancia en que recordaba la escena, como si la expresión apocara la belleza, el garbo, la distinción indiscutible de aquel hombre de buena fortuna que creía estar dando una buena impresión al humillarse delante de ella). Christina lo rechazó sin severidad pero también sin titubeos, sin margen de ninguna esperanza vaga ni tono de disculpa, porque en ella la cortesía era seca y sus modos, ya dijimos, extraños.
      Y fue así que, un año después de quedarse viuda, Miss Riverey rechazaba a Carlos y continuaba teniéndolo como su médico sin manifestar ningún embarazo en su presencia, exactamente como quien, habiendo dejado caer al suelo un objeto familiar y constatando que quedó con marcas de la caída, la pintura lascada o una parte golpeada, continúa utilizándolo porque funciona perfectamente.
      Y confiaba en la ciencia y en la sinceridad del amigo, tanto que no cuestionó el veredicto que éste le anunció en aquella tarde de verano en que la encontramos en la terraza, asegurándole sólo pocos meses de vida. El corazón le latía, es cierto, desde ese momento con mayor intensidad, golpes siniestros, casi dolorosos, amenazando con romperle las costillas, y Christina no sentía que fuera consecuencia del avance de su malestar, sino de la tristeza que se apoderó de ella. Una tristeza sin melancolía (ah, tanto que se habían engañado los médicos en Porto, ella nunca sufrió de melancolía), apenas la tristeza honda de alguien a quien obligaban a despedirse de la vida a la altura en que la vida comenzaba a interesarle más. Alguien a quien estaban prohibidas las excursiones por los acantilados. Alguien a quien obligaban a retirarse antes de la puesta del sol y a disfrutar del clímax del verano. Y por eso, esa misma tarde, de ojos muy azules y brillantes apuntando hacia el delta del río, Miss Riverey pensaba: «La vida está llena de ironías».

VI
Susana, la querida y humilde Susana, por ventura ligada a Miss Riverey por algún sentimiento mayor y más inconfesable que el de una simple empleada de años, la ayudaba como si quisiera estrecharla en sus brazos, le extendía el chal, balbuceaba varias ofertas, de compañía, de un remedio, de un té. Christina aceptó el chal pero rechazó el resto y pidió estar sola. Regresó a la posición en la que la encontramos, inmóvil, con los ojos fijos en la imponente vista que se disfrutaba desde la terraza, el río con reflejos plateados, esmaltado por los colores de los barcos de pesca, la fortaleza y la ciudad al fondo, inmersos en las tonalidades rosadas de la puesta del sol del Algarve, tan diferente, tan diferente del de la tierra en que nació. Y fue ahí que se quedó durante algún tiempo. Si te parece que regresamos atrás, no regresamos, querido lector, y verás que llegando hasta esta parte ya no eres el mismo que comenzó la lectura y que, para que continúes esta historia, sentirás que tienes que tener muy presentes las palabras azul, mar, luz, calor, sol, cielo.
      Por fin, Miss Riverey volvió a su cuarto, orientado hacia el oriente, donde las arboladas alrededor, las puertas cerradas, el suelo de madera encerada, creaban una atmósfera tibia. Los ramos de las jacarandas, que sobrepasaban los barandales de fierro, llenaban la división de un aroma dulce. Las moscas, ebrias por los rayos de sol que se escurrían por las ranuras de las puertas, paseaban por el aposento, rozando los frascos de perfume que brillaban sobre el tocador y embestían contra la piel clara de Miss Riverey. No la incomodaban. No estaban interesadas en su sangre doliente, preferirían sumirse en la sangre fresca de la lavandera o en la sangre madura de Susana, o hasta en la sangre dulce de la cocinera, una pequeña vieja de barriga salida, casi ciega por la diabetes, que movía las ollas y los alimentos guiada por la intuición.
      Aquél no era el cuarto que compartía con Ricardo. Ése quedaba del otro lado de la casa; además, ahora era una salita de costura donde se encerraban bordados comenzados, corpiños descosidos, medias disparejas. Éste era un cuarto sólo suyo. Una mesita de trabajo, un tocador, una simple cama tapada por cortinas de seda, donde Miss Riverey pensó, con naturalidad y la misma honda tristeza, que iría a morir en breve. Podía ser que así fuera, mas no sin antes, nunca sin antes, llevar allí al muchacho.

VII
A Susana, especie de confidente, no se le escapó el sentido de aquellos encuentros casi silenciosos con el joven pescador que Miss Riverey viera aquella mañana de julio y con quien entretejió una relación inexplicable. ¿Qué podrían tener en común una señora tan rica y un muchacho tan pobre? El joven era alto, moreno, de una belleza improbable, se entendía que la juventud y la fuerza le corrían por las venas, en los músculos finos y bien diseñados. Susana nunca se casó, pero, como era una ávida lectora, conocía el poder de la carne y se percató de inmediato de una pasión. ¿De qué hablaban cuando se sentaban los dos frente al mar, con ella, Susana, sólo a unos metros de distancia? ¿Qué decían las cartas que Christina Riverey recibía de las manos del muchacho y leía y releía con una sonrisa resignada para luego quemarlas en la estufa? ¿Qué significaban aquellas conchas que él le entregaba y ella guardaba en una bolsita para traerlas a casa y después acomodarlas sobre los muebles de la sala, del cuarto y del escritorio?
      Christina Riverey tenía una gran fortuna, constituida, en parte, por la herencia de su padre, y también por la herencia de Ricardo. Los tiempos estaban cambiando y el nuevo siglo que se aproximaba parecía indicar una mayor libertad de costumbres. Y, además, estaba la casa de verano. La propia Susana, que no era una mujer sensual, sentía que gran parte de las trabas que atrapaban a Miss Riverey en Porto desaparecían en este escenario. Todo era diferente al calor seco del clima mediterráneo.
      Por eso, cuando Christina le dijo simplemente: «Él ha de venir hoy», Susana comprendió que no había nada que pudiera hacer para impedirlo. De noche, ayudó a la señora a desvestirse y a deshacer las trenzas, conmoviéndose con la armonía de las líneas finas de aquel cuerpo enmagrecido con la extraordinaria blancura de su tez. La ayudó a entrar en la tina de agua perfumada, le sostuvo los cabellos para que no se le mojaran, después la secó con la toalla de felpa. Y, a la hora indicada, tomó el candelabro, abrió la puerta que daba al patio trasero y condujo a Pedro hasta el cuarto de Miss Riverey.
      Delante del muchacho, a la luz trémula de la vela de parafina, Christina era casi transparente, pero el muchacho intuía su cuerpo. Se aproximó a ella, busco sus finos labios y la besó presionándola en un abrazo. Christina se estremeció, las pulsaciones del corazón rápidas y heridas como el día de la consulta con Carlos, un escalofrío profundo descendiendo de la cabeza, subiendo de las pantorrillas y concentrándose en el vientre. Y Christina Riverey, que era delgada y frágil, sintió que su cuerpo se deshacía para materializarse en otro: un solo cuerpo, voluptuoso, denso, mojado, serpenteante, en la fosforescencia de la vida, inmerso en un abismo de sensaciones, alcanzando los misterios de la vida y la carne.
      En una concha de plata sobre la mesita de cabecera, la vela de parafina ardía pronta a extinguirse.

VIII
La aurora apenas despuntaba cuando Susana entró tímidamente en el cuarto de Christina. La encontró acostada, casi sin color pero con una sonrisa entera sostenida sobre sus labios. «Aquí, aquí…», balbuceaba, con los dedos inclinados en dirección al pecho, apuntando hacia el corazón. Y Susana, antes de gritarle a alguno de los criados para que se vistiera y saliera corriendo a buscar al doctor Carlos, titubeó por unos segundos, como intentando comprender si el gesto y la frase trunca de Miss Riverey querían decir que la enfermedad le acababa de atacar el músculo cardiaco o si era su corazón, finalmente dilatado, que le revelaba de repente todo lo que ella ignoraba durante sus treinta y tres años de vida —el amor, la ternura, el miedo, el placer—, matándola ahora por un exceso de expansión.

IX
Algunos meses después de la muerte de Miss Riverey y de que el joven pescador hubiera recibido de manos de Susana un sobre con un mechón de cabellos de la joven inglesa, la casa de verano comenzó a envejecer. La cocinera murió súbitamente. Susana despidió a los criados y regresó a Porto. Demasiado lejos y demasiado ricas, las hermanas de Miss Riverey no se interesaron por la herencia de Christina y abandonaron ese asunto. La casa de verano se quedó sola enfrentando el invierno. El viento silbaba en las escaleras y, a lo lejos, los relámpagos iluminaban las ventanas con sus reflejos azulados. Todo tomaba un aspecto viejo y sombrío. Los muebles, que no fueron reclamados por las hermanas de la fallecida, todavía eran firmes, pero se llenaban de polvo aun bajo los cobertores que los cubrían. Más tarde, los sobrinos de Miss Riverey, interesados en habitar casas en otros lugares, fueron recogiendo los muebles y las porcelanas. Gente desconocida se llevó lo que sobró.
      Mientras tanto, el siglo cambió. La población festejó la promesa de una era de progreso saliendo a la calle y lanzando fuegos artificiales que se reflejaban en la superficie del río en cintilaciones efímeras. En la casa, las piedras comenzaron a soltarse y a rodar. Sin cuidados, el jardín se cubrió de arbustos. En días bonitos, algunos rayos de sol atravesaban el ramaje iluminando la fachada amarilla y blanca, pero, durante el tiempo frío, la lluvia fue extendiendo las manchas de humedad en las paredes y ablandando los tejados. Nunca más encendida, la estufa de la sala, donde Miss Riverey quemaba las cartas del muchacho, se enfrió como un mausoleo.
      Pasaron meses, años, un siglo. El río se fue arenando y en los márgenes se construían más casas. Los pescadores de la aldea comenzaron a rentar las habitaciones para las familias que venían de vacaciones. Para los ricos se construyeron hoteles. El verano llegaba periódicamente, a su tiempo, con miles de personas ocupadas en veranear, en tomar el sol, en bañarse en el mar, en fotografiar el río, la playa, los recortes del paisaje. Ahora en el arenal se jugaba futbol, en el mar los surfistas convivían con los bañistas y con los que paseaban en canoas y gaviotas. En lo alto de los acantilados los paseantes fotografiaban el paisaje, y al final de la tarde todos se dirigían a las plazas con bebidas y aperitivos refrescantes. A lo lejos, al oeste, se distinguían los muelles repletos de yates.
      Una mañana, una muchacha, como tantas otras, atravesó el poblado de pescadores delante de las ruinas de la mansión de Miss Riverey. Iba apresurada, como les pasa a los que tienen muchas ganas de llegar a un sitio, pero desvió la mirada lo suficiente para distinguir. Para comprender lo que sucedió a continuación es necesario tomar en consideración la claridad de la mañana de sol y la euforia natural de quien está de vacaciones. En la terraza, con los brazos pálidos apoyados sobre el barandal, le pareció ver a una joven mujer rubia con ojos muy azules, y un segundo después ya no había nadie ahí. En un instante, porque eso aconteció en un instante, la muchacha tuvo una idea para una historia. El río, en esa mañana, estaba aún más azul y luminoso.

Traducción del portugués de José Molina

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